Por Mauricio Ortín, Profesor
de Filosofía de la UNSa
A fines del año 1966,
un grupo selecto de alrededor de veinte militares cubanos más otros tantos
bolivianos que hacían sus primeras armas se instalaron en Ñancahuazú, el
Oriente selvático de Bolivia. A las órdenes de uno de los comandantes estrella
de la revolución cubana, el argentino Ernesto Guevara de la Serna, no se
encontraban precisamente allí en excursión de pesca sino para llevar adelante
el plan cuidadosamente preparado para exportar la revolución cubana a
Sudamérica toda (especialmente a Argentina). Es que la exitosa experiencia
cubana-castrista devino en la convicción teórica de que, dadas las condiciones
objetivas para hacer la revolución, las subjetivas se podían establecer por la
vía del “foco guerrillero” (“Crear, dos, tres... muchos Viet-Nam es la
consigna”, era la predica insistente de Guevara).
Había que instalar un
grupo de insurrectos armados y disciplinados que deambularan por la selva
presentando combate solo en situaciones ventajosas. El mismo funcionaría como
centro de reclutamiento, entrenamiento, bautismo de fuego y escuela de cuadros
de un futuro ejército. Dicho “foco”,
además, ejercería un efecto que minaría hasta la disolución la autoridad del
gobierno.
La toma del poder era
cuestión de tiempo. Las condiciones políticas, sociales, económicas, la
particular situación geográfica y la debilidad relativa de sus FFAA fueron las
razones para concentrar el esfuerzo “foquista”
de la dictadura cubana en Bolivia.
La tozuda realidad no
tardó en demostrar, en menos de un año, las catastróficas consecuencias de la
teoría. También el pésimo estratega militar que resultó el comandante Guevara.
Más temprano que tarde, la revolución en ciernes devino en una verdadera
cacería humana de famélicos y andrajosos guerrilleros.
Sin norte y
denunciados por los campesinos, de los aproximadamente cincuenta guerrilleros
solo cinco sobrevivieron; tres cubanos y dos bolivianos. La aventura del Che
Guevara en Bolivia resultó un fracaso en toda la línea, salvo en lo
publicitario.
Fidel Castro fue un
genio de la propaganda y aprovechó la oportunidad como nadie. Así, el mito del
rebelde heroico revirtió la evidente falta de realismo político,
profesionalismo militar y capacidad de organización del Che.
Su muerte joven, su
presencia física, su aspecto descuidado y transgresor y, también, las imágenes
tomadas de su cadáver acostado que remitían a Jesús crucificado, dejaron una
huella indeleble de santidad.
Pronto se hizo objeto
de culto y la imagen con la boina calada, emblema. Su vida fue un ejemplo
nefasto para los cientos de miles que lo emularon y murieron y/o mataron en su
nombre. Entre otros, los guevaristas argentinos del ERP, que aplicaron sus
enseñanzas en el monte tucumano. Así les fue.
Nadie, ni siquiera en
Bolivia, recuerda a los Quispe, Arce, Callapa, Patiño, Characayo y demás
soldados bolivianos que perdieron sus vidas defendiendo su territorio nacional.
Para el fusilador de La Cabaña, el argentino-cubano invasor Guevara, son los
homenajes, los monumentos y los nombres de calles. Para los que lo combatieron,
el olvido o la repulsa. (El Gobierno argentino, con motivo de los cincuenta
años de la muerte del Che Guevara, lo homenajeará con un sello postal que
llevará su imagen).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
No dejar comentarios anónimos. Gracias!