Por Iván Petrella
El próximo miércoles, 9 de
septiembre, se cumple un nuevo aniversario
de la muerte de Ricardo Balbín. Más allá de su extensa trayectoria política
y de su destacada labor tanto en la Unión Cívica Radical como en la escena
nacional argentina, una de las cosas que
más se recuerdan de este célebre dirigente es el abrazo con Juan Domingo Perón.
Ese abrazo se vuelve importantísimo en la Argentina de hoy.
En el lejano 1972, el abrazo
significaba diálogo y paz, todo un símbolo de fin de época en el contexto
nacional. Significaba que dos políticos que se habían tratado por muchos años
como enemigos irreconciliables se reconocían como adversarios democráticos.
Significaba un esfuerzo de los dos máximos referentes de la política partidaria
nacional por dejar atrás múltiples enfrentamientos en los que el principal
perjudicado fue el país.
Con la destitución de Yrigoyen,
en 1930, se había iniciado un inagotable ciclo de golpes de Estado. Durante ese
ciclo, la democracia fue una constante promesa incumplida, siempre amenazada
desde fronteras autoritarias. En ese abrazo, como símbolo, se asomó la
democracia real: la política intentaba no regirse más por la lógica de amigos y
enemigos, que es, en verdad, la lógica de la guerra y de lo que no es política
ni democracia.
Hoy podemos aprender mucho de ese abrazo. Hace tiempo, el partido
gobernante decidió empezar a hablar de política en términos de "nosotros" contra "ellos", marcando una
peligrosa antinomia entre quienes supuestamente trabajan por el bien del país y
quienes en teoría buscan perjudicar al país. Ya pasaron años de esta retórica
en la que el que no coincide con la postura oficial es un enemigo interno, algo
que el contexto electoral actual no hizo más que agravar. Es paradójico, pero
en el mismo país en el que Balbín y Perón se abrazaron hoy parece imposible que Cristina Fernández de Kirchner pudiera,
después de todo lo dicho, abrazar a un
Mauricio Macri presidente. Parece material de ciencia ficción y es un
enorme retroceso para nuestra cultura democrática.
En este sentido, entender que la
democracia es solamente ir y votar cada dos o cuatro años es pensar nuestro
sistema de gobierno de manera muy superficial. La democracia es también una manera de vivir, una manera de entender y
de actuar en la esfera pública en libertad e igualdad entre la diversidad.
Para que esa democracia funcione, no se puede considerar al rival político como
un enemigo, se tiene que respetar la visión distinta, y discutir y disentir en
un marco de razonabilidad política.
Pocas cosas serán más necesarias
en los próximos cuatro años que el diálogo entre los referentes políticos que
hayan ganado una elección circunstancial y los que la perdieron. También dentro
de un Congreso que a pesar de estar dividido deberá generar políticas públicas
consensuadas, y entre ciudadanos, ellos, siempre, la columna vertebral de la democracia. Recuperar el diálogo para
superar divisiones y antinomias y poder avanzar en conjunto es fundamental.
Por todo esto, más allá de las
muchas cuestiones puntuales y urgentes que tienen que cambiar en la Argentina,
el gran desafío de los años por venir es profundizar la democracia. Es lograr
tener una cotidianidad política en la que las diferencias no se quieran
eliminar, sino que aprendan a convivir. No
hay mejor manera de pedirlo que recordando a Ricardo Balbín y aquel famoso
abrazo democrático.
Director académico de la Fundación Pensar
NOTA: Las imágenes y destacados no corresponden a la nota
original.
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