Sábado, agosto 27,
2016
(Crónica
tras las bambalinas del relato oficial)
El día 25 de agosto
de este año se leyó en Córdoba una
sentencia escrita largo tiempo atrás, desde el primer minuto de los cuatro años
que duró la farsa judicial denominada
Megacausa La Perla.
Simples ciudadanos,
en forma individual o por agrupaciones, decidimos acompañar a los presos
políticos que estaban siendo juzgados. Miembros de AFYAPPA, de Justicia y Concordia y el Grl Miguel Giuliano
presidente del foro de Generales retirados viajamos desde Buenos Aires. Otros
como en el caso de Luz García Hamilton y Yetel Menéndez desde Tucumán. Veteranos de Malvinas vinieron
de Rosario o Salta.
Nos acreditamos un
mes antes, por medio de los defensores de algunos imputados, para poder estar
presentes el día de la sentencia.
Sin embargo, pese a
que fuimos temprano esa mañana, nuestra “acreditación”
no aparecía.
Nos informaron que no
podíamos ingresar a la sala de audiencias y que, en un plazo perentorio,
debíamos abandonar el edificio de tribunales porque estaba “blindado”. Pedimos hablar con alguien, ser acreditados, esto,
aquello.
Subimos para hablar
con un funcionario, bajamos para hablar con otro. Pedimos hablar con el
Secretario del Tribunal. Nos acompañaron a hablar con Pablo Urrets Zavalía, un
pelele soberbio de cara naranja por la
cama solar y apellido ilustre que nos mostró una serie de listas. Decía que no
estábamos y que no había forma de entrar. No escuchó nuestras razones, que nos
habíamos acreditado, que veníamos de Buenos Aires sólo para este juicio, que
muchos imputados no tenían familiares que hubieran podido venir y que podíamos
conseguir su autorización y hasta su firma para ingresar en nombre de ellos.
No, no, no y no. La lista la había tenido que reescribir hasta el día anterior
porque funcionarios como el vicegobernador confirmaron a último momento. “Ah! Entonces por eso nos sacaron de la
lista, le dieron nuestro lugar a esos funcionarios”. Silencio. Le dijimos
que íbamos a entrar de todas formas, que íbamos a ingresar en la fila del
público general pero que estábamos con Cecilia Pando y que si alguien la
agredía o había incidentes, sería su responsabilidad. No le importó nada, se
sonrío, creo que hasta disfrutó esa
miserable cuota de poder que mencionaba San Martín respecto de los soberbios. Le prometimos que íbamos a ingresar, de una
forma u otra.
Bajamos, subimos, nos
perdimos en un edificio laberíntico. Nos empezaron a poner límites, que acá no,
que bajen para allá, que en este piso no, vayan a hall de entrada, que tienen
cinco minutos para desalojar el edificio… Por otro lado la defensoría mandó una
nueva lista, que llegaba, que no llegaba, que nos echaban, que no nos íbamos.
Estuvimos cerca de dos horas en ese tironeo.
Luz García Hamilton
también se había acreditado pero en su caso como periodista. Tampoco salía
acreditada. Del otro lado, los miembros y amigos de las “orgas” de DDHH entraban por decenas, sin acreditación, les faltaba
gente y dejaban entrar a cualquiera.
Cuando nos obligaron
a dejar el edificio fuimos, como habíamos prometido, a hacer la cola con el
público general. Vino la policía asustada “no,
ustedes no pueden estar con el público general, puede haber incidentes”.
Nos prometieron ingresar si salíamos de la cola “vayan a la posta 1”. Allí fuimos, no aparecía la lista, que ya
venía, que no venía. Entonces, el líder de una “orga” de DDHH cuchicheó
algo con la que controlaba esa entrada, Inés llegó a escuchar “que entren de a cinco, aunque no estén
acreditados”. Comenzaron a ingresar ante nuestra indignación. Nos metimos
junto con ellos, sólo detectaron a Inés
y la siguieron. Al alcanzarla “¡vos no
estás acreditada!”; “ellos tampoco”
le contestó y se quedó. Subimos por una escalera, nos perdimos, la otra Inés se
cayó. Llegamos a una sala extensa llena de gente, muchos con micrófonos y
cámaras de fotos. Eran periodistas. ¿Será la sala de periodistas?
