El nuncio apostólico Monseñor Pio Laghi con la Juanta Militar |
“No
era adicta a nosotros, pero la relación fue muy buena”,
señaló el ex dictador Jorge Rafael Videla, que siempre rezó el rosario, asistió
a misa y comulgó
Por Ceferino Reato[1] 29 de
octubre de 2016
"La
Iglesia no era adicta a nosotros; teníamos nuestros encontronazos, pero, como
institución, se manejaba con prudencia: decía lo que tenía que decir sin
crearnos situaciones insostenibles. En ese contexto, la relación fue muy
buena". La frase es del ex dictador Jorge
Rafael Videla en una de las entrevistas para mi libro Disposición Final, cuya
edición definitiva fue lanzada este año con motivo de los cuarenta años del
golpe de Estado del 24 de marzo de 1976.
Protagonista
de fuste de la política nacional, la
cúpula de la Iglesia Católica respaldó el golpe de Videla. Al principio,
fue un apoyo activo, encarnado en el titular del Episcopado, monseñor Adolfo
Servando Tortolo.
Monseñor Tortolo y los Generales Videla y Viola |
"En
el plano personal, yo tenía una relación excelente con monseñor Tortolo, por ejemplo:
era un santo", señaló Videla, que murió al año
siguiente de la edición original del libro, en 2013.
Tortolo era también
arzobispo de Paraná y el vicario general de las Fuerzas Armadas. Una persona en
apariencia débil, frágil, pero implacable. Parecido a su amigo Videla, de quien
también era confesor. Un ultraconservador, un integrista, que defendía la
alianza tradicional entre la Iglesia y el Ejército como pilares de la patria.
Videla se consideraba
un buen católico; mientras estaba en prisión, rezaba el rosario todos los días
a las 19, y los domingos asistía a misa y comulgaba. Antes de morir, seguía
convencido de que Dios siempre lo había guiado y que nunca le había soltado la
mano, ni siquiera luego de veinte años preso por violaciones a los derechos
humanos.
"Me
ha tocado transitar un tramo muy sinuoso, muy abrupto, del camino, pero estas
sinuosidades me están perfeccionando a los ojos de Dios, con vistas a mi
salvación eterna", me dijo.
En los últimos meses
del Gobierno de Isabel Perón, Tortolo se convirtió en un entusiasta impulsor
del golpe de Estado, como un capítulo inevitable de una "guerra santa y purificadora" contra las guerrillas y el
marxismo.
Como todo esto es (o
debería ser) historia y no memoria (que siempre es parcial y subjetiva) ni
relato (un uso político del pasado), es preciso recordar que, aunque en tonos
más moderados, también otros actores auspiciaban el golpe.
Salvo excepciones,
toda la prensa, incluido los diarios La Opinión y La Tarde —dirigido por el ex
canciller Héctor Timerman en su carácter de hijo del dueño—, auspiciaba la
caída de Isabelita, a tono con el estado general de la opinión pública. Es que buena parte de los argentinos
respaldó la irrupción de Videla y los militares.
Por varios motivos,
entre ellos el hastío provocado por las bombas, los secuestros, los robos y las
muertes de los grupos guerrilleros, que al menos en aquel momento consideraban
que estaban librando "una guerra
nacional, popular y prolongada".
También había bandas
paraestatales, de ultraderecha. En total, hubo 1.065 muertos por razones
políticas sólo en 1975. Según informó La Opinión, antes del golpe, cada cinco
horas moría una persona y cada tres horas estallaba una bomba.
Luces
o sombras
La apertura de los
archivos de la Iglesia y del Vaticano sobre la dictadura es una estupenda
noticia en el camino de la verdad histórica, siempre y cuando quienes ya
revisaron los documentos no hayan ocultado ningún papel.
El titular del
Episcopado, monseñor José María Arancedo, admitió, al presentar, que la Iglesia
pudo haber hecho más pero que tuvo "estrecho
margen. Pero no es que no haya hecho nada. La Iglesia va a aparecer con más
luces que sombras". ¿Será así?
A dos meses del
golpe, en mayo de 1976, Tortolo fue reemplazado como jefe de la Iglesia local
por el cardenal Raúl Francisco Primatesta y eso moderó el respaldo activo de la
cúpula a la dictadura, aunque el apoyo siguió por varias razones.
Me ocupo de esas
razones en Disposición Final. Conviene recordar aquí uno de esos motivos. La
Iglesia estaba muy dividida: los ultraconservadores armaron espiritualmente a
los golpistas.
Pero otro sector
—también minoritario, aunque igualmente activo—, el ala progresista de la Iglesia,
fue decisivo en la formación de al menos uno de los grupos guerrilleros más
poderosos de los setenta, Montoneros.
Eso se ve claro en
Córdoba, que era la "capital de la
revolución". Los primeros
montoneros cordobeses reflejan la trayectoria típica de tantos jóvenes que, a
partir de un compromiso católico, se fueron convenciendo de que la lucha armada
era la única salida para terminar con "la
violencia de arriba" —de "la
oligarquía", "el
imperialismo" y sus aliados— y liberar a "los explotados", a los sectores populares.
"Era
el mesianismo en todo su esplendor", explicó Ignacio
Vélez, uno de aquellos jóvenes, en un artículo en la revista Lucha Armada: "La convicción profunda de que
estábamos elegidos, que nos tocaba cumplir la misión de Cristo: estoy dispuesto
a dejar todo, padre, madre, amigos, por tu nombre".
Esta forma de
entender la utopía cristiana convirtió la vida del buen revolucionario en algo
relativo. La vida del otro también dejó de tener un valor absoluto; pasaba a
formar parte de un cálculo político y podía ser sacrificada si así lo exigían
los ideales superiores de la liberación y la revolución. Se llamara Pedro
Eugenio Aramburu, José Ignacio Rucci, Arturo Mor Roig, Fernando Haymal o El
Negro Luna. Sólo de esa forma, con semejante cobertura espiritual, tantos
jóvenes salieron a matar y a morir.
En síntesis, la Iglesia estuvo de los dos lados del
mostrador de la violencia política de los setenta. Esto no significa
auspiciar la teoría de los dos demonios; sólo se trata de entender la historia,
sin utilizarla para provecho político de un grupo sobre otro.
Por eso, no es mala
idea que también sean desclasificados los documentos de la Iglesia anteriores a
1976. ¿Para qué entender? Para señalar que la Iglesia llegó al golpe dividida
por esa disputa entre sus alas extremas.
Videla y los
militares se presentaban como los guardianes del patrimonio espiritual
condensado en la fórmula Dios, patria y familia. Ese discurso resultaba muy
atractivo para el Episcopado: unificaba a los sectores conservadores con los
moderados, les prolongaba una plataforma común en la disputa interna que ambas
líneas mantenían desde hacía tiempo contra los progresistas.
Esa
interna había politizado tanto a la Iglesia que, a la hora de responder a los
pedidos de ayuda de las víctimas de la dictadura, pesaron más los cálculos
políticos, como la conveniencia de no aparecer debilitando a un gobierno
liderado por católicos en plena lucha contra la guerrilla, que la preocupación
genuina por los derechos humanos de los detenidos desaparecidos.
Por eso, en este tema
es muy difícil que la Iglesia emerja con más luces que sombras de los
documentos ahora desclasificados, como desea monseñor Arancedo.
NOTA:
Las imágenes no corresponden a la nota original.
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