El
16 de noviembre próximo pasado se cumplieron trece años de la privación de mi
libertad, de esos años once fueron de prisión. preventiva., y hoy ante una
condena a cadena perpetua, la que fue apelada hace dos años, aun esta sin
resolución.
Me
fueron negadas todas la garantías constitucionales, en algún momento hasta me
negaron la atención en el Hospital que correspondía a mi obra social, quedando
durante un tiempo sin cobertura,
teniendo en cuenta mi avanzada edad.
Hace
cinco años como un acto de desahogo, ante el vacío jurídico en el que me encontraba y aun me encuentro, no
hay instancias ni ley que tenga vigencia para nosotros (soy paria humano,
condenado a muerte en un limbo judicial absurdo)
Todo
se nos niega, somos tan malos y crueles que no tenemos ningún derecho, y les
aseguro sin temor a equivocarme que el porcentaje de inocentes que se están
juzgando, si se auditaran los juicios, seria de una magnitud que sería una
vergüenza y bochorno internacional.
Este
año cumplí 82 años; cuando cambio el signo del gobierno hace cuatro años se
abrió un hilo de esperanza, pero en los hechos más que ayudarnos a que se aplicara la verdadera
justicia, nos perjudicaron y la persecución se intensifico, incrementándose en
forma exponencial la cantidad de muertos en cautiverio, por una razón
cronológica, los más jóvenes pasan los 75 años
y hay detenidos de más de noventa años, una verdadera crueldad.
Hoy
las esperanzas se alejan y la desazón es profunda, el plan de nuestro
exterminio, se cumple sin prisa y sin pausa ante la indiferencia de la
ciudadanía y la prensa.
Salvo
nuestras sufridas familias y algunos amigos entrañables cuyas invocaciones son
como predicar a las arenas del desierto, que son quienes nos contienen ante
tanto sufrimiento.
Lo
que escribí hace cinco años (se agrega al final) tiene plena vigencia, solo que
ya es poco el tiempo que me queda y pocas las fuerzas para seguir soportando
tanta injusticia.
Eugenio Bautista Vilardo
CNIM
Preso Politik
DIOS MIO, ¡POR QUÉ ME HAS ABANDONADO! 1
Nuestras
vidas se forman en un continuo dinamismo de hechos y acontecimientos positivos
y negativos, sazonados con los avatares - como dice Ortega y Gasset cuando se
refiere al “hombre y su circunstancia"
- que van poco a poco cincelando
nuestra personalidad, nuestro presente y nuestro futuro.
Las
experiencias del pasado son la carga que nos ayuda a mejorar nuestro
discernimiento.
En
ese transcurrir de acontecimientos, el destino nos coloca a veces ante
encrucijadas que nos obligan a tomar decisiones que desbordan nuestra
experiencia. Otras veces aparecen hechos de suma gravedad que ponen en juego
nuestra existencia misma.
Es
en esos momentos extremos cuando sentimos la presencia de algo superior que nos
impulsa, nos rige y nos protege: la existencia de Dios.
En
los largos años vividos tuve experiencias de alto riesgo que me permiten dar fe
de esa presencia.
En
mi primera infancia, cuando aún no existía la penicilina, una grave neumonía me
puso al borde de la muerte. “Está en las
manos de Dios”, cuenta mi madre que le dijeron los médicos. Y
milagrosamente logré sobreponerme a una enfermedad a la que por aquel entonces
sólo muy pocos sobrevivían.
En
mis años de cadete, en un regreso nocturno de una comisión de servicio, el
micrómnibus que nos transportaba de la capital a Rio Santiago colisionó con un camión que se cruzó en la ruta, a más
de cien kilómetros por hora. El impacto fue brutal, nuestro ómnibus dio tres
vueltas y uno de mis compañeros salió despedido por el parabrisas contra el
camión. Poco antes de que se produjera el infortunado accidente, era yo quien
estaba sentado en el asiento de mi compañero fallecido. Vencido por el sueño,
había decidido pasarme al asiento de atrás para apoyar mis brazos y mi cabeza
en el asiento de adelante.
