por José Luis Milia • 26/11/2015
Cuando los periodistas de uno de los principales diarios del
país son incapaces de comprender un texto, debemos asumir que, culturalmente,
estamos en el horno. Hoy leí nuevamente el editorial de ayer de La Nación; con
ésta fueron tres lecturas porque, debo confesarlo, a mí el editorial me gustó
más bien poco, ya que considero que todos los circos judiciales que se han
llevado a cabo con el script de la “lesa
humanidad” están viciados de nulidad y son, al utilizar como papel
higiénico la página de la Constitución Nacional donde está impreso el artículo
18 de la misma, inconstitucionales. Pero el escrito nada de eso decía ni
siquiera insinuaba, para mi pesar, que debían ser suspendidos o simplemente
acabar con ellos.
Sí encontré una enérgica apelación al maltrato que los
prisioneros de “lesa humanidad”
reciben por parte de sus jueces de ejecución ya que al ser obligados a cumplir
su pena en penales que no fueron proyectados para una franja etaria que hoy
ronda los 76,6 años promedio su desplazamiento por los mismos es dificultoso y
su atención médica primaria depende de los llamados módulos hospitalarios que
apenas son algo más que una salita de primeros auxilios. Es aquí donde el
editorial pone énfasis en esta denuncia como pone su mayor reciedumbre al
denunciar la persecución que los grupos que se han apropiado de los derechos
humanos llevan -a causa de su independencia de criterio- contra integrantes del
poder judicial que no han permitido que les dicten sus sentencias.
Siempre hemos escuchados a los “bienpensantes” repetir hasta el hartazgo que combatir al
terrorismo como se hizo en los setenta era “comerse
al caníbal”; sin embargo, frente al editorial de La Nación, estos
oficiantes de la justicia paranoica, Barcesat, Verbitsky, Carlotto, Bonafini y,
por qué no, ese pequeño mundillo de La Nación que ayer se sintió personaje,
decidieron comerse al caníbal, porque en realidad, su deseo no expresado es que
todos aquellos procesados por “lesa
humanidad” se mueran en abandono y dolor en las cárceles federales. Si
viviéramos en un país en serio y justo aceptaríamos que este tipo de presión
ejercida por los “dolientes de los
derechos humanos” ronda simplemente la “lesa
humanidad”.
Lo increíble de este lío que se armó con el editorial de
marras es que los periodistas “serios”
de La Nación en primera instancia ni siquiera leyeron el editorial, y luego
miraron para el costado, dejando en soledad a quien haya sido el autor del
editorial y al director del periódico Es entendible, una mirada torva y un
susurro de las “madres y abuelas”
pueden decretar el ostracismo de cualquier mortal que necesite de un sueldo o
una canonjía para medrar.
Hubo actitudes casi cómicas por parte de las vestales del
periodismo. No hablemos de los exabruptos que un canalla dedicado a meterse en
vidas ajenas pueda haber proferido en televisión con el fin de afianzarse como
progre y ver si se puede ganar a puro mango una mina otrora encumbrada; pero sí
podemos hablar de Pablo Sirven, Secretario de Redacción de La Nación que hace
veintitrés horas escribió en Facebook: “No
avalo editorial de La Nación. Juicios lesa humanidad deben seguir”, cuando
en todo el editorial no había ni una frase que afirmara lo que él había
escrito, para terminar con una cuasi plegaria laica: “prisión domiciliaria igual que a cualquier reo anciano condenado sin
peligro de fuga”, algo por demás patético ya que si algo no pueden hacer
los ancianos de los penales federales es fugarse.
Lo cierto de esto es que a Sirven seguramente, la parada lo
agarró desprevenido. Al fin y al cabo él es un mero cronista del espectáculo, y
nunca se preocupó -ni tenía porque hacerlo- por cómo eran tratado los
prisioneros políticos. A fuer de verdad no era lo suyo saber que al Almte.
Vañek de 90 años de edad aquejado de enfermedades que le impiden valerse solo,
le revocaron la prisión domiciliaria después de 17 años porque a su juez de
ejecución se le cantó que debía volver al penal, o que el P. von Wernich parió
de su pierna, cirugía mediante, un tumor de casi cuatro kilogramos de peso
porque su juez de ejecución, Rozanski, le negó durante once meses el permiso
para tratarse en un centro de alta complejidad y tampoco supo, o quizá se lo
ocultaron, pese a la cobertura periodística que tuvo, que al Gral. Saint Jean
lo subieran con una grúa esposado a su silla de ruedas al escenario de un
teatro donde se celebraba -para beneplácito de una turba que desde el comienzo
empezó a apuntar el pulgar hacia tierra- uno de los tantos circos judiciales
que llevan el perverso nombre de juicios por la verdad; como decíamos, no era
lo de él pero corrió raudo a distanciarse de un editorial que sí denunciaba
estas violaciones de los derechos humanos de los prisioneros políticos.
También es cierto que no se le puede pedir ni a Sirven ni a
la corte de los milagros que lo rodea que se enteren que desde hace años los
familiares de los muertos por la subversión -porque hubo gente que fue
asesinada en los setenta aunque algunos lo hayan olvidado- piden por, al menos,
un lugar para sus muertos en la historia. Seamos sinceros, tanto los
periodistas de La Nación en particular como los de Argentina en general, tienen
la convicción que ni María Cristina Viola, ni Paula Lambruschini, ni ninguno de
los asesinados por la guerrilla son noticia; y considerando que de las
nombradas, una era hija de un Capitán del Ejército Argentino que combatía en
Tucumán, y la otra, hija del jefe de la Armada Argentina, es probable que con
el rasero que hemos aprendido a cualificar los crímenes de los setenta, ambas,
de 3 y 15 años quizás se lo tenían merecido.
Algunas de las Víctimas de la bomba en el Comedor de Coordinación Federal |
Pero no demos por el pito más de lo que el pito vale, la
trama operística del editorial arrancó con el empuje dramático de “Tosca” pero
terminó con el ritmo ramplón de cualquier cumbia villera; Sirven, que al menos
puso la jeta, y su corte de huidizos escribas terminaron equiparados a una
iletrada como es Victoria Donda que si bien se dirigió a los dueños de La
Nación, trató, según su estilo, de salpicar a todos -cómitres y galeotes- con
sus palabras: “Los dueños del centenario
diario, irresponsablemente, hablan de venganzas, comparan lo sucedido en
aquellos años en nuestro país con el terrorismo internacional que mantiene en
vilo a Europa por estos días…” En verdad, ni Vicky, ni los periodistas en
general, ni una buena parte del pueblo argentino han aprendido nada, porque
aunque a ellos les moleste, lo sucedido en los setenta es similar a la masacre
de París, quizás no con tantos muertos, pero muertos al fin. Vicky Donda usa,
de manera chapucera, el mismo argumento de quienes niegan el Holocausto: “no fueron seis millones de judíos los
gaseados sino 5.400.000…” Poner una bomba y matar a veintitrés personas en
el comedor de Coordinación Federal o a ochenta en Bataclán, es lo mismo; la
muerte de un hombre es un hecho cualitativo y el número solo sirve para sumar
horror, al horror de quitar una vida, sea quien sea el que puso la bomba, tu
padre o el hijo de un argelino con chilaba y turbante.
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