Por Ceferino Reato[1]
Cuando fue publicada
la edición original de Disposición final, en 2012, un nutrido batallón de
políticos, defensores de los derechos humanos, historiadores y periodistas
kirchneristas intentó convertirlo en un libro maldito; un colega lo criticó con
dureza luego de señalar que no tenía ningún interés en leerlo. ¿Cómo se puede
criticar un libro sin leerlo?
Ahora, a 40 años del
golpe de Estado, la edición definitiva de este libro muestra la importancia de
que el ex general Jorge Rafael Videla no se haya muerto sin confesar cómo fue
su dictadura y, en especial, qué pasó con los miles de desaparecidos.
Es un documento
histórico porque en 2013 Videla murió y ningún otro periodista argentino pudo
entrevistarlo. Fueron más de veinte horas de preguntas y respuestas en la
cárcel, cara a cara. Junto con testimonios de militares, guerrilleros,
políticos, empresarios y sindicalistas, las declaraciones de Videla permiten
reconstruir también el contexto de violencia y lucha por el poder en el que su
dictadura surgió y se mantuvo.
Más allá de las
críticas militantes, el libro fue anexado rápidamente en distintos juicios por
violaciones a los derechos humanos como prueba de la existencia de un plan para
matar y hacer desaparecer los cuerpos de miles de detenidos.
Es que Videla admite
por primera vez que "había que
eliminar a un número grande de personas para ganar la guerra contra la
subversión".
Tanto fue así que
apenas cuatro días después de la publicación de Disposición final, el 17 de
abril de 2012, fui llamado a declarar como testigo ante la justicia federal de
San Martín, en el Gran Buenos Aires, que investigaba la desaparición del cuerpo
de Mario Roberto Santucho, jefe del Ejército Revolucionario del Pueblo.
A continuación, la
justicia federal de San Martín ordenó el allanamiento -por primera vez en casi
30 años- de las viviendas de Videla y de los generales Albano Harguindeguy y
Santiago Riveros, e interrogó al ex dictador, quien ratificó sus declaraciones.
Pero el kirchnerismo
había construido una visión tan binaria, tan maniquea, de la violencia política
en los años 70 que no soportaba ningún corrimiento de su teoría de ángeles y
demonios.
Por ejemplo, Videla
afirmó que los jefes militares llegaron al golpe de hace 40 años convencidos de
que "7000 u 8000 personas debían
morir para ganar la guerra contra las subversión". Una verdadera
matanza. Sin embargo, Cristina Kirchner, sus partidarios y las organizaciones
de derechos humanos no podían admitir públicamente un número inferior a los
30.000 detenidos desaparecidos. Todos ellos saben que ese número es falso, pero
lo han transformado en una bandera política que no se atreven a arriar porque
temen que también se vengan abajo otros tramos del relato.
Además, la admisión
de Videla de que la dictadura apeló a las desapariciones para evitar que la
gente supiera qué estaba sucediendo y "no
provocar protestas" liberaba a los ciudadanos de la culpa que muchos
podían sentir por no haber reaccionado a tiempo frente a tanto salvajismo. El
kirchnerismo, con el desparpajo que lo caracteriza, solía utilizar esa "mala conciencia" con fines
extorsivos o de castigo, como cuando fue derrotado en las elecciones
legislativas de 2009 y sus voceros salieron a acusar a las clases medias de
haber respaldado la represión ilegal.
De acuerdo con el
kirchnerismo, la reconstrucción de los años 70 debe hacerse sólo con los
relatos de las víctimas de la dictadura y de sus parientes, amigos y compañeros
o camaradas políticos. El objetivo es la memoria, con su frecuente ilusión
maniquea de la división entre buenos y malos, pero no la historia, que busca la
verdad, como explica el semiólogo, filósofo e historiador búlgaro-francés
Tzvetan Todorov.
Por ese motivo, no
pueden admitir la más mínima mención a la violencia de las guerrillas, en
especial los secuestros, las bombas y los asesinatos previos al golpe de Estado
de hace 40 años, que contribuyeron a que muchos argentinos recibieran con
alivio a los militares. Más aún: los insurgentes -que no defendían la
democracia ni los derechos humanos- también jugaron al golpe de Videla y
compañía, como lo prueban documentos de la época.
En un libro sobre el
pasado, el contexto es ineludible. Marx dice en El dieciocho brumario de Luis
Bonaparte que un golpe de Estado no puede ser considerado como "un rayo caído desde un cielo
sereno". Hay que analizar también el cielo, es decir, las
circunstancias y condiciones en las que los hombres hacen su propia historia.
En el poder, el
kirchnerismo recortaba del contexto sólo lo que le convenía según sus peleas
del momento. Una visión de corto plazo que logró cooptar a tantos dirigentes de
los derechos humanos.
Durante esos años,
vivimos el tiempo de la memoria. Deberíamos pasar al tiempo de la historia.
Mientras la memoria refleja las vivencias de un grupo y puede favorecer sus
intereses particulares, la historia interpela a los diversos grupos que forman
parte de la sociedad.
La historia -también
el periodismo que investiga el pasado reciente- intenta establecer los hechos
con precisión. Mantiene una relación de tensión con el poder político de turno
pero es la única manera que se conoce de digerir bien un pasado tan doloroso.
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