Atención con
los matices religiosos: Dios es
argentino, pero Jesús era peronista. En medio de su incendiaria disputa con
la Iglesia, Perón habló sobre las bases de su propia doctrina: “Hace
dos mil años que la habían anunciado. Hace dos mil años el justicialismo ya era
justicialismo. Lo que pasa es que nadie le llevó el apunte y nadie le hizo caso”.
En La razón de mi vida, que formó como lectura obligatoria a toda una generación
de argentinos, Eva también insuflaba misticismo al proyecto e incluso lo
proponía a escala universal: “El cristianismo será verdad cuando reine el
amor entre los hombres y los pueblos. Pero el amor llegará solamente cuando los
hombres y los pueblos sean justicialistas”. Las desavenencias entre el
régimen y la curia, como se sabe, fueron breves e intensas, y se debieron
únicamente a la osadía oficial de convertir su programa partidario en
catecismo, y a su líder en deidad. Un asunto
de competencias de mercado que también había aquejado a Mussolini, hasta que
este pacto social y económicamente con el Vaticano, y convenció a todos de que su
fuerza encarnaba el catolicismo, y lo defendía de la abominación liberal y marxista.
Bergoglio y sus muchachos están convencidos de que el partido de Perón presta
similar servicio a su patria.
Todas estas
danzas y contradanzas pueden leerse en el flamante ensayo “El fascismo argentino”,
donde Ignacio Montes de Oca repasa
nuestras desventuras y exhibe la arrolladora influencia que aquella cosmovisión
romana, traducida convenientemente a nuestra idiosincrasia y sensibilidad, tuvo
en el resto del siglo XX. Dos tardías reflexiones del General, cuando
disfrutaba de su exilio franquista, abonan esta tesis. La primera discurre
durante una conversación de 1968 con Félix
Luna, cuando Perón se refiere a su instructiva y prehistórica estadía en
Italia, allá por 1939, y a su fascinación por el fascismo; también puede leerse
en la autobiografía que le dictó a Pavón
Pereyra y que acaba de reeditarse en nuestro país. A Falucho le dijo
textualmente que el Duce estaba realizando un experimento: “Era el primer socialismo nacional que aparecía en el mundo”. Y en
La hora de los pueblos vuelve a elogiar esa ocurrencia: “Tanto los comunistas como los nacionalsocialistas
realizaban su revolución más o menos violenta, y la primera medida era la
supresión de los partidos políticos que, en realidad, constituyen el andamiaje
demoliberal. El fascismo va más allá, restituye el poder a las corporaciones y
marcha hacia el Estado sindicalista”. He aquí el núcleo de su ideario
íntimo: el peronismo como representación del socialismo nacional y vindicador
cabal del nacionalismo católico, y también como el cristalizador de un sistema
de corporaciones que gobiernen contra los partidos políticos, principalmente a
través de un gremialismo hecho a imagen y semejanza de la Carta del Lavoro[1].
El peronismo fue adoptando luego distintos discursos y ropajes, pero no
modificó esta concepción troncal. Que
fue respetada y en algunos casos hasta reivindicada por el partido militar, y
que con el tiempo colonizó fuerzas no peronistas, permeó la clase media y se
transformó en un sentido común argentino. Juan José Sebreli, que recibió esta semana en el Congreso de la
Nación el Premio Alberdi por su
deslumbrante trayectoria, sostiene que esta
es precisamente la gran ideología silenciosa y transversal que dominó la
política a lo largo de los últimos setenta años y, en consecuencia, la
principal culpable de nuestra impotencia y nuestro asombroso retroceso. Esa
ideología precede a Perón, puesto
que ya estaba en Uriburu y en Lugones, pero se instala definitivamente en el disco rígido de la sociedad a partir
de 1945, llega hasta Montoneros (ese fascismo de izquierda surgido del
nacionalismo clerical) y adopta más
tarde las maneras del neopopulismo, que según el politólogo Federico Finchelstein no es más que el formato sin sangre, civilizado y
moderno de las viejas ideas del Duce: nacionalismo anticapitalista, caudillismo,
abominación de la “partidocracia”, y
en épocas más recientes, la búsqueda de unanimidad y de mayorías absolutas que
fuercen los límites democráticos y anulen el sentido republicano. Esta batalla contra lo “demoliberal” formó cultura, creó supersticiones y automatismos,
consolidó prejuicios y fabricó atraso incesante.
