jueves, 20 de junio de 2013

EL LEGADO DEL GENERAL JORGE RAFAEL VIDELA PARA LA HISTORIA

por Ricardo Angoso

Se ha querido meter en el mismo saco a todos los militares y responsables políticos de la etapa que se conoce en la Argentina como el Periodo de Reorganización Nacional (PRN), más conocido por la canalla marxista como la abominable dictadura militar que salvo a este país de la guerra civil y que se inició con la intervención de las Fuerzas Armadas argentinas el 24 de marzo de 1976, eso sí, bien jaleada y aplaudida por la sociedad civil; desde el Partido Comunista hasta la Iglesia católica recibieron con un sonoro aplauso aquel golpe de Estado.

Pero ahora, una vez muerto (o asesinado) y supuestamente enterrado el general Jorge Rafael Videla, que en la paz de Dios descanse, se pueden hablar de estas cosas con una mayor libertad. Se puede escribir de este asunto sin que se te eche encima la jauría progresista de Página 12, los escribidores a sueldo del kirchnerismo, los detractores de la verdad de medio mundo y, en definitiva, los tontos útiles que colaboran con la causa criminal en este planeta para mayor gloria y regocijo de los popes del comunismo internacional hasta el día de su juicio final o que acaben, como tantos rojos, pudriéndose de frío en un gulag siberiano o recogiendo arroz en un campo de reeducación en la Camboya de los Pol Pot y compañía.

Porque comparar a Videla, por ejemplo, con el almirante Eduardo Massera, uno de los integrantes de la primera junta militar constituida en marzo de 1976, es un sacrilegio, cuando no un disparate o una burda venganza contra el veterano militar. Videla era la antítesis de Massera, en todos los sentidos. Nunca tuvo veleidades políticas, pues se consideraba un hombre que estaba transitoriamente sirviendo a su pueblo, tampoco se enriqueció y cuando abandonó el poder se fue como vino: sin nada de nada. Y finalmente Videla fue, ante todo, un militar que sentía que tenía una obligación moral con el país y no un vulgar oportunista, como Massera, que utilizó el PRN como un trampolín provisional para más tarde alcanzar el poder absoluto, algo que no logró porque fue a parar con sus ilustres huesos a las democráticas mazmorras de Alfonsín.

Resultará muy difícil, tendrán que pasar muchas décadas, para que en Argentina se pueda hablar con libertad y respeto acerca de los acontecimientos -y los protagonistas de los mismos- que acontecieron desde la muerte de Juan Domingo Perón hasta la caída del régimen militar allá por el año 1983, también de lo que ocurrió antes, sobre todo tras la "avalancha" terrorista provocada por la extrema izquierda a raíz de la revolución cubana.


Estos extremistas de izquierda, considerados casi unos héroes por el oficialismo, son los hijos y nietos de las Madres y las Abuelas de la Plaza de Mayo, respectivamente. Asesinos natos que secuestraron, encarcelaron, torturaron y mataron a militares nobles y honestos como Argentino del Valle Larraburre, que tras pasar 372 días en una "cárcel del pueblo" del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) apareció asesinado vilmente en un descampado un 19 de agosto de 1975. O como el general y ex presidente Pedro Eugenio Aramburu, secuestrado también, en este caso por los Montoneros, y ejecutado en 1970 sin contemplaciones ni piedad por una de las organizaciones criminales más violenta de todo el continente. Desgraciadamente, en esa Argentina de aquellos años, pese a que las nuevas generaciones lo desconozcan, se mataba mucho, y casi siempre lo hacían los mismos: los marxistas irredentos.

Antes de que se iniciase el PRN puesto en marcha por Videla y otros militares cansados del rumbo que tomaba el país, sobre todo durante el caótico mandato de María Estela Martínez de Perón, más conocida como Isabelita, más de ocho centenares de civiles, militares, policías, empresarios, estudiantes, incluso bebés y un sinfín de otras categorías fueron asesinados por estas bandas criminales, pero sobre todo entre las que destacaban el ya citado ERP y los Montoneros. El país estaba al borde de la guerra civil y Videla puso fin a ese período anárquico que amenazaba con llevar a la nación argentina a su propia autodestrucción.

