Nuestras vidas se forman en un continuo dinamismo de
hechos y acontecimientos positivos y negativos, sazonados con los avatares -como
dice Ortega y Gasset cuando se refiere al “hombre
y su circunstancia”- que van poco a poco
cincelando nuestra personalidad, nuestro presente y nuestro futuro.
Las experiencias del pasado son la carga que nos ayuda
a mejorar nuestro discernimiento.
En ese transcurrir de acontecimientos, el destino nos
coloca a veces ante encrucijadas que nos obligan a tomar decisiones que
desbordan nuestra experiencia.
Otras veces aparecen hechos de suma gravedad que ponen
en juego nuestra existencia misma.
Es en esos momentos extremos cuando sentimos la
presencia de algo superior que nos impulsa, nos rige y nos protege: la
existencia de Dios.
En los largos años vividos tuve experiencias de alto
riesgo que me permiten dar fe de esa presencia.
En mi primera infancia, cuando aún no existía la
penicilina, una grave neumonía me puso al borde de la muerte. “Está en las manos de Dios”, cuenta mi
madre que le dijeron los médicos. Y milagrosamente logré sobreponerme a una
enfermedad a la que por aquel entonces sólo muy pocos sobrevivían.
En mis años de cadete naval, en un regreso nocturno de
una comisión de servicio, el micrómnibus que nos transportaba de la capital a Rio Santiago colisionó con un camión que se cruzó en la ruta, a más
de cien kilómetros por hora. El impacto fue brutal, nuestro ómnibus dio tres
vueltas y uno de mis compañeros salió despedido por el parabrisas contra el
camión. Poco antes de que se produjera el infortunado accidente, era yo quien
estaba sentado en el asiento de mi compañero fallecido. Vencido por el sueño,
había decidido pasarme al asiento de atrás para apoyar mis brazos y mi cabeza
en el asiento de adelante.
Mientras dormitaba, sentí una explosión que me
precipitó hacia el asiento de adelante (lo que me produjo desprendimiento de
los cartílagos del esternón) y me hizo entrar en una especie de torbellino.
Todo giraba a mí alrededor en medio de una densa oscuridad. Los segundos
parecían eternos, el silencio era total. De pronto, avizoré una luz que
señalaba la salida del vehículo, transformado ya en un amasijo de hierros
retorcidos. Aún hoy me estremezco al pensar que de no haber cambiado mi
asiento, no sería yo quien cuente hoy la historia. Aún recuerdo haber sentido
su presencia al ver la luz que me sacó de aquel infierno.
En otra oportunidad, durante mi viaje de instrucción,
me encontraba cumpliendo mi guardia de ayudante de puente en la zona del Atlántico
Sur conocida por los terribles vientos, denominada de los 40 bramadores. Era la
medianoche, el puente estaba iluminado con la mortecina luz roja de rigor. “Cadete, estamos en medio de un pesto
severo”, me indicó el oficial de guardia, “manténgase atento a la proa con el timonel y verifique permanentemente
los partes meteorológicos”. El escenario era dantesco: inmensas olas
encrespadas producían formas fantasmales de espuma y agua, iluminadas aquí y
allá como fotos instantáneas en un océano encabritado.
El rumbo establecido buscaba capear el temporal, pero
la proa se sumergía en la ola, cubría el crucero hasta la segunda torre de
artillería y emergía produciendo un cabeceo espectacular. Los relámpagos
iluminaban la oscuridad de alta mar como lúgubres instantáneas de un escenario
estremecedor.
Estábamos en medio de un ciclón subtropical, una situación de alto riesgo,
pero una extraña sensación de serenidad me acompañaba en medio de esa ansiosa
vigilia. Sentía un cálido abrazo que me daba confianza en que todo sería
controlado. Sentí en ese momento que Dios nos protegía.
Las contingencias de la vida militar, rica en
experiencias y riesgos de todo tipo, me llevaron a profundizar, Dios mío,
acerca de tu existencia. Leí a Nietzsche, Camus, Becket, para quienes Dios
había muerto, o peor, nos había abandonado.
Mi vocación de servir a la Patria me llevó a ingresar
a la Escuela Naval Militar, con la esperanza de que dicha institución me
permitiría cumplir mis jóvenes anhelos. Salíamos de la dictadura de Perón de
los años 40 y 50 con una población dividida, fruto de años de autoritarismo y
alevosas propagandas fascistas.
Quedaron solo en el recuerdo aquellos desfiles que
realizábamos en las fiestas patrias, en mis años de cadete, henchidos de
orgullo de pertenecer a las FFAA, y a nuestro paso la gente nos arrojaba
flores,(Hoy somos despojos humanos, despreciados por los mismos que nos pedían
que hiciéramos algo)
Lejos estaba de imaginar entonces el futuro de
discordancias políticas y sociales que marcarían los años por venir, los
enfrentamientos, las puebladas, la influencia de las ideologías marxistas, el
papel activo de las Fuerzas Armadas y la lenta e inexorable decadencia en la
que poco a poco se sumiría nuestro país.
En mis largos años de servicio a la Patria, recordaré
como especialmente significativas las experiencias que viví cuando fui
destinado a la Casa Militar de la presidencia de la Nación, durante los años
1974 y 1975 (Presidencias de Perón e Isabel Perón), oportunidad en que pude
observar de cerca las bondades y miserias del poder.
A pesar de ser antiperonista y dejando de lado mis
convicciones personales, me esmere en cumplir mis funciones de apoyo al
presidente de la Nación en el área de comunicaciones con eficiencia y lealtad,
tal como lo dicta nuestro código de ética.
El país era un caos. Las bandas armadas terroristas
dominaban las calles, el terror se expandía en todo el territorio nacional.
