Por Mauricio
Ortín[1]
18.04.2020
Una de las más
eficaces, sino la mejor, manera de preparar el terreno para aniquilar desde el
Estado a un colectivo humano consiste en negarle justamente su condición de
tal. Las operaciones de este tipo comienzan por estigmatizar a los individuos
asimilándolos a animales o a cosas que suscitan en el inconsciente repugnancia
o rechazo absoluto. Una vez que se instala en la opinión pública, vía
propaganda sistemática, que son “malditos”
el paso a su exterminio directo, o en el mejor de los casos a su persecución
penal y social, es un mero trámite.
Los nazis,
verdaderos especialistas de la difamación, editaban películas que exhibían en
los cines donde asociaban a las ratas con personas de origen judío. No fueron,
sin embargo, los primeros o los más originales. Los comunistas rusos, con Lenin
y Trotsky a la cabeza, calificaban de “enemigos
de clase” o “enemigos del pueblo”
a aquellos que se oponían al gobierno criminal bolchevique. Pero aquí cerca
nomás y mientras se escribe esta nota la dictadura cubana llama “gusanos” a los cubanos que quieren
liberarse de ella.
Los tiranos
respaldan sus acciones liberticidas en las etiquetas deshumanizantes que
propalan a diestra y siniestra. En un estado democrático que se precie, esta
actitud deleznable debiera ser una práctica poco común; lamentablemente no es
el caso de los gobiernos argentinos de los últimos veinte años.
En nuestro país,
las estigmatizaciones tales como “enemigo
del pueblo”, “rata”, “gusano”, etc., se vieron apocadas ante
el mote más poderosamente vejatorio que jamás podría habérseles ocurrido a un
Goebbels o a un Fidel Castro: el de “genocida”.
Una genialidad
que en una sola jugada pone a los militares y fuerzas de seguridad como la
encarnación de mal infinito al mismo tiempo que a los subversivos comunistas
los muestran como las víctimas de dicho mal. Una vez que dicha mentira es
admitida como premisa mayor, a fuerza de machacar y apretar con el aparato del
Estado, toda discusión que pretenda establecer otra cosa deviene en
insustancial.
En los juicios
por crímenes de lesa humanidad, por ejemplo, los fiscales y jueces parten de la
“verdad probada” de que en la
Argentina se implementó un “plan
sistemático de exterminio de la población civil” (genocidio). Una ridiculez
de tamaño oceánico que pretende hacer valer el disparate que sostiene que a los
guerrilleros del ERP y Montoneros los reprimieron por el hecho de ser civiles.
Es decir que el
que atacaran el orden constitucional, asesinaran, secuestraran y/ o torturaran
a políticos, sindicalistas, militares y policías (niños, incluidos) no habría
tenido el menor peso en la decisión del gobierno (el constitucional, primero y
el militar, después) de reprimir.
Semejante
mamarracho jurídico no resiste el menor análisis y, por ende, convierte en
farsas a los procesos penales de marras.
Hay que tener
estómago para tragarse el sapo de que a Rodolfo Walsh los “genocidas” lo mataron por ser civil y no por la bomba criminal que
puso en la Superintendencia de la Policía Federal que esparció por las paredes
la sangre y los restos de 23 personas. Y no sólo los afectos a la cocina
batracia (que algunos piadosos llaman, jueces) aceptan semejante patraña como “justicia”. Es que obrar en contrario es
correr el riesgo de comerse un escrache por “defender
genocidas” y quedar marcado para siempre.
De allí que
muchos abran el paraguas antes de que llueva. Así, por ejemplo, el Gral. Martín
Balza, quien, rápido de reflejos, hizo suyo el epíteto de “genocida” pero para librarse de él lanzándolo contra sus
camaradas. Otro campeón del difícil arte de permanecer oficialista, aunque los
gobiernos cambien, es Zaffaroni. Quien, de negar habeas corpus a desaparecidos
y justificar la represión durante el gobierno militar, pasó, sin estación
intermedia, a declararse fan incondicional de “Hebe” Bonafini (“Hebe es
así…”).
Es que los tipos
saben que la ultraizquierda perdona y hasta premia (con embajadas y puestos en
la CSJN) a los “genocidas” de antaño
si, con el debido sentido de la oportunidad, sacan a relucir su vocación
colaboracionista (¡con quién venga!).
A otros no les
va tan bien. El ex cabo Julio Narciso Flores, como tantos policías y militares
que lucharon o no contra la subversión, sufren en carne propia eso que estos
verdaderos maestros de la ironía macabra llaman “política de derechos humanos”.
Flores tenía diecinueve
años cuando (dado que apareció en una lista de guardia) “cometió” un crimen de lesa humanidad. No hay una sola prueba o
testigo que siquiera lo relacione con el supuesto delito. Su nombre en esa
lista fue suficiente para que tres jueces le den por la cabeza prisión perpetua
(a propósito, los jueces que lo condenaron son: Alfredo Justo Ruiz Paz, Marcelo
Gonzalo Díaz Cabral y María Claudia Morgese Martín).
Hoy, con sesenta
y dos años, enfermo y arruinado económicamente, a Flores le niegan la prisión
domiciliaria. Boudou, D’Elía, De Vido, etc., en cambio, en casa.
No hay caso. No
hay con qué darles a los inventores del “genocidio”
y los “genocidas”. Estos tipos son
unos genios (Aaah, si hubieran elegido el camino del bien…).
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