A diferencia de lo
que ocurrió con la crisis de 2002, a la que automáticamente se identificó con
el menemismo, el "astuto"
asesor de Pro logró algo que parecía imposible: desenganchar al kirchnerismo,
ante la opinión pública, de la encrucijada actual, de la cual es el gran
responsable, ya que dejó un país inviable (más allá de que la situación ha sido
agravada por la secuela de desaciertos de gente que, aun bien intencionada,
mostró ser poco avezada en política y en economía, como la que hoy conduce el
país).
Fueron varios los
pasos a los que tuvo que apelar el asesor para lograr el desenganche. El
primero, cuando apenas asumió el gobierno de Cambiemos: planteó que la sociedad
no quería oír "pálidas" (es
obvio, ¿quién quiere oír "pálidas"?)
ni hablar del pasado, que había que vender ilusión, con el riesgo que
implicaba, lo mismo que al apoyar la explosiva "reparación histórica" a los jubilados. Luego planteó que
convenía mantener vigente a Cristina Kirchner y no atacarla, para poder
confrontar políticamente con ella; que había que abandonar el debate mediático,
ya que ahora todo pasa por las redes sociales, y en enero de este año, que "no se hable más de la herencia",
entre otros brillantes consejos.
A raíz de la
inviabilidad que dejó el kirchnerismo, en marzo de 2016, a tres meses del
cambio de gobierno, publiqué en esta sección una nota titulada "Los riesgos de ir hacia un nuevo default".
Estaba convencido entonces de que con los cambios estructurales que produjo el
kirchnerismo, de la manera brutal que elevó el gasto público con la casi
duplicación de la plantilla de "abonados"
al aparato estatal, donde cerca de 20 millones de argentinos, casi la mitad de
la población, dependen del Estado vía salario, jubilación o subsidio, se
desembocaría indefectiblemente en default y se condicionaría el destino del
país.
Por eso, tan criminal
como haber engendrado una organización mafiosa desde la cúpula del poder para
robar es haber dejado al país atrapado en una situación de quiebra estructural
muy difícil de revertir.
Con relación al
escándalo de la corrupción que desnudó las más perversas pasiones humanas
frente a los millones de argentinos que vivían y viven en situación de
precariedad, convengamos en que responde de algún modo a algo cultural que
trasciende al kirchnerismo, aunque no lo exculpa. Recuerdo de joven que cuando
se llegaba a un cine sobre la hora de la película se ponía una propina sobre la
ventanilla y se solicitaba "deme dos
de las buenas, por favor" (las buenas eran entre las filas 8 y 12 del
sector central, que estaban reservadas por los propios vendedores, en muchos
casos a sabiendas de los dueños de los cines -otro gesto de astucia-, que lo
permitían como una manera de compensación salarial). Ese mismo criterio se
aplicaba a otras instancias de la vida cotidiana. Nadie quería renunciar a esas
supuestas ventajas. Ahora bien, nunca se pensó que "aquello", que se suponía apenas un acto de picardía,
podría desembocar algún día en "esto",
en una asociación delictiva en el corazón del Estado, con la deplorable
complicidad de empresarios de diversos sectores.
Para anestesiar a la
sociedad mientras perpetraba el saqueo, el kirchnerismo elevó
irresponsablemente el consumo general buscando congraciarse con las mayorías.
Para lograrlo, controló precios y tarifas con "efectividad policial" y propició aumentos salariales muy
por encima de la productividad. Al mismo tiempo, fue cobijando en el Estado a
todos los que quedaban fuera del sistema por el achicamiento del aparato
productivo, que fue perdiendo competitividad además por una suba brutal de
impuestos, para financiar precisamente a los nuevos incorporados al ejido
estatal. Y convenció a sus afines de que el capital -y el modo de obtenerlo vía
coimas- era esencial para sostener la causa. La misma línea argumental de la
guerrilla en los años 70 para justificar los secuestros.
En simultáneo, el
kirchnerismo proclamó el mantra de la inclusión y del mercado interno, y culpó
a las políticas de los años 90 del achicamiento del aparato productivo y de los
millones de argentinos que el Estado debió amparar. Un manejo magistral del
relato, en las antípodas del pobrísimo papel que en ese terreno ha hecho el
actual gobierno, que incluso manifiesta no tener un relato.
Han pasado 17 años de
un default y el país está nuevamente ante la amenaza de cesación de pagos (no
es una apreciación personal, es la percepción de los mercados). ¿Cómo es
posible, luego de haber transitado casi una década de bonanza sin igual en la
historia de América Latina?
En este plano
también, nuestra conducta ante el gasto colectivo responde a una actitud
cultural. La Argentina se muestra al mundo como un país que no tiene ninguna
capacidad de autocontrolarse. Ningún argentino, grupo o partido tiene la
autoridad para ponerle un límite. Por eso, los límites los impone siempre el
mundo exterior, ya sea el FMI o el sistema financiero internacional. Y por eso
también el odio visceral y el resentimiento popular hacia esos agentes y hacia
el mundo exterior.
"¡Inviertan
en el país!" es la demanda de todos los gobiernos
al sector empresario. ¿Para qué? ¿Para financiar sus despilfarros? ¿Para cubrir
los casi 20 millones de cheques personales que emite el Estado mensualmente?
Sería muy triste, con
la poca inversión productiva que ha habido estos años, que el producido de la
estratégica inversión en Vaca Muerta (o en el litio) se canalice a satisfacer
las necesidades o las demandas de los muchos sectores postergados (supuestos o
reales: maestros, aeronáuticos, camioneros, salud, seguridad... son tantos) en
lugar de que sirva para sentar las bases de un proceso de desarrollo para el
que será necesario bajar impuestos y crear infraestructura y en el que la
inversión y el empleo genuino deberán jugar un rol preponderante.
Situados en el día de
hoy, con las obligaciones sociales como primer compromiso y con este valor del
dólar y este nivel de deuda, ¿tendrá el país en el futuro los pesos para
afrontar aunque más no sea los intereses de la deuda sin recurrir a la emisión
descontrolada y acabar en hiperinflación?
Es cierto que esta
crisis es bien distinta a la de 2001. Hoy no está el corsé del 1 a 1 con el
dólar, y los bancos, las empresas y los particulares se volvieron más
precavidos. Si bien hay deuda, es menor que entonces. El país contaba en 2001
con un extraordinario colchón de inversiones que garantizó la prestación de
servicios de calidad hasta no hace muchos años. Sin embargo, dos importantes
elementos juegan hoy en contra: un nivel de gasto público infinanciable (en
aquel entonces el problema era la deuda, no el gasto) y una presión impositiva
en niveles prohibitivos para el sector productivo.
Ojalá que este
gobierno pueda enderezar la economía en el tiempo de mandato que le resta. Es
fundamental para nuestro destino. Pero si no lo lograra, de todas maneras habrá
cumplido una misión fundacional al haber permitido que la Justicia destape el
proceso de corrupción más inmundo y perverso que podría haberse gestado en la
Argentina. Dudo que las otras opciones a este gobierno hubieran podido tolerar
este proceso judicial. Solo por eso, el gobierno de Cambiemos merece un lugar
en la historia. De una forma u otra, el país está destapando todas sus verdades
y todos sus vicios están saliendo a luz. En eso radica la esperanza.
Por: Ricardo Esteves[1]
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