POR NORMA MORANDINI
Para la autora, sólo la autoridad
de Bergoglio “puede instar a la auténtica reconciliación argentina”.
Estimado Francisco ¿Qué vocativo usar para hacer de esta carta una auténtica epístola? ¿Papa Francisco? ¿Santo Padre? Simplemente Francisco: Acorde a la sencillez que trasmite el nombre que eligió para su papado y predispone a la comunicación sincera de compatriotas que han compartido cielo y geografía.
Como usted, nací en el hogar de
un ferroviario. En la juventud, en cambio, los ideologizados años setenta me
alejaron de la Iglesia. Aletargaron en mí la belleza oculta en las enseñanzas de Cristo, el amor al
otro, al cualquiera, en las que encontré sustento cuando aquella soberbia generacional hizo de la violencia política el
mayor desencuentro de nuestro tiempo.
Mis dos hermanos menores, Néstor y Cristina, están desaparecidos. Tengo una madre de pañuelo blanco, años de denunciar las torturas, secuestros
y asesinatos que me hicieron abrazar la causa de los derechos humanos y, por
eso, recuperar lo que había perdido: el cristianismo escondido en esa visión
que hace de la dignidad humana la condición única para portar derechos. Solo si se concibe a la vida como sagrada
podremos entender que los argentinos caímos a la instancia más baja a la que
llegan los pueblos cuando la violencia se enseñoreó, un muerto se vengó con
otro cadáver y hasta la Biblia se manchó con sangre.
Tal vez porque el totalitarismo
es más un fenómeno filosófico que político, llevo años preguntándome en qué momento los argentinos vamos a
reconciliar lo que fue violado, la vida misma.
Aprendí con las tragedias ajenas que la pacificación no puede reducirse
al contrato jurídico si antes no existe un contrato sagrado. Por eso vivo
como providencial que un hijo de esta tierra sea hoy la máxima autoridad de la
Iglesia católica.
Ya que entre nosotros no
surgieron líderes espirituales como Mandela
o el obispo Tutu, sólo usted, con la autoridad que le da ser el papa
Francisco, puede instarnos a la auténtica reconciliación. Usted podrá
hablar del perdón. No el que cancela lo que sucedió sino el que nos permita
recomenzar libres de nuestras faltas. Usted podrá apelar a la unión de lo que
vive separado sin tener que explicar que cuando se habla de perdón no se está
hablando de amnistía o indultos jurídicos porque lo único que es imperdonable
es el crimen. No el perdón que cancela a la justicia, sino a nosotros mismos
por haber permitido que se cometieran crímenes horrendos contra nuestros
hermanos. Un perdón que al perdonarnos
puede restituir la confianza, exorcizar los fantasmas que pueblan y amedrentan
aún hoy el espacio en el que vivimos la vida con los otros, la política.
Hoy que ocupo una de las bancas
del Senado y escucho cómo utilizamos el pasado para invalidarnos o amenazarnos,
cómo profanamos a nuestros muertos, a los que no vimos morir y por eso el
efecto de esas muertes se perpetúa en el tiempo. Y, lo que es más doloroso, cómo utilizamos a los derechos humanos que
son universales, tal cual la Iglesia, para hacer política.
Ernst Jünger |
Reconozco lo que describió el filósofo alemán Ernst Jünger sobre la
paz que debió construirse después de la Segunda Guerra Mundial: una
pacificación que trascendió a la política porque dependió de poderes benéficos,
espirituales. El escribió: “Esa paz se
regirá, hablando lógicamente, por principios, y hablando teológicamente, por
palabras de salvación”.
¿Quién si no usted podrá
recordarnos que en cada sufrimiento pasado o en cada ofensa presente, en
realidad, estamos violando lo que tenemos de sagrado, la vida y la identidad
colectiva que solo se expande cuando vivimos en libertad, sin miedos?
Vecinos emocionados por la elección de Francisco |
Por eso, la tarde en la que las
radios confirmaron que el nombre del nuevo papa era el suyo, me encontré en la calle abrazada a personas
a las que no conocía. Y sin embargo, por ese misterio de la pertenencia,
fuimos comunidad en la fugacidad de la noticia. No había en esa emoción
compartida el chauvinismo nacionalista de ver a un argentino en los titulares
del mundo. Había mucho más que eso:
había esperanza de que los argentinos podamos volver a mirarnos sin
desconfianzas, como hermanos.
Y ya que cometí la imprudencia de
la desmesura, permítame un pedido más pedestre: que el patrimonio jesuítico que
abunda en mi provincia, Córdoba, no desaparezca debajo de las piquetas de la
corrupción. En esas edificaciones se asienta parte de nuestra identidad
cultural, la que permitió que quinientos años después aparezca un papa jesuita
que eligió llamarse como el santo de
Asís.
NOTA: Las imágenes y negritas no corresponden a la nota
original.