En 1978, por mucho que les moleste a algunos, la subversión terrorista había sido vencida, apenas se perpetraban atentados en las ciudades argentinas, los Montoneros estaban al borde de la extenuación y el PRN había cumplido sus objetivos, como reconocería Videla más tarde, pero no supo concretar su agenda política de futuro. Esa falta de concreción estratégica llevó al desastre de la precipitada invasión de las islas Malvinas, ya de la mano de ese viejo general ebrio de gloria y de otras cosas que era Leopoldo Fortunato Galtieri, y después a la derrota a manos de los ingleses. Pero esa es otra historia para otro momento.

Llegaron las elecciones, ganó Raúl Alfonsín y comenzaron los primeros juicios contra los militares que habían participado en las Juntas Militares del PRN. Videla mantuvo una actitud ejemplar, asumió todas las responsabilidades sin coartadas y sin culpar a sus subordinados y contó, al que quisiera oír, la crónica desgarrada de aquellos años. No negó nada, ni siquiera que quizá hubo desmanes y algunas tropelías. ¿Pero qué régimen político es perfecto? ¿No tiene acaso la democracia norteamericana su Guantánamo? ¿No han tenido casi todas las democracias del mundo su guerra sucia contra el terrorismo? Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Hasta la demócrata Margaret Thatcher llegó a asumir el asesinato político de tres integrantes del IRA y tuvo la dignidad de reconocer su responsabilidad con esa famosa frase de "he sido yo".

INTOLERANCIA ROJA HASTA EL FINAL

Videla se nos ha ido, envuelto en la controversia y las palabras gruesas y burdas de una izquierda que nunca perdona, que no reconoce sus errores y sus actos criminales, pero Argentina está muy lejos de la necesaria y redentora catarsis colectiva que permite a un cuerpo la expulsión espontánea de las sustancias nocivas de su organismo o la eliminación de los recuerdos que perturban el equilibrio nervioso de una nación. Ni siquiera le quisieron dar sepultura en su pueblo, la progresía montó el circo mediático y el show televisivo, manifestaciones incluidas con los terroristas abatidos en combate, fue puesto en escena de una forma impecable.

En definitiva, el aquelarre rojo visto en los días posteriores a la muerte (u homicidio, quien sabe) de Videla tenía mucho que ver con una demostración de victoria, con una suerte de histeria nacional a medio camino entre la vendetta y la exorcización colectiva ante el sentimiento de culpa por no haber hecho nada en su momento, por haber sido unos cobardes e incluso por haber apoyado en 1974, como hicieron los comunistas, a Videla. Había que conjurar, en ese acto, a los fantasmas del pasado, que siempre vuelven, y que no son más que el miedo, el crimen por la espalda, la pusilanimidad, el disparo en la nunca de Aramburu, la impunidad reinante en la Argentina ante los actos cometidos por los terroristas y la ignominia.

Bien puede esta izquierda rastrera y miserable librar una batalla indigna y deshonrosa con un muerto, allá ellos con sus miserias y existencia cutre, pero más les habría valido haber tenido la decencia -una demanda metafísica viniendo de semejantes adversarios- de abrir en la sociedad argentina el necesario debate justo, sosegado, sincero, objetivo y reflexivo acerca de lo que realmente aconteció en esa época turbulenta.

Pero, nuevamente, nos encontramos con un muro: el de la tolerancia, la que ellos tanto demandan cuando están en las cavernas de la oposición, pero que no la practican desde el poder. Son más reaccionarios que nadie, unos auténticos fundamentalistas. Termino estas palabras con  la opinión de un santo progre, el escritor Ernesto Sábato,  quien llegó a decir del general Videla en el año 1978: "El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresiono la amplitud de criterio y la cultura del presidente". Descanse en paz, general Videla, la historia le juzgará.

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