@ricardoangoso
El próximo 2 de
octubre los colombianos han sido llamados para votar acerca de lo acordado en
La Habana entre el ejecutivo que preside Juan Manuel Santos y la organización
terrorista Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Sin necesidad de
ser un avezado analista, el presidente Santos conseguirá un resultado
afirmativo a su propuesta de acuerdo con los antiguos guerrilleros y, en
resumidas cuentas, la guerra que ya duraba más de medio siglo habrá terminado.
Con todos los medios
a su favor, sin apenas disidencia política y en un país controlado de una forma
férrea por un establecimiento que tradicionalmente apoya al gobierno de turno
que en su momento situó en el vértice del sistema, nada induce a pensar que
vaya a ver contratiempos y alguien vaya a aguar la fiesta a Santos. Tan sólo
el expresidente Alvaro Uribe, que lidera
el Centro Democrático, ha llamado al voto negativo y sus seguidores siguen siendo
la masa crítica más visible hacia el proceso de paz y los resultados obtenidos
por el mismo.
Pese a que Uribe
sigue teniendo su "tropa",
algo más del veinte por ciento en las últimas legislativas, no parece que el
voto negativo vaya a ser determinante en la consulta y todas las encuestas
señalan que lo tendrá realmente difícil para superar al voto afirmativo;
incluso se habla de una diferencia de tres a uno a favor del presidente Santos.
Uribe, que cultiva el hiperliderazgo activo y el caudillismo más ramplón, no ha
logrado consolidar una verdadera opción de gobierno que sea alternativa, su
partido carece de líderes verdaderamente identificables por los ciudadanos y
muchos de los que le acompañaron pagan
penas de cárcel por sucesos acaecidos durante su mandato o están en búsqueda y
captura por la justicia colombiana.
El 26 de septiembre
se firmará en Cartagena de Indias el acuerdo definitivo entre el gobierno
colombiano y las FARC, para gran satisfacción de la izquierda, el bloque
político que apoya a Santos -conservadores, liberales, verdes y otros grupos- y
la mayor parte de los medios de comunicación que han estado apoyando el proceso
de una forma descarada y nada sutil. Así las cosas, y reinando la unanimidad,
comienza una nueva era plagada de retos, incertidumbres y dudas, a pesar de que
en los últimos años se han ido despejando muchos aspectos poco claros, como las
actividad ilícita del narcotráfico por parte de las FARC, y la representación
política de los antiguos terroristas, asunto ya resuelto con su futura
presencia en las instituciones a través de lo acordado.
¿EL
FIN DE LA VIOLENCIA?
En un conflicto que
ha dejado ocho millones de víctimas, de los cuales seis millones son
desplazados y casi 300.000 muertos, es difícil creer que las heridas puedan
cerrarse tan fácilmente y de la noche a la mañana. Una de las grandes dudas que
subsiste es si los negociadores de las FARC en estas negociaciones tienen el
control total de la organización o si, por el contrario, algunos grupos o
bloques guerrilleros todavía activos seguirán cometiendo delitos, tales como el
secuestro, la extorsión, la colocación de minas y el asesinato de "objetivos políticos". Todavía
es pronto para asegurar que esa cúpula de La Habana, entre cuyos dirigentes se
encuentran algunas de las caras más conocidas de las FARC, tiene las riendas de
la organización y podrá asegurar que sus casi 10.000 miembros alzados en armas
respeten el acuerdo.
Lo que no cabe duda
es que la sociedad colombiana está cansada de guerra y violencia, con sus
consiguientes secuelas en todos los ámbitos de la vida, y que la mayoría está a favor del proceso de paz. Menos claro
es el asunto del precio a pagar por la paz, ya que un importante sector social
no está dispuesto a aceptar el triunfo de la impunidad y que aquellos que han
cometido graves delitos queden libres sin pagar por sus crímenes. Incluso el
Director de la División de las Américas de la organización Human Rights Match,
José Miguel Vivanco, ha llegado a asegurar que la negociación está fundada en
la "impunidad específicamente de
aquellos que han cometido crímenes de guerra o crímenes contra la
humanidad", asegurándose así que aquellos que confiesen crímenes, sean
del ejército o de las FARC, no paguen ni un solo día de cárcel ni sus deudas
con la justicia.
No cabe duda que si
este ha sido el precio a pagar por la paz, junto a otros capítulos todavía no
muy conocidos, la sociedad colombiana tendrá que hacer un gran sacrificio y
mirar para otro lado en esta ardua etapa. Pero parece que no hay vuelta atrás,
que las negociaciones han dado los resultados obtenidos y que habrá aceptar los
mismos como parte de un esfuerzo colectivo para que las FARC abandonen
definitivamente la violencia. Los partidarios de Uribe, muy activos en las
redes sociales y en las calles, han perdido la batalla política, y tampoco han
sabido explicar las razones que les llevaron a abanderar la opción negativa
ante la consulta sin tener una alternativa clara más allá de continuar una
guerra perdida. Las FARC lleva cincuenta y dos alzadas años en armas sin que el
Estado colombiano fuera capaz de derrotarlas militarmente, esa la realidad
sobre el terreno y la guerra podría haber durado otros mil años.
El camino no va a ser
fácil, surgirán problemas, malentendidos y seguramente algunos brotes de
violencia, pero el proceso de paz ya es irreversible. Ya ninguna de las dos
partes puede echarse a atrás porque perderían toda su legitimidad nacional e
internacional. El proceso, además, ha sido avalado por la comunidad
internacional, la Unión Europea (UE), los Estados Unidos y las Naciones Unidas,
mientras que Uribe no cuenta con ningún apoyo serio y creíble en la escena
internacional que le respalde. Ni siquiera los Estados Unidos, que por cierto
van a extraditar a su exministro Andrés Felipe Arias (ahora en prisión), van a
apoyarle en una apuesta tan arriesgada como dinamitar los acuerdos alcanzados.
Ha comenzado un nuevo ciclo para Colombia, no exento de grandes riesgos, pero
no se ve a nadie en la escena política capaz de torcer la naturaleza del
acuerdo firmado y volver a las andadas, a la guerra.
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