El autor indaga acerca de las razones del poder político
para realizar juicios por delitos de lesa humanidad sin guardar la
imparcialidad debida.
Por Luis Alberto Romero Historiador. Club Político
Argentino. Especial para Los Andes
¿Cuál es el balance de los actuales juicios de lesa
humanidad? Los pésimos procedimientos
seguidos han dañado seriamente el estado de derecho y el principio del gobierno
de la ley. Respecto de la verdad, hubo poco de nuevo, pues quienes podían
hablar se han abroquelado en el silencio. Se ha castigado, masivamente y al
bulto, pero muchos inocentes cayeron en la volteada. Vistos desde otra perspectiva, los juicios han constituido un
espectáculo impactante, un teatro. ¿Qué es exactamente lo que se quiso
mostrar?
La justicia siempre ha tenido una dimensión teatral: una
escenificación destinada a expresar de modo sencillo el principio abstracto que
la guiaba. En Inglaterra se trataba de la majestad de la justicia. Para eso
estaban las pelucas y las togas, el estrado elevado, el juramento de los
testigos, los alegatos y el fallo, en el que la culpabilidad debía quedar
demostrada más allá de toda duda razonable.
En el Tribunal Revolucionario de la Francia jacobina, en
cambio, se escenificaba el poder soberano del Pueblo, encarnado en el fiscal
Fouquier-Tinville. Él recibía las denuncias, ordenaba las prisiones, elegía a
los jueces y jurados, seleccionaba el público, redactaba la acusación e
interrogaba a los testigos; luego del fallo, disponía las carretas que llevaban
a los “enemigos del pueblo” a la
guillotina, y al pie de ésta recibía al verdugo. Así fueron ejecutados María
Antonieta, Brissot, Danton, Robespierre, y finalmente el propio Fouquier.
Los juicios actuales
por delitos de lesa humanidad no resisten la comparación con los de 1985, cuyo
procedimiento inobjetable afirmó y consolidó el estado de derecho. Estos,
en cambio, son manipulados sin disimulos
por el gobierno y sus militantes. En ellos no se representa ni la majestad de
la ley ni la voluntad del pueblo. Con
una cuidada puesta en escena, escenifican los atributos más valorados por el
gobierno: su discrecionalidad y su impunidad.
El primer acto del drama es el trato vejatorio a los
acusados, para quienes no valen los derechos humanos. A los mayores, la prisión
domiciliaria les fue negada sistemáticamente, incluso a los muy enfermos. Así han muerto en sus celdas más de 300
detenidos. No faltará quien piense que se lo merecían, pero es un argumento inaceptable en un estado
de derecho.
El público, que jugó un papel importante, era usualmente
preparado previamente por la prensa y los militantes. En algún caso, se realizó
un festival de rock, convocado bajo el lema “Democracia
con justicia y verdad” y presidido por la fiscal general Gils Carbó y el
secretario de Derechos Humanos. En las sesiones, tribunas vociferantes
presionaron a los testigos y “escracharon”
a los abogados defensores. Los fiscales,
generalmente militantes, designaron fiscales ad hoc, elegidos entre los
abogados querellantes y notoriamente parciales.
Preparados por sus
abogados y por los fiscales, los testigos recordaron, treinta años después de
los hechos, detalles que nunca habían mencionado antes. Si se salían del libreto, el fiscal y hasta el juez les
recordaban por dónde debía ir su testimonio. En sus alegatos, los
fiscales repitieron el mismo texto en diferentes juicios. Entre los jueces,
hubo militantes que condujeron el proceso con mano firme, y otros timoratos,
acostumbrados a un ejercicio más serio de su función pero incapaces de resistir
la doble presión de los militantes y del poder político.
Lo peor fueron las
sentencias. En los casos de quienes habían sido jóvenes oficiales, policías
o gendarmes, el único indicio de culpabilidad fue que prestaban servicios en una
dependencia en donde se torturaba o mataba. Habitualmente
no había pruebas fehacientes de que hubieran participado, y se sabe que solo
una parte de ellos eran convocados a ese nefasto servicio. Sin embargo,
el criterio aplicado por los tribunales fue el del “partícipe necesario”: no podían no haber participado o sabido qué
es lo que allí pasaba -daba lo mismo-, y eso los hacía culpables.
Esta es la desviación más grave del principio judicial de la
prueba “más allá de toda duda razonable”. En la tradición judicial, y
en la doctrina de los derechos humanos, se afirma que todos los acusados son
inocentes hasta que no se demuestre su culpabilidad. Aquí se ha partido del principio inverso: el acusado es culpable, a
menos que pueda probar su inocencia. Salvo, claro, en el caso de Milani.
Muchos intervinientes en estos juicios han contado, en
general privadamente, estas barbaridades jurídicas. Muchos expertos han dicho
que con esos fundamentos las sentencias son endebles y no resisten una
revisión. Es posible que esto ocurra cuando lleguen a la Corte Suprema, o
cuando la presión del gobierno no sea tan notoria. Por entonces, probablemente, la mayoría de los condenados ya habrá
muerto.
Estos juicios van a
dejar gravemente herida a la justicia y al principio de los derechos humanos,
víctima de un gobierno que, curiosamente, se gloria de defenderlos. ¿Para qué? La respuesta más obvia remite al clima
faccioso, a la decisión política de llevar el enfrentamiento al límite, y a la
explotación del deseo primario de la revancha, usando el poder contra los
antiguos victimarios. No es justificable y es deplorable, pero es
entendible. Poner la otra mejilla nunca ha sido un principio popular.
Pero se necesita algo
más para explicar la grosería del procedimiento y el pisoteo de la tradición
judicial. Me parece que todo es tan deliberado como un discurso de Cristina
o unas declaraciones de Aníbal Fernández. Se
trata de mostrar y escenificar qué valor le asigna a la justicia y a las
instituciones un gobierno convencido de que el pueblo le ha confiado la suma
del poder. Es la versión más terrible de una manera de entender la
política, que remonta a la Revolución Francesa. Hoy, como entonces, la teatralización no es accesoria sino central.
La impunidad y la arbitrariedad son dos de los nombres del
poder. Hacer gala de ellas es un poderoso disuasivo y un instrumento
disciplinador. Probablemente allí resida la lógica profunda del gobierno que
ahora termina.
NOTA: Las
imágenes y destacados no corresponden a la nota original.
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