Por Luis Alberto Romero
Una de las fracturas es política; la otra es social.
Cada una, a su modo, es un desafío para quienes se hagan
cargo del gobierno en 2015
La Argentina es hoy un país atravesado por dos brechas tan
profundas como diferentes. Una es política e ideológica; la otra es social. No
coinciden ni se superponen. Cada una, a su modo, representa un problema para
quienes se hagan cargo del gobierno en 2015, quizá no el más urgente, pero sí
uno de los más importantes.
La brecha político-ideológica no es nueva. Desde principios
del siglo XX, con otro país y otra sociedad, se formó un patrón de convivencia
política dominado por el faccionalismo y la denegación recíproca de
legitimidad. Su origen se halla en la idea de la unidad del pueblo y la nación,
amenazados por la conspiración de elementos ajenos, como la antipatria o la
oligarquía. Tal idea, asumida sucesivamente por el yrigoyenismo y el peronismo,
arraigó en experiencias sociales profundas, propias de una sociedad
inmigratoria y con fuerte movilidad, de identidad inestable y conflictiva. Los
excluidos generaron sus propios argumentos de recusación y la política se
desarrolló hasta 1983 en ese contexto faccioso y conflictivo.
En 1983 pareció que se daba vuelta la página. La civilidad
se unió alrededor de los derechos humanos y la democracia. La pluralidad fue
valorada, aunque ya una cierta intolerancia se insinuó en el campo de los
derechos humanos. Luego, mientras la decepción fue restando a la democracia su
capacidad aglutinante, los protagonistas o herederos de los setenta abandonaron
el lugar de "víctimas
inocentes" y reivindicaron sus antiguas luchas y métodos. Se produjo
entonces una asombrosa confluencia entre la reivindicación extrema de los
derechos humanos y la de la lucha armada. Un compuesto político-ideológico
-cabalmente expresado por Hebe de
Bonafini- que, más allá de su íntima
contradicción, tuvo enorme potencia para erosionar los valores del pluralismo y
restablecer la brecha.
Este motivo ideológico se expandió en los noventa, en un
debate fluido y abierto, mezclado con los reclamos por la democracia
republicana y social que generó el menemismo. El kirchnerismo integró estos
variados elementos -el progresismo, el setentismo y los derechos humanos-
dentro de la antigua matriz peronista de la unidad del pueblo y la exclusión. El enemigo, definido de manera genérica,
fueron los militares, el campo, Clarín o los jueces, de acuerdo con la
coyuntura política y con las diferentes sensibilidades de los seguidores. A
diferencia del peronismo original y de los setenta, hubo poca sinceridad y un
uso instrumental, casi hipócrita, del discurso. El gobierno machacó empeñosamente y logró reconstruir la brecha
política. Muchos se sintieron más cómodos con ella que con el pluralismo de
1983.
Los opositores
tuvieron un papel más pasivo: recibieron los cachetazos sin estar
convencidos de que debían devolverlos, porque les preocupaba la
institucionalidad y porque se enredaron en las meritorias formas externas del
discurso oficial. Pero no pudieron evitar el lugar en que los colocó el
Gobierno. De ese lado hubo poca argumentación eficaz, y el vacío se llenó con
descalificación personal, más bien mezquina. Una buena parte de la gente común
contempla hoy, sin entender demasiado, el feroz enfrentamiento de dos grupos
más apasionados que razonantes, encastillados en sus argumentos, que no
encuentran terreno común para dialogar y que ni siquiera coinciden en los
hechos y los datos sobre los que discutir.
La segunda brecha divide en dos a la sociedad: la parte
normalizada o establecida y el mundo de la pobreza. Se trata de un fenómeno
relativamente nuevo: antes de los años setenta la Argentina tuvo pobres y "villas miseria", pero no un mundo de la pobreza. Éste se
formó desde fines de los setenta, por el desempleo -fruto de la apertura
económica y las privatizaciones- y por la deserción del Estado. Viene creciendo
de manera sostenida, hasta incluir una cuarta parte de la población, o quizás
un tercio. Entre diez y doce millones de argentinos están privados de lo que
nuestra sociedad y nuestra época han llegado a considerar lo mínimo de una
existencia digna.
