lunes, 22 de agosto de 2016

LA UTILIZACIÓN POPULISTA DE LOS PUEBLOS ORIGINARIOS

Con el fin de expandir en forma totalitaria su poder, los populismos de la región invocan gestas emancipadoras y luchas revolucionarias para sus falsas batallas


Ejército de Roca en la ribera del Río Negro año 1879. Fuente Archivo General de la Nación

En aquella mañana fría del 25 de mayo de 1879, cuando se celebraba la misa de campaña en Choele Choel, frente al río Negro, el joven general Julio A. Roca, de 37 años, no hubiese podido imaginar que ese emocionante tedeum, muchos años después, iba a ser interpretado como la culminación de una campaña genocida para exterminar a los pueblos originarios de la Patagonia, con objetivