Con el fin de
expandir en forma totalitaria su poder, los populismos de la región invocan
gestas emancipadoras y luchas revolucionarias para sus falsas batallas
Ejército de Roca en la ribera del Río Negro año 1879. Fuente Archivo General de la Nación
En aquella mañana
fría del 25 de mayo de 1879, cuando se celebraba la misa de campaña en Choele
Choel, frente al río Negro, el joven general Julio A. Roca, de 37 años, no
hubiese podido imaginar que ese emocionante tedeum, muchos años después, iba a
ser interpretado como la culminación de una campaña genocida para exterminar a
los pueblos originarios de la Patagonia, con objetivos subalternos.
El populismo
kirchnerista ha utilizado todos los medios, incluyendo la historia, para
dividir a los argentinos e imponer su falso relato con el solo objetivo de
acumular poder para acaparar dinero.
Mientras la ex
presidenta sostiene que El Calafate es su lugar en el mundo, que YPF debía ser
estatizada, que el futuro está en Vaca Muerta y que las Malvinas son argentinas,
sus seguidores parecen haber olvidado que El Calafate, YPF, Vaca Muerta y las
Malvinas son todos íconos de la argentinidad gracias a que, en aquella fría
mañana, el general Roca consolidó hacia el Sur las fronteras de la República,
evitando que toda la Patagonia fuera chilena. Lo mismo vale para tantos otros
lugares que se incorporaron al "ser
nacional" en virtud de esa patriótica campaña: desde La Pampa hasta la
Antártida, pasando por el cerro Catedral, el glaciar Perito Moreno, la ruta 40,
los chocolates de Bariloche, las manzanas de Río Negro, las frambuesas de El
Bolsón, las tortas galesas, las merluzas de Puerto Madryn, las ballenas de la
península Valdés, el faro del fin del mundo y Ushuaia, la ciudad más austral
del planeta.
Es perverso intentar
una condena moral de quienes representaban en aquel momento la modernidad y el
progreso, cuestionando el desplazamiento de otros pobladores, que tampoco
estaban desde siempre. Y, mucho menos, para ocupar tierras, ejercer la
violencia y demandar indemnizaciones.
En realidad, se trató
de un conflicto de culturas, como ha ocurrido y continuará ocurriendo en toda
la historia humana. Desde que los primeros habitantes cruzaron por el estrecho
de Bering hace 20.000 años, durante la última glaciación, se han sucedido
distintas civilizaciones en todo el continente, caracterizadas por guerras y
conquistas, sojuzgamientos y matanzas. Igual que en Europa luego del Imperio
Romano, cuando irrumpieron las tribus "bárbaras"
que configuraron las distintas nacionalidades, que también nos anteceden.
Ningún pueblo es
realmente originario de ningún lugar, pues la evolución humana incluye
desplazamientos, dominaciones, extinciones, connubios e himeneos. En ese
desarrollo siempre agónico, siempre incierto, ha existido un avance ético, aún
tambaleante, al reconocerse ahora valores universales e inalienables de la
persona humana. Ése es el mayor legado de la modernidad y el progreso, mal que
le pese al relativismo cultural.
Cuando Pedro de
Mendoza regresó a España luego de fundar la ciudad de Buenos Aires, había muy
poca población indígena, como los querandíes, los guaraníes, los ranqueles o
los tehuelches, toda gente de a pie, puesto que no había aún caballos para
recorrer distancias. Tampoco había vacunos, ni cerdos, ni perros, ni aves de
corral. Cuando los animales traídos de España se multiplicaron, irrumpieron
jinetes del otro lado de la Cordillera que hablaban "mapudungun" (mapuche). Los españoles, que los veían
llegar del Arauco, llamaron araucanos a estos visitantes que arriaban ganado
cimarrón hasta Chile recorriendo las extensas "rastrilladas".
Cuando desapareció el
ganado salvaje, el tráfico comercial transandino no desapareció, pues los
araucanos lanzaron sus malones sobre los poblados, con sus terroríficos ataques,
degüellos y raptos de cautivas con sus críos.
La primera gran
araucanización ocurrió después de la derrota en Rancagua (1814) y luego de la
victoria de Maipú (1818), cuando las tribus boroanas, que apoyaban a los
patriotas chilenos en un caso y a los realistas en el otro, emigraron a nuestro
suelo para afincarse en Carhué, Masallé, Guaminí y las Salinas Grandes.
El cacique Juan Calfucurá convocó en 1834 a unos mil caciques y capitanejos de las pampas, los embriagó y luego los mató a todos.
El imponente Juan
Calfucurá llegó de Chile en 1834 y estrenó sus armas contra sus propios
compadres en la "matanza de
Masallé". De allí en adelante, lideró la confederación de las Salinas
Grandes y dominó a casi todos los pueblos originarios durante 40 años hasta su
muerte, en 1873, después de la batalla de San Carlos de Bolívar.
La irrupción de
forasteros en nuestro territorio también ocurrió en el norte de la Argentina.
Allí se expandió el imperio incaico, con su capital en Cuzco, que alcanzó los
dos millones de kilómetros cuadrados y 14 millones de habitantes, extendiéndose
por Chile hasta el río Bio Bio y también por la región andina de nuestro país.
La expansión inca no fue pacífica, sino fruto del sometimiento de múltiples
pueblos originarios, como los huancas y taramas, los cajamarcas y cañaris, los
collas, chachapollas y lupacas.
La historia es
irreversible, lo ocurrido no tiene marcha atrás y, como dice Borges: "Todo era fácil nos parece ahora, en el
plástico ayer irrevocable?".
El análisis
contrafáctico no es muy científico, pero cabe preguntarse: ¿cómo sería el país
que imaginan quienes condenan la llamada Conquista del Desierto? ¿Nunca se
debió avanzar más allá del río Salado, respetando la línea que el virrey Loreto
pactó con los pampas? ¿O quizá ni Juan de Garay ni Pedro de Mendoza debieron
llegar al Río de la Plata? ¿A qué nación del mundo pertenecerían hoy nuestros
territorios patagónicos, sus bellezas naturales, sus yacimientos de
hidrocarburos, sus recursos pesqueros, su proyección antártica?
El populismo
kirchnerista ha llevado a su máximo nivel ciertas concepciones del revisionismo
histórico, trasladando sus hipótesis y consignas desde el mundo de la academia
al mundo del activismo político.
Sería jerarquizar a
sus escribas atribuirles raíces en la prosa romántica de Johann von Herder o en
el relativismo cultural de Claude Lévi-Strauss. El populismo resucita a los "pueblos originarios" para
combatir a la "civilización"
representada por la Generación del Ochenta y su proyecto liberal, cosmopolita y
modernizador. Y, por elevación, al Occidente contemporáneo y anglohablante, con
democracias vibrantes que comparten valores esenciales y que fundan su
prosperidad en economías abiertas e integradas al mundo.
Sin duda, esos
valores esenciales y nuestras instituciones republicanas son contrarias a los
proyectos de los demagogos y dictadores, como se aplican en Cuba, Venezuela,
Irán o Rusia.
Los populismos
latinoamericanos prefieren adoptar las banderas de la revolución, sobre la
educación; de la liberación, sobre la Constitución; de la reclusión, sobre la
integración. Para expandir en forma totalitaria su poder interno, invocan
gestas emancipadoras y luchas revolucionarias para sus falsas batallas contra
enemigos internos y externos.
Eligen a Che Guevara
sobre Domingo Sarmiento, a Juana Azurduy sobre Cristóbal Colón o a Juan Manuel
de Rosas sobre Julio Argentino Roca. Ocultando, en este caso, que la campaña
del primero contra el indio, en 1833, provocó más víctimas que la de 1879 y
soslayando que don Juan Manuel buscaba proteger sus estancias, mientras que al
ministro de Guerra de Avellaneda lo animaba un sentido nacional.
Todos somos pueblos
originarios y, como tales, debemos estar orgullosos de nuestro pasado y de
compartir un destino común. Todos tenemos apellidos que reflejan migraciones,
rupturas y exclusiones. Las pocas comunidades locales que aún conservan
intactos sus linajes merecen amor y cuidado, como parte del pueblo argentino.
Sus culturas deben ser integradas y respetadas. Pero nunca utilizadas por
activistas, politicastros y picapleitos para juntar votos o engrosar sus
billeteras.
Quienes expandieron
la cultura occidental por el territorio de la patria, aun mediante conflictos,
sembraron las semillas de un valor esencial que no existía en América y que
difícilmente hubiera florecido si aquella misa matutina, frente al río Negro,
no hubiera tenido lugar: el respeto por la dignidad individual, heredado de
Atenas, consolidado en el Renacimiento y, finalmente, plasmado en la concepción
moderna de los derechos humanos.
NOTA:
Las imágenes no corresponden a la nota original.
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