Pensamos que sí, en
eso nos dimos cuenta de que no era la sala de periodistas sino el hall previo a
la sala de audiencias cuya puerta estaba fuertemente custodiada.
Pensamos que eso era
lo más lejos que podríamos llegar. Nadie nos reconoció ni nos detectó. Ni
siquiera a Cecilia Pando que es la más conocida. Planeábamos quedarnos allí
toda la lectura de la sentencia porque, al menos, la veríamos por pantalla
gigante.
En eso llegó Estela
de Carlotto y antes de que pudiéramos reaccionar Cecilia se dirigió a ella y le
pidió en alta voz que defienda la verdad completa, que recuerde a las otras
víctimas. El periodismo escuchó gritos, se acercó y captó el momento. Carlotto
dijo que sus hijos eran las víctimas y Cecilia le retrucó que no eran víctimas
ni jóvenes idealistas, que eran terroristas.
Nos colgamos los
carteles con los rostros de las víctimas del terrorismo.
El periodismo le hizo
notas, confirmamos la forma de actuar de algunos operadores
que se hacen pasar por periodistas, atacaban, agredían, repetían
consignas. No preguntaban sino que afirmaban sus consignas. Estos operadores
están para controlar a sus supuestos colegas y bajar línea. Igual contestamos,
mostramos los carteles. Algún operador le gritó a Cecilia “¡sos una provocadora!”. Típica acusación genérica cuando no tienen
de qué acusar. Empezaron: “treinta mil
compañeros detenidos- desaparecidos!” y se contestaban: “PRE-SEN-TE”. Repetían: “treinta
mil…” y entonces Cecilia gritó “Coronel
Argentino del Valle Larrabure!” “PRE-SEN-TE” contestamos. “Cristina Viola… PRE-SEN-TE!” Y una a una las víctimas del
terrorismo. Se quedaron un poco sorprendidos y peor cuando uno ensayó un
insulto: “TORTURADORES” y el corito
de autómatas respondió “¡PRE-SEN-TE!”.
Se dieron cuenta del pifie y
avergonzados no hablaron más. Nos
quedamos allí y vino un policía “a ver…
las que están con Pando…”. Pensamos que nos iban a echar pero no, nos
condujeron a la sala de audiencias bajo
la firme promesa de comportarnos durante la lectura. “Si” dijimos “durante la lectura”. Supongo que pensaron que haríamos menos
escándalo en la sala de audiencias.
Llegó Schiaretti
pomposamente para hacerse notar . Le
había dado asueto a la administración pública y a los colegios el día libre
para que fueran a la sentencia.
Antes de la lectura
de sentencia rezamos una oración. María tenía a la Virgen de la Eucaristía en
sus brazos.
Ingresaron los jueces
y un ujier gritó “¡de pie!”. Mis
compañeras, las que pudieron ingresar, tuvieron un momento de vacilación. Ponerse
de pie… quedarse sentadas… unas se pararon y se volvieron a sentar. Otras se
pararon sin vacilar por respeto a la institución justicia. Yo las comprendo, la
institución es respetable pero yo no me puse de pie, aun a riesgo de que me
expulsaran de la sala. No siento respeto por esos jueces y la institución
justicia no son los monigotes bien vestidos que ingresaron en esa sala.
Estuvimos todo el
tiempo sobrecustodiadas, mujeres policías, personas de civil, hombres y
mujeres, uno o dos por cada una de nosotras. Desplegamos los carteles, querían
que los bajemos “que ellos bajen sus
carteles entonces”. Cecilia tenía un cartel que decía “NUNCA MÁS terroristas y Montoneros”. Una pañueluda se acercó y le
dijo a una mujer policía que tenía que hacer que Cecilia baje el cartel. La
policía le contestó que su función no
era controlar lo que dicen los carteles.
Entraron los
periodistas por tandas para fotografiar a los que iban a ser condenados. El
último acto de escarnio. El My Barreiro dio vuelta la cara para no salir en la
foto. Mirta Anton hizo lo mismo. Tienen cientos de fotos de ellos pero dieron
esa pequeña batalla para demostrar su negativa a participar del circo. En una
de esas tandas entró Luz García Hamilton. “Quién
es esa?” se preguntaban entre ellos, no están acostumbrados a periodistas
que no sean de izquierda.