Mientras
dormitaba, sentí una explosión que me precipitó hacia el asiento de adelante
(lo que me produjo desprendimiento de los cartílagos del esternón) y me hizo
entrar en una especie de torbellino. Todo giraba a mi alrededor en medio de una
densa oscuridad. Los segundos parecían eternos, el silencio era total. De
pronto, avizoré una luz que señalaba la salida del vehículo, transformado ya en
un amasijo de hierros retorcidos. Aún hoy me estremezco al pensar que de no
haber cambiado mi asiento, no sería yo quien cuente hoy la historia. Aún
recuerdo haber sentido su presencia al ver la luz que me sacó de aquel
infierno.
En
otra oportunidad, durante mi viaje de instrucción, me encontraba cumpliendo mi
guardia de ayudante de puente en la zona denominada de los 40 bramadores. Era
la medianoche, el puente estaba iluminado con la mortecina luz roja de rigor. “Cadete, estamos en medio de un pesto
severo”, me indicó el oficial de guardia, “manténgase atento a la proa con el timonel y verifique permanentemente
los partes meteorológicos”. El escenario era dantesco: inmensas olas
encrespadas producían formas fantasmales de espuma y agua, iluminadas aquí y
allá como fotos instantáneas en un océano encabritado. El rumbo establecido
buscaba capear el temporal, pero la proa se sumergía en la ola, cubría el
crucero hasta la segunda torre de artillería y emergía produciendo un cabeceo
espectacular. Los relámpagos iluminaban la oscuridad de alta mar como lúgubres
instantáneas de un escenario estremecedor.
Estábamos
en medio de un ciclón subtropical, una
situación de alto riesgo, pero una extraña sensación de serenidad me acompañaba
en medio de esa ansiosa vigilia. Sentía un cálido abrazo que me daba confianza
en que todo sería controlado. Sentí en ese momento que Dios nos protegía.
Las
contingencias de la vida militar, rica en experiencias y riesgos de todo tipo,
me llevaron a profundizar, Dios mío, acerca de tu existencia. Leí a Nietzsche,
Camus, Becket, para quienes Dios había muerto, o peor, nos había abandonado.
Mi
vocación de servir a la Patria me llevó a ingresar a la Escuela Naval Militar,
con la esperanza de que dicha institución me permitiría cumplir mis jóvenes
anhelos. Salíamos de la dictadura de Perón de los años 40 y 50 con una
población dividida, fruto de años de autoritarismo y alevosas propagandas
fascistas.
Lejos
estaba de imaginar entonces el futuro de discordancias políticas y sociales que
marcarían los años por venir, los enfrentamientos, las puebladas, la influencia
de las ideologías marxistas, el papel activo de las Fuerzas Armadas y la lenta
e inexorable decadencia en la que poco a poco se sumirían nuestro país.
En
mis largos años de servicio a la Patria, recordaré como especialmente
significativas las experiencias que viví cuando fui destinado a la Casa Militar
de la presidencia de la Nación, durante los años 1974 y 1975, oportunidad en
que pude observar de cerca las bondades y miserias del poder.
A
pesar de ser antiperonista y dejando de lado mis convicciones personales, me
esmere en cumplir mis funciones de apoyo al presidente de la Nación en el área
de comunicaciones con eficiencia y lealtad, tal como lo dicta nuestro código de
ética.
El
país era un caos. Las bandas armadas terroristas dominaban las calles, el
terror se expandía en todo el territorio nacional. Recibíamos dramáticos
informes del interior del país: en Tucumán estos grupos tomaban pueblos, izaban
banderas ajenas a la nuestra, instauraban cárceles del pueblo y asesinaban a
los campesinos que no se plegaban a las directivas terroristas.
Las
bombas en las empresas, las explosiones en colegios, los ataques a los
cuarteles, el robo de armas, el asesinato de policías y militares eran moneda
corriente (la muerte de agentes de seguridad era motivo de ascenso dentro del
aparato terrorista). El temor a las incursiones terroristas obligó a fortificar
las entradas de las comisarías y a canjear el alambrado con seto vivo que
rodeaba el perímetro de la residencia presidencial por un muro con cabinas
blindadas.
Los
terroristas se organizaban en células, mimetizados dentro de los grandes
centros urbanos. Se sospechaba de todo el mundo: el vecino podía pertenecer a
una célula, o haber formado una cárcel del pueblo. Las células asesinaban
sindicalistas, secuestraban a empresarios y altos directivos de empresas para
obtener rescates.
