Por Ricardo Angoso
La reciente victoria
del candidato anti sistema y de ideología derechista Jair Bolsonaro en las
recientes elecciones presidenciales brasileñas vuelve a poner sobre la mesa y
en el foco la grave crisis que aqueja a la democracia tradicional en el
continente. Y la agonía de un sistema político que es incapaz de atender a las
demandas de unas sociedades en profunda recesión social y económica. Pero el
asunto también está claramente ligado a la corrupción, quizá el principal
problema de las jóvenes democracias latinoamericanas, cada día más
desacreditadas por el pésimo manejo de los recursos por parte de sus
gobernantes. Por no hablar del descarado latrocinio que ejercen algunos de sus
mandatarios, como pasa en casi todos los países de América Latina.
Bolsonaro ha sido
elegido no por méritos propios, como quizá piensen algunos, sino por los
deméritos de otros y por el hastío de una sociedad cansada de presenciar
escándalo tras escándalo sin que nadie ponga coto a tanto despropósito. La
clase política tradicional de Brasil está totalmente desacreditada. Dilma
Rousseff, la última presidenta elegida democráticamente, fue destituida por el
legislativo por asuntos de turbio y oscuro recuerdo, pero sobre todo por su
implicación en sonados escándalos de corrupción relacionados con la empresa
petrolera brasileña Petrobras. Pero su antecesor, el mítico Lula, también se
vio implicado en el mismo escándalo y otros casos, lo que le llevaron a su
detención en el año 2016, situación que
todavía persiste y que le ha impedido ser el candidato presidencial en estas
elecciones, habiendo cedido a Fernando Haddad el testigo para ser el candidato
del Partido de los Trabajadores brasileño. Haddad pagó duramente el descrédito
que heredaba su formación y fue
derrotado contundentemente por Bolsonaro, que obtuvo más del 55% de los
votos frente al 44% obtenido por el izquierdista.
De la misma forma,
el presidente saliente, el controvertido
político Michel Temer, está siendo investigado desde hace dos años por estar
implicado en varias tramas de corrupción nunca aclaradas. Su popularidad está
por los suelos y los brasileños recelan abiertamente de su capacidad para estar
al frente de la máxima magistratura del país. Así fue posible que la gente se
decantara por el cambio y quiera pasar página de una de las épocas más aciagas
de la historia de Brasil.
VOTO
URBANO POR BOLSONARO, MIENTRAS LA IZQUIERDA RETROCEDE EN LAS GRANDES CIUDADES
Resulta realmente
significativo que el voto joven, más formado, urbano y con estudios se decantó
claramente por Bolsonaro, en claro detrimento del candidato izquierdista; en
ciudades como Río de Janeiro y Sao Paulo, por ejemplo, el voto en favor de
Bolsonaro superó a la media nacional e incluso llegó, en algunos distritos, a
superar más del 65% en favor del candidato ultra. En el otro extremo, el
candidato izquierdista ganó en las zonas rurales y en las áreas más atrasadas y
menos formadas del país, como si se pudiera sostener que a mayor información
menor caudal de votos para la izquierda. O la izquierda liderada por el Partido
de los Trabajadores se refunda e inicia un profundo proceso de renovación o
acabará agonizando irreversiblemente en una sociedad que da muestras de
agotamiento ante una clase política absolutamente corrompida.
“Lo
cierto es que la imagen de ‘hombre fuerte’ que promete ‘ley y orden’ en el
atribulado país parece haber convencido por lo menos a la mitad de un
electorado polarizado políticamente, enfrascado en una guerra cultural contra
la igualdad de género y sexual, que detesta a los partidos políticos
tradicionales y se siente inseguro en una sociedad violenta. Son, en su
mayoría, hombres de raza blanca, mayoritariamente evangélicos y con educación
universitaria que se unieron en su rechazo a Luiz Ignácio Lula da Silva y su
Partido de los Trabajadores”, señalaba el
analista Sergio Muñoz.
La pregunta es qué
ocurrirá a partir de ahora en Brasil. Si bien las causas del éxito político
están claras, tras haber vivido unos años de infarto en que los mitos acababan
en la cárcel a tenor de sus malos manejos, como fue el caso de Lula, tampoco
está claro que el nuevo presidente vaya a tenor éxito en el corto plazo, sobre
todo debido a la complejidad de la crisis brasileña. La economía muestra signos
de estar saliendo de la recesión, pero con un tímido crecimiento tras años de
datos negativos, y la seguridad está batiendo todos los récords, sobre todo en
lo relativo al número de homicidios al año. En el 2017, según datos del Foro
Brasileño de Seguridad Pública, hubo 63.000 homicidios en el país, una cifra
superior -29 homicidios por cada 100.000 habitantes- a la tasa de Colombia (25)
aunque por debajo de la del enfermo crónico del continente, Venezuela (casi
60).
La inseguridad, que
es percibida por muchos brasileños como el primer problema del país, también ha
influido mucho en favor de Bolsonaro, ya que el ahora presidente centró una
buena parte de su campaña en atajar este asunto al coste que sea, mientras el
candidato izquierdista no supo atender esta sensibilidad y construyó un
discurso retórico que no conectó con las preocupaciones del electorado
brasileño.
Pero hay más
problemas. “Del desolador panorama de problemas que enfrenta este país destaco dos
íntimamente relacionados. En lo económico, el sistema de pensiones es un
desastre porque es excesivamente generoso y carece de los fondos necesarios
para sostenerlo. No hay límite de edad para el retiro y sus beneficios son
incomparablemente más generosos que en el resto de los países del área, aunque
el sistema beneficia más a los ricos que a los pobres y la demografía está en
su contra. La población mayor de 65 años se triplicará para el 2050”,
señala el columnista ya citado Sergio Muñoz.
El problema político
radicaría en que no cuenta con la suficiente mayoría en el legislativo para
llevar adelante su programa y tendría que lidiar con una mayoría claramente
adversa, situada a la izquierda, que seguramente no le apoyaría. Por ahora, el
Partido de los Trabajadores, que más le valdría dedicarse a un serio
cuestionamiento interno e iniciar su modernización política, ha sacado el hacha
de guerra y ha anunciado que comenzará su andadura en la oposición con una dura
contestación social y callejera al nuevo gobernante. La marginalización de la
izquierda y su tendencia al autismo con respecto a la sociedad brasileña
anuncian una larga travesía del desierto para las fuerzas progresistas
brasileñas. ¿Será así?
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