La lectura fue lo de
siempre, perpetuas para todos y todas, hasta para Mirta Antón que tenía 19 años
cuando ocurrieron los hechos que le atribuyen. Los jueces hicieron bien la
tarea, estaba el gobernador y la prensa, no podían defraudar.
Terminó la lectura y
Cecilia Pando se paró de repente “Nunca
más terroristas en la Argentina!” llegó a decir y los que estaban de civil
la agarraron con violencia del cuello y la tiraron al suelo como si llevara una
bomba. Nos agarraron a todas, a mí me tironeaban de un brazo, a Ana la tomaron
con fuerza de los dos brazos. Fue bastante violento pero estábamos pasadas de
indignación y peleamos, gritamos.
Cecilia se liberó, se
incorporó y desplegó un cartel con la bandera Argentina y la Virgen de la
Eucaristía. No llegó a desplegarlo que se lo rompieron a tirones los civiles de
custodia. Los policías casi no se metieron, podría decir que en cierta forma
nos querían proteger de esos civiles que, después supimos, eran la custodia del
gobernador.
“Se
van a tener que ir” nos anunciaron. Como si no lo
supiéramos. Pero lo gracioso es que no podían sacarnos por la salida
tradicional porque estaba colmada de gente sino que tuvieron que sacarnos por
alcaidía, por donde salen y entran los imputados. El juzgado es, en toda su
acepción, un escenario teatral en donde los actores salen y entran entre
bambalinas que se encuentran tras el escenario. Nos convertimos en actrices de
esa representación y nos llevaron por todo el recorrido largo hasta el
escenario. Si lo hubiéramos planeado no podía haber salido mejor. En su afán
por escondernos nos sentaron al final del salón y para sacarnos debíamos
recorrer todo el perímetro. Tuvimos mucho tiempo para manifestar nuestra
posición sobre el juicio, sobre los “caretas”
que venían a sacarse la foto de los Derechos Humanos, sobre el gobernador.
Cecilia gritó “Schiaretti ¿qué hacés
acá?¿ por qué no vas a hacer las cloacas?” los custodios de civil estaban
para proteger al gobernador y no podían callarla. “Te vamos a tener que llevar presa porque agrediste al gobernador” le
dijeron para que se calle. Cecilia seguía. María estaba desbordada. Los
autómatas gritaban “a donde vayan los
iremos a buscar” y María les respondía “vení
ahora! Acá!” “Carlotto sos una conchuda!” “Acá tienen sus derechos humanos”
y les tiró como si fueran papelitos del mundial unos dólares de utilería.
Cecilia les tiró los dólares a los jueces;
se sobresaltaron, pensaron que eran algún objeto contundente. El
recorrido desde el fondo del salón hasta el escenario teatral fue largo así que
les gritamos toda clase de cosas. Nos pusimos las naricitas de payaso que
habíamos llevado y gritábamos que todo esto era un circo, que de juicio no
tenía nada. Finalmente pasamos junto al secretario de cara naranja y apellido
ilustre. Yo, con una sonrisa triunfante le dije “¿viste que entramos igual? A nosotras no nos para nadie”. Estaba
sorprendido sin capacidad de reacción.
Entramos por las bambalinas del escenario teatral y tras de nosotras los
acusados que se sumaron al fervor de nuestra manifestación gritando su propia
indignación.
Los pudimos visitar
en un cuartito minúsculo. Para nuestra sorpresa no se encontraban abatidos,
todo lo contrario, estaban sonrientes y felices. Nos dijeron que les habíamos
dado una alegría muy grande con este escándalo, todos comentaban esto o
aquello, que fulanita se pasó con tal cosa, o menganita tal otra. Se sintieron
defendidos y reivindicados. Hubo lágrimas de emoción, gratitud y abrazos
cariñosos. Nos encontramos con viejos
amigos, presos durante años, conocimos a familiares con quienes tenemos
contacto por correo. Cambiamos teléfonos, direcciones, invitaciones. Fue casi
un festejo.
Si pudimos darles
alegría a nuestros presos políticos, aunque sólo fuera por un momento, todo el
esfuerzo valió la pena.
HASTA
TODOS LIBRES.
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