Montes de Oca encuentra, aunque sin
violencias comparables, el modelo fascista en ciertos feudalismos de provincia,
donde “el hombre fuerte” es amo y señor, gobierna para el “pueblo” y para la eternidad, y tiene en
un puño a legisladores, jueces y matones. Esas rémoras tan vigentes
reconocen un pionero en el gobernador bonaerense Manuel Fresco, que en 1936 realizaba aquellas mismas prácticas
desde su despacho en La Plata, donde tenía un retrato autografiado por Hitler. Del feudalismo más rancio y
autocrático surgen precisamente los Kirchner,
que sin haber leído a Ernesto Laclau
-producto del nacionalismo popular- intentaron extender a la Argentina lo que
habían probado en el modesto laboratorio de Santa Cruz. Visto en perspectiva, y reconocido por algunos de los protagonistas, las
ruidosas diferencias entre Néstor y el Padre Jorge fueron más una competencia de
liderazgos que un enfrentamiento ideológico. Esas discrepancias tácticas y circunstanciales
parecen ya saldadas, puesto que ambas partes reconocen hoy un enemigo común que
los cohesiona: el terrible liberalismo político. Y es por eso que bajo todas
estas consideraciones históricas y doctrinarias deberíamos leer los dos acontecimientos
más impactantes de estos últimos días: la
misa ofrecida en Luján para salvar el
alma en peligro del clan Moyano (Dios llega en auxilio de Hoffa), y el
intento de golpe institucional a piedrazos y prepeadas que sufrió el Parlamento.
Refieren los cronistas de la primera ceremonia que el obispo Radrizzani coreaba al aire libre y con entusiasmo: “Patria sí, colonia no”. Afecto a los
anacronismos, ese sector eclesiástico (afortunadamente la Iglesia es más amplia,
no se reduce a esa única visión y está abochornada) tolera a los patoteros, a los
corruptos y a los mafiosos con tal de que no sean liberales de izquierda ni de derecha.
¿Será por eso que no han aplaudido
públicamente las investigaciones de los cuadernos y que incluso han sugerido
una persecución política comandada desde el Poder Ejecutivo y los tribunales
contra los abnegados peronistas? Idéntico desprecio por la democracia
representativa y los partidos demostró el kirchnerismo, que trató de llevarse
por delante una sesión organizando una lluvia de cascotes en la calle y un
conato en el recinto; los violentos
estaban afuera, y sus jefes adentro. A esta maniobra combinada y peligrosa,
Pichetto no dudó en caracterizarla
como de “preinsurreccional”. Los kirchneristas jamás creyeron en el parlamentarismo,
esa desviación burguesa que solo se tolera en modo escribanía. Aunque esa
repulsa, por cierto, no los ha inhibido de aprovechar fueros, dietas y roscas.
La misa y la intifada son anverso y reverso de una
misma moneda,
y su explicación más profunda se inscribe, como se ve, en una larga tradición y
puede encontrarse en una amplia bibliografía. Se trata, como afirma Sebreli, de una ideología supuestamente
sensible, pero en el fondo reaccionaria y hegemónica, y con un resultado
paradójico; con ella llegamos a un nacionalismo sin nación, a un patrioterismo
sin patria, a un capitalismo sin capital, a un progresismo sin progreso, a un
populismo sin pueblo y a un justicialismo sin justicia.
Por: Jorge
Fernández Díaz
NOTA: Las imágenes
y destacados no corresponden a la nota original.
[1] La Carta de Trabajo (Carta del Lavoro
en lengua italiana) fue una carta otorgada por Mussolini en el 1927 cuyo objetivo
principal la modernización de la economía italiana, solucionando los problemas
sociales y las relaciones entre clases con criterios corporativistas. La Carta
fue promulgada por el Gran Consejo Fascista y se publicó en
el periódico Il Lavoro d'Italia
el 23 de abril de 1927. Su redacción recayó principalmente en Giuseppe Bottai, Secretario
de Estado de Empresas.
La Carta declara que la empresa
privada es la institución económica más eficaz, ayudando así a Mussolini para confirmar
el apoyo de los ricos industriales que fueron los primeros partidarios del
fascismo. Insistió en el hecho de que la intervención del Estado sería legítima
sólo cuando la empresa privada fuera deficiente.
Se creó un Tribunal de Trabajo
para la solución de cualquier controversia o conflicto dentro de las empresas (artículo
5). Este objetivo fue más concretado en 1934 la ley sobre las empresas de 1934.
Los trabajadores no tenían la posibilidad de elegir a sus representantes, que
eran nombrados por el Estado. Junto a esos representantes de los trabajadores,
designados por el estado, las empresas designaban a sus propios representantes.
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