Recibíamos dramáticos informes del interior del país: en Tucumán estos grupos
tomaban pueblos, izaban banderas ajenas a la nuestra, instauraban cárceles del
pueblo y asesinaban a los campesinos que no se plegaban a las directivas
terroristas.
Las bombas en las empresas, las explosiones en
colegios, los ataques a los cuarteles, el robo de armas, el asesinato de
policías y militares eran moneda corriente (la muerte de agentes de seguridad
era motivo de ascenso dentro del aparato terrorista). El temor a las
incursiones terroristas obligó a fortificar las entradas de las comisarías y a
cambiar el alambrado con seto vivo que rodeaba el perímetro de la residencia
presidencial por un muro con cabinas blindadas.
Los terroristas se organizaban en células, mimetizados
dentro de los grandes centros urbanos. Se sospechaba de todo el mundo: el
vecino podía pertenecer a una célula, o haber construido en su casa una cárcel
del pueblo. Las células asesinaban sindicalistas, secuestraban a empresarios y
altos directivos de empresas para obtener rescates.
El general Perón, deteriorado por sus problemas de
salud, advertía ya con desazón “estos
terroristas van a destruir el país, han iniciado una guerra revolucionaria”.
Los funcionarios que merodeaban la casa Rosada, nos decían con ojos
desesperados “¡hagan algo!”. El
pueblo pedía la intervención de las
FFAA.
Ante el desborde de las fuerzas de seguridad en la
selva tucumana, sobrepasadas por un tipo de combate para el que no estaban
preparadas, se ordenó por decreto la intervención militar en la lucha
antiterrorista.
Siguió el golpe de marzo de 1976. En la ruleta de
distribución de cargos, algunos fueron convocados a acciones de combate, otros
integraron ministerios e instituciones nacionales, otros se mantuvieron dentro
de la institución militar.
En mi caso, fui destinado al Ministerio de Relaciones
Exteriores, para ocupar un cargo de seguridad y como diplomático función que no estaba en el
entrenamiento Naval no obstante me desempeñe de la mejor manera posible.
Todos sabemos lo que fueron aquellos años de guerra
fratricida. Hoy, los terroristas de antaño manejan los destinos de nuestra
patria y han urdido su venganza: más de 2000 militares, soldados que
obedecieron las órdenes que les fueran impartidas, se encuentran actualmente en
cárceles o detenidos, procesados en su gran mayoría sin pruebas, sin condenas,
o con pruebas inventadas.
Dios mío, hace ya ochos años y medio que me han
privado de mi libertad, acusado de los más horribles crímenes, sin pruebas ni
fundamento. Se han ignorado las pruebas fehacientes que he presentado en mi
defensa y con saña miserable y vengativa, se me ha negado la libertad y la
excarcelación que me corresponde tras largos años sin condena.
Hoy Dios mío, como lo puntualiza Samuel Beckett, en su
libro “fin de partida”, siento que me
has abandonado. El silencio de tu vicario en este mundo ha apagado el vestigio
de esperanza que al menos me hubieran procurado unas palabras de aliento o al
menos una humilde bendición, para apaciguar mi espíritu
Dios mío, cuánto tiempo ha pasado. Mi proceso ya
es una condena a muerte, una muerte
lenta e inexorable que se desliza día a
día, implacable, sin prisa y sin pausa.
Mi vida se va extinguiendo y el hilo de la esperanza
se hace cada vez más delgado, lejos de mis hijos que han emigrado por sentirse
discriminados.
Dios mío, por favor no me abandones. Mis magras esperanzas se cifran en que
ilumines a los jueces para que hagan justicia verdadera y pongan un término al
calvario que estamos atravesando.
Muchos de mis camaradas ya han encontrado el bálsamo
de la muerte en las cárceles, donde fueron privados de una atención adecuada a
su edad, y vejadas sus familias cuando los visitaban
Cuando le escribí a tu vicario en este mundo
implorando su intervención humanitaria, le advertí que 236 camaradas -muchos de
ellos con más de 80 años- ya habían fallecido lejos de sus seres queridos, sin
sentencia y sin haber podido probar su inocencia.
Seis meses después, 60 nuevas muertes vienen a
engrosar el saldo de esta aberración jurídica y esta venganza. Hasta la
inquisición respetaba a los ancianos.
Dios mío, que nos has abandonado a nuestra suerte,
quiero que sepas que mi muerte será incompleta. Me fueron cercenados los
mejores anhelos de mi vejez, el calor de mis hijos y nietos lejanos. Cargo con
el padecimiento de delitos que no he cometido. A los jueces digo: sepan que
condenan a muerte a un inocente. “CADA INOCENTE QUE MUERA ENCARCELADO SIN
CONDENA POR ESTAS CAUSAS AMAÑADAS SERÁ UN IGNOMINIA QUE CARGARÁ EN SUS ESPALDAS
LA HISTORIA DE LA JUSTICIA ARGENTINA”.
La indiferencia de los argentinos de nuestra
situación, fruto quizás de la eficiente y feroz acción psicológica, que a través de los medios y el periodismo
penetró en dos generaciones que no
vivieron el infierno de los años ‘70, hemos quedado como un grupo degradado e ignorado, (en
tantos años cuantos militares fueron entrevistados en los medios.)
Hoy solo estoy contenido por mi abnegada y amada
esposa y un pequeño grupo de amigos y camaradas
DIOS MIO a estas alturas de las circunstancias tengo
una duda y una seguridad, la duda es que a pesar de tu abandono, no sé si en adelante voy a orar por tí. Pero,
si tengo la certeza que existes
y que tú no rezas por mí.
EUGENIO B. VILARDO (Preso politiko)
Capitán de Navío (RE) VGM
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