En estas cuatro décadas, la sociedad argentina se polarizó y
se segmentó. A una parte no menor le va muy bien. Otra parte -las "clases medias" y los
trabajadores formalizados- logra con dificultad mantener lo que antes se
llamaba la "decencia": la
vivienda, el trabajo, la confianza en la educación, la expectativa de que los
hijos estén mejor. También una cierta confianza en que el mejoramiento
individual guarda alguna relación con el interés general. El mundo de la
pobreza también tiene solidez e identidad, y una fuerte capacidad para
reproducirse. Se ha consolidado un tipo de sociabilidad comunitaria, una forma
de entender la vida y un conjunto de valores y expectativas singulares, que ya
no dependen de la falta de empleo. Ni el trabajo estable ni la educación ocupan
un lugar central, y la ley tiene una significación relativa. Pero, en cambio,
son sólidas las jefaturas personales, de referentes o de "porongas".
Son dos partes diferentes, pero con muchas relaciones. Hay
nexos positivos, como el Estado, que llega cuando hay que apagar un incendio, o
las organizaciones voluntarias, que articulan redes solidarias. Pero los nexos
negativos son más fuertes: las organizaciones delictivas, el narcotráfico y
hasta la policía, ubicada a ambos lados de la ley. La Salada, importante para
la subsistencia de los pobres, constituye en el fondo un formidable mecanismo
de explotación. Finalmente la política,
enganchada con el poder público, ha montado un sistema para traducir la ayuda
estatal en apoyo político y votos.
Los que hablan por los pobres son pocos. Los sindicatos
tienen su base en los trabajadores formales. Muchas organizaciones sociales se
han integrado a la maquinaria del gobierno, y sus dirigentes medraron.
Perdieron fuerza las organizaciones piqueteras más radicales, que en su momento
impulsaron su autoorganización. Sólo
sigue siendo efectivo el recurso de irrumpir en el mundo de la sociedad
establecida para recordar su existencia, con piquetes o con la cotidiana ocupación
de las calles. Suficiente para la dádiva, pero insuficiente para generar
políticas más consistentes.
La brecha política y
la brecha social son intolerables, pero diferentes. La primera envenena la convivencia y obstaculiza la reflexión
colectiva. La segunda constituye un problema estatal y sobre todo un desafío
ético. Hay pocas relaciones entre ambas. La protesta de los pobres carece
de la fibra ideológica y política que movilizaba a villeros y trabajadores en
los setenta, y también del sentimiento que en su tiempo suscitaron Perón y Evita. Con los Kirchner
hay más cálculo que pasión, y muy poco amor. En cambio, hay pasión entre
quienes se alinean ideológicamente con el Gobierno, pero sus ideales no pasan
particularmente por los pobres. No se parecen a los jacobinos de la Revolución
Francesa, que honraban la igualdad del pueblo, sino a los de Napoleón, que encontraron en el
discurso jacobino un instrumento eficaz para el mejoramiento personal.
Son problemas que requieren políticas distintas. En el caso
de la brecha ideológica, poco puede hacerse con este gobierno. Cuando cambie, habrá que tener bien
presente la nefasta experiencia de 1955 y evitarla. El pluralismo y la
convivencia -que parecen cuadrar poco con nuestro ADN cultural- deben volver a
ser, como en 1983, un principio básico, y habrá
que hacer todo lo necesario para que quienes hoy están en costados distintos de
la brecha vuelvan a convivir en armonía. Aunque no sea apasionante, es un
objetivo razonable.
Cerrar la brecha
social, en cambio, es una tarea de largo plazo, más bien un horizonte, de esos
que ayudan a caminar. A las dificultades específicas hay que sumar la
previsible resistencia de todos los que se benefician con la pobreza,
incluyendo políticos tentados con heredar el sistema. traducir la ayuda estatal en apoyo político y votos. Sobre todo, es la tarea del Estado. Un
Estado que hoy está hecho jirones y que, simultáneamente, debemos empezar a
recomponer.
NOTA: Las
imágenes y noticias no corresponden a la nota original.
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