El
general Perón, deteriorado por sus problemas de salud, advertía ya con desazón “estos terroristas van a destruir el país,
han iniciado una guerra revolucionaria”. Los funcionarios que merodeaban la
casa Rosada, nos decían con ojos desesperados “¡hagan algo!”. El pueblo pedía la intervención de las FFAA.
Ante
el desborde de las fuerzas de seguridad en la selva tucumana, sobrepasadas por
un tipo de combate para el que no estaban preparadas, se ordenó por decreto la
intervención militar en la lucha antiterrorista.
Siguió
el golpe de marzo de 1976. En la ruleta de distribución de cargos, algunos
fueron convocados a acciones de combate, otros integraron ministerios e
instituciones nacionales, otros se mantuvieron dentro de la institución
militar.
En
mi caso, fui destinado al Ministerio de Relaciones Exteriores, para ocupar un
cargo diplomático para el que ahora reconozco no haber estado preparado pero
que desempeñé de la mejor manera posible.
Todos
sabemos lo que fueron aquellos años de guerra fratricida. Hoy, los terroristas
de antaño manejan los destinos de nuestra patria y han urdido su venganza: más
de 2000 militares, soldados que obedecieron las órdenes que les fueran
impartidas, se encuentran actualmente en cárceles o detenidos, en su gran
mayoría sin pruebas, sin condenas, o con pruebas inventadas.
Dios
mío, hace ya ochos años y medio que me han privado de mi libertad, acusado de
los más horribles crímenes, sin pruebas ni fundamento. Se han ignorado las
pruebas fehacientes que he presentado en mi defensa y con saña miserable y
vengativa, se me ha negado la libertad y la excarcelación que me corresponde
tras largos años sin condena.
Hoy,
como Beckett, en su libro “fin de partida”,
siento que me has abandonado. El silencio de tu vicario en este mundo ha
apagado el vestigio de esperanza que al menos me hubieran procurado unas
palabras de aliento o al menos una bendición, para apaciguar mi espíritu.
Dios
mío, cuánto tiempo ha pasado. Mi condena es ya una condena a muerte, la muerte
lenta e imperceptible que se desliza en cada uno de estos días que se suceden,
inexorables, sin prisa pero también sin pausa.
Mi
vida se va extinguiendo y el hilo de la esperanza se hace cada vez más delgado,
lejos de mis hijos que han emigrado por sentirse discriminados.
Dios
mío, por favor no me abandones. La monotonía de mis días no tiene fin y mis
magras esperanzas se cifran en que ilumines a los jueces para que hagan
justicia verdadera y pongan un término al calvario que estamos atravesando.
Muchos
de mis camaradas ya han encontrado la muerte en las cárceles.
Cuando
le escribí a tu vicario en este mundo implorando su intervención humanitaria,
le advertí que 236 camaradas -muchos de ellos con más de 80 años- ya habían
fallecido lejos de sus seres queridos, sin sentencia y sin haber podido probar
su inocencia.
Seis
meses después, 60 nuevas muertes vienen a engrosar el saldo de esta aberración
jurídica y esta venganza. Hasta la inquisición respetaba a los ancianos.
Dios
mío, que nos has abandonado a nuestra suerte, quiero que sepas que mi muerte
será incompleta. Me fueron cercenados los mejores anhelos de mi vejez, el calor
de mis hijos y nietos lejanos. Cargo con el padecimiento de delitos que no he
cometido. A los jueces digo: sepan que condenan a muerte a un inocente. “CADA
INOCENTE QUE MUERA ENCARCELADO SIN CONDENA POR ESTAS CAUSAS AMAÑADAS SERÁ UN
IGNOMINIA QUE CARGARÁ EN SUS ESPALDAS LA HISTORIA DE LA JUSTICIA ARGENTINA”.
DIOS
MIO a estas alturas de las circunstancias tengo una duda y una seguridad, la
duda es que a pesar de tu abandono, no sé si
en adelante voy a orar por ti pero,
sí tengo la certeza que tú no
rezas por mí.
Eugenio B. Vilardo
Capitán
de Navío (RE) VGM
Preso
Politiko
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