Javier Marías[1]
Los marinos son gente acostumbrada a no moverse de un único espacio al
que acechan peligros y adversidades
En estos tiempos coronarios, los
periodistas se han vuelto hacia los escritores -en particular los novelistas-,
como a gente acostumbrada a largos confinamientos relativos, y de paso les han
preguntado qué
obras recomendarían en las actuales circunstancias. Es verdad: cuando
escribimos una novela, sobre todo si es extensa, pasamos meses y años durante
los cuales buena parte de nuestras jornadas transcurren en soledad, silencio y
considerable quietud. Claro que nuestras cabezas no paran, están en ebullición
también en las horas “libres”: desde un rincón de la mente seguimos rumiando
cómo enfrentarnos a la página o páginas que vendrán. La mayor sensación de
estar recluido, sin embargo, no la he tenido mientras escribía algo propio,
sino cuando traducía, hace ya mucho. Para mí esta actividad desdeñada es tan
creativa como la escritura, y puede que en ella haya alcanzado más altos
niveles de concentración, y acaso de satisfacción. Cuando uno inventa, tiene a
mano todas las posibilidades y toma todas las decisiones. Cada hoja está en
blanco, y en ocasiones uno no sabe cómo continuar: se detiene, vacila, piensa,
incluso remolonea, esa página nunca nos mete prisa. En una traducción, en
cambio, cada página está llena de lo que otro, a menudo mejor, concibió en otra
lengua; sabemos desde el primer momento cuál es la extensión del libro, y en
cierto sentido nos apremia a ocuparnos de él, a reescribirlo en nuestro idioma
y posibilitar que muchos más lo puedan disfrutar. Yo traduje obras de los
siglos XVII y XVIII, y pensaba que ya habían esperado bastante para llegar al
lector en español. Quizá el contento por acabarlas de manera digna, de
proporcionarles una versión aceptable en mi lengua, que no desmereciera
demasiado de la original, ha sido mayor que el procurado por la conclusión de
cualquier novela mía. Sobre éstas no puedo juzgar; sobre el resultado de una
traducción, bastante más, porque conozco el modelo con el que se debe comparar.
Nadie en mi país me ha preguntado
por los libros que recomendaría ahora, pero sí en Francia y en Grecia, y allí
he respondido que desde luego no La
peste ni La montaña mágica ni Los novios de Manzoni ni a Defoe ni
siquiera el Decamerón -muy
aconsejados por otros colegas-, porque, por uno u otro concepto, nos remiten a
la situación real, y ya tenemos suficiente con esta realidad monotemática. Me
he inclinado por dos obras que traduje hace largo tiempo y que me “confinaron” del modo descrito. Una es
una de las mejores de Joseph
Conrad -lo cual es como decir de la historia de la literatura- y no es una
novela, sino sus recuerdos y reflexiones sobre la vida marinera que llevó antes
de atreverse a empuñar la pluma. El
espejo del mar, de 1906, lo paladean enormemente los aficionados a navegar,
pero creo que también cualquiera que jamás haya zarpado en una embarcación. Y
encierra enseñanzas sobre cómo sobrellevar los prolongados encierros en los
veleros decimonónicos: los marinos sí que son gente acostumbrada a no moverse
de un único espacio al que acechan peligros y adversidades.
El confinamiento me pilló lejos de
mi biblioteca y de ese volumen, así que a franceses y griegos fui incapaz de
brindarles una cita literal. Recurrí a la memoria y les ofrecí una
reelaboración: “Lo que salva al marino
cuando se embarca”, parafraseé, “y
sabe que no retornará al puerto de partida durante un año o dos, es la rutina,
la bendita rutina. Al cabo de unos días de desconcierto y oscuridad del ánimo,
el marino sabe lo que le toca hacer cada jornada, aunque sea siempre igual, y
lo hace como si eso fuera lo más importante del mundo o lo único, y tener esa
tarea por delante lo salva de la soledad, el encierro, los pensamientos
sombríos y la desesperación que intermitentemente lo volverá a asaltar”.
Más tarde he buscado en Internet, y he dado con unos párrafos de mi traducción
que no sé si son otros que el que yo reelaboré. Dice Conrad en ese texto: “Algunos capitanes de barco marcan su
partida de la costa nativa contristados, con un espíritu de pesar y
descontento. Tienen mujer, tal vez hijos, alguna querencia en todo caso, o
quizá solamente algún vicio predilecto que debe dejarse atrás durante un año o
más … La rutina del barco es una medicina excelente para los corazones dolidos
y también para las cabezas doloridas; yo la he visto calmar a los espíritus más
turbulentos. Hay salud en ella, y paz, y satisfacción por la ronda cumplida,
porque cada día de la vida del barco parece cerrar un círculo dentro de la
inmensa esfera del horizonte marino. La majestuosa monotonía del mar le presta
su similitud y con ella una cierta dignidad … En ningún sitio se sumergen en el
pasado los días, las semanas y los meses más rápidamente que en el mar. Parecen
quedar atrás con tanta facilidad como las ligeras burbujas de aire en los
remolinos de la estela del barco, y desaparecer en un gran silencio por el que
el navío avanza con una especie de efecto mágico”. Muchos no tienen hoy
tareas con las que engañar al tiempo, pero siempre se pueden inventar, las que
sean, y aplicarse a ellas como si fueran lo más importante del mundo, o lo
único que cabe en él, confiando en que la mayoría volveremos al puerto de
partida, alguna vez.
[1] Javier
Marías. (Madrid, 1951)
Escritor español. Hijo del filósofo Julián Marías, se licenció en filosofía y
letras; durante dos años llevó a cabo su actividad docente como profesor de
literatura española en la Universidad de Oxford y en el Wellesley College
(Massachusetts).
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