POR HUGO ESTEVA
Uno tras otro, los papelones del
presidente Fernández dan vergüenza ajena. Atribuir erróneamente los
guardapolvos blancos a Sarmiento podría ser una tolerable equivocación. Pero
cuando se la expresa frente al primer mandatario de otro país, da una idea de
la grave, culpable superficialidad del nuestro. Y deja en claro, para propios y
ajenos, una grave sospecha sobre la condición de “chanta”. Lo que no es una
casualidad, es una consecuencia. Consecuencia del sistema político que va
licuando a nuestra patria.
Cuando Fernández dice y se
desdice sin ponerse colorado no hace sino demostrar que él -con más o menos
entidad- es otro entre los propagandistas y propaladores de la Revolución.
Revolución que es una mentira. Como la que los soviéticos hicieron sufrir a los
rusos y sus próximos durante casi un siglo de crueldad. Como la que va
sucediendo al comunismo en Occidente bajo el seudónimo de progresismo LGTB.
Como la que se apresura a arrasar en Estados Unidos bajo Biden.
Mentira que es la contracara de
la Verdad evangélica, como es la contracara manifiesta de la vida empujando
hasta el asesinato a través del aborto y a la eutanasia. Y que va vaciando
todo, como ha hecho con la Constitución Nacional al amputarle su fundamento en
la sacralidad de la vida.
Es bien sabido que esa mentira
tiene una forma política que la sostiene desde antes de la Revolución Francesa
y se plasmó con ella, cuando supone que la de la mayoría es la razón suprema. Y
tal aserto, que ha dominado el andar de Occidente desde entonces, lo ve hoy
derrumbarse inerme. Porque Occidente está gravemente herido desde el
punto de vista político, económico y hasta demográfico, dado que está
profundamente desnutrido desde el punto de vista espiritual.
En nuestro país esa mentira se
encarna, en política, dentro del actual sistema de partidos, perfeccionado en
su nefasto carácter desde la reforma constitucional de 1994 que los instituyó
como única forma de representación. Por eso, y aunque sería más que deseable
que la oposición derrumbara al gobierno en las próximas elecciones, nadie puede
hacerse ilusiones de que el destino de la nación cambie si no cambia el sistema
político. Se seguirá eligiendo a señores sólo conocidos inicialmente en sus
comités y promovidos desde la televisión de uno u otro color. Nada genuino.
El sistema entero debe darse
vuelta como un guante si se quiere construir una verdadera república
representativa. Y para eso -aunque la idea sea combatida por una férrea campaña
de silencio tanto mediática como cultural- es preciso que la ciudadanía elija a
quienes conoce porque están próximos. Y que esos representantes -lleguen luego
al nivel que lleguen- sólo puedan ser reelegidos por sus vecinos, pasados los
plazos saludables correspondientes. Es decir, deberíamos votar sólo el nivel de
concejales con candidatos provenientes de partidos o, sencillamente, de la propuesta
de un determinado número de sus vecinos. Elegidos después entre sí, de manera
ascendente, surgirían los demás cargos ejecutivos y legislativos. La reelección
inmediata tendría que estar prohibida y los plazos de los mandatos deberían
alargarse de modo que pudieran ser fructíferos en obras y no se viviese este
permanente carnaval electoral. La Justicia, por supuesto, lejos de todo esto,
independiente de verdad.
Es obvio: habrían de ser los
especialistas (no tipo los expertos en pandemias, claro) quienes
establecieran los detalles que permitiesen mantener un sistema así dentro de
mínimos riesgos de contaminación. Pero está claro a primera vista que se
trataría de un modo más genuino y menos atacable por los grandes intereses que
hoy dominan los medios y, a través de ellos, avasallan la cultura.
El hombre real
Lo que se propone no pretende
reeditar un paraíso terrenal como dibujó el racionalismo de los últimos tres
siglos. Pero sí basarse en el hombre real y cortar el camino a quienes
anteponen su teórica revolución a la verdad, a través de un sistema
centralizador, tiránico y asfixiante para la iniciativa individual. Cortar
concretamente el camino a los propulsores de la mentira. Y eso, que por
supuesto implica mucho más que mejorar un sistema electoral, debe hacerse ya.
Porque el acierto y el error, la verdad y la mentira no son líneas paralelas,
sino que van separándose progresivamente como los lados de un ángulo y se
alejan de modo que cada vez es más amplio el salto necesario si se quiere
volver de la equivocación. Mejor dicho, se hace preciso volver al punto de
origen.
Casi unánimemente participa Occidente de esta caída
largamente prevista. En nuestro caso está representada cabalmente por la cabeza
del gobierno. Una cabeza dependiente en lo personal y en lo general. Cada día
más visiblemente atacada por la obesidad angurrienta de la política. Progresiva
y progresista infiltración mórbida de lípidos inútiles.
FUENTE: http://www.laprensa.com.ar/498537-Ante-la-mentira-como-institucion.note.aspx
Parece muy sencillo y saludable. Podría formar parte del programa de los partido que forman los hombres honestos como Gómez Centurión.
ResponderBorrarParece muy sencillo y saludable. Podría formar parte del programa de los partido que forman los hombres honestos como Gómez Centurión.
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