por Ricardo Angoso
@ricardoangoso
Mientras la alegría
embarga los corazones de los amantes de la paz y la decepción es notoria entre
los que no ven las cosas tan claras, el mundo recibe, a bombo y platillo, la noticia
de un acuerdo global entre el ejecutivo de Colombia que lidera su presidente,
Juan Manuel Santos, y la organización terrorista Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia (FARC). Es
la décima vez que lo anuncian, qué horror. Si no fuera porque sobre la mesa de
negociaciones han quedado más dudas que incertidumbres y porque confiar en las
FARC es como confiar en la providencia divina -con el debido de los respetos a
las alturas-, también estaríamos celebrando la dichosa rubrica de estos
acuerdos y la llegada de la anhelada paz esperada por millones de colombianos
desde hace medio siglo.
Pero, en primer
lugar, las armas han dejado de sonar, pero siguen en manos de los mismos y hay
serias dudas de que vayan a ser entregadas (todas) en los próximos meses a las
autoridades. El desarme de todos los frentes de las FARC, una organización
fragmentada, atomizada y con mucha autonomía por parte de sus bloques, es casi
una demanda metafísica escasamente creíble excepto para los escribidores a
sueldo del gobierno Santos. ¿Entregarán todas las armas? ¿Cesarán de repente
todas las actividades criminales perpetradas durante años por este grupo
considerado terrorista por la Unión Europea (UE) y los Estados Unidos?
Tampoco queda claro
que va a pasar con el negocio del narcotráfico
y los beneficios obtenidos por el mismo durante años, seguramente blanqueados en el exterior y en paraísos
fiscales de imposible acceso. Las FARC son un cartel de la droga, quizá el más
importante de toda América Latina, y nada induce a pensar que la firma del
acuerdo vaya a significar el fin de esta actividad ilícita por parte de los
terroristas.
¿TRIUNFARÁ
LA IMPUNIDAD?
Sin embargo, hay
algunas cosas que sí están claras en este acuerdo. Una de ellas es el precio
del mal acuerdo alcanzado, es decir, que Colombia tendrá que aceptar la
impunidad de este puñado de criminales a cambio de que dejen de matar por algún
tiempo. ¿Merecerá la pena tan alto precio por un acuerdo cogido entre
alfileres? Está muy claro, a estas alturas de la película, que los negociadores
del acuerdo, urdidores en los últimos años de los más abyectos crímenes
ocurridos en Colombia, nunca pagarán por sus delitos y que si han firmado con
las autoridades legítimas es porque se aceptó el precio en el acuerdo.
Otro aspecto
llamativo del acuerdo, si es que se puede llamarle de esta forma a una
concesión casi sin límites a los terroristas, es la representación política
otorgada a las FARC sin necesidad de pasar por las urnas, dándoles unos escaños
en las instituciones que seguramente los votos de los colombianos nunca les
hubieran otorgado. Parece una concesión hecha por la necesidad de las
circunstancias, de quien es débil ante el que negocia y tiene que conseguir un
acuerdo al coste que sea, más que un compromiso político ceñido a una
resolución del conflicto colombiano de una forma justa, acorde al derecho
colombiano e internacional y respetuoso con las más de ocho millones de
víctimas de esta larga guerra.
Santos, al que apoya
toda la oligarquía colombiana, la jauría mediática y el establecimiento, sabía
que tenía todo a su favor a la hora de firmar lo que firmase con sus
adversarios y que nadie le iba a discutir lo que hiciera. En una sociedad tan
dócil, vendida al mejor postor, sin apenas disidencia al poder y postrada ante
el becerro del oro, el poder elegido tenía las manos libres para venderse a las
FARC, tal como ha ocurrido, y que incluso, por ignorancia sobre todo y también
por sumisión ideológica, tuviera el apoyo de la comunidad internacional. Hasta
Obama, las Naciones Unidas y Felipe González apoyan la ópera bufa de los
acuerdos de paz, ¡qué más se podía esperar! ¡Solo faltaba Maduro y también se sumó
al esperpento!
EL
FUTURO DE COLOMBIA
Está claro que las
FARC tenían que cambiar de estrategia, dejar las armas y dar paso a la
política, pero el caso de esta organización terrorista es mucho más complejo y
arduo que otros grupos. Hablamos de un auténtico complejo del crimen, con
ramificaciones en la industria de secuestros, el narcotráfico, el blanqueo de
dinero y la extorsión sistemática a los empresarios y comerciantes; una estructura política, militar y criminal al
servicio de una causa y con miles de hombres a su servicio.
¿Cómo reconvertir a
sus más de 10.000 hombres en los campos y en las ciudades en ciudadanos de una
sociedad civilizada y democrática tras decenas de años de fechorías? Podemos
entender la buena voluntad, incluso el optimismo, del actual ejecutivo, pero no
su perversa candidez e ingenuidad al hacernos creer que a partir de ahora todo
será de color de rosa y comenzó el nuevo amanecer para este país cansado de
cuentos.
Las FARC, que saben
de la debilidad y de la impopularidad de Santos, actúan como ganadores de esta
guerra nunca aceptada por un Estado que
fue incapaz de ganarla, a pesar de los notable avances y de la exitosa labor
llevada a cabo por el expresidente Alvaro Uribe. Santos, cuya gestión en todos
los órdenes se caracteriza por su absoluto fracaso pese al maquillaje empleado
para presentarnos todo lo contrario, necesitaba este acuerdo como anillo el
dedo, pues no tiene nada que ofrecer al país y quería una verdadera puesta en
escena de talla mundial con vistas a algún puesto en el futuro en alguna
organización internacional siguiendo la estela de dos de los peores presidentes
de la historia de Colombia: Cesar Gaviria y Ernesto Samper.
Para los que no se
han enterado todavía, el acuerdo firmado recientemente es tan solo un
armisticio, una suspensión de hostilidades entre dos partes en conflicto pero
que no implica la paz definitiva y la entrega de las armas por parte de los
terroristas. Incluso, a veces, la historia demuestra que un armisticio entre
dos enemigos irreconciliables puede dar
lugar a una gran victoria por parte de uno de los firmantes y una derrota
humillante para la otra parte. Así ocurrió con el armisticio firmado por
Alemania en 1918, que puso fin a la Primera Guerra Mundial, y en que finalmente
los aliados impusieron sus condiciones y la gran potencia salió humillada,
trasquilada y con grandes pérdidas territoriales. ¿Será ese el destino de
Colombia tras haber firmado un acuerdo con un grupo terrorista que el escritor
Fernando Vallejo define como una cuadrilla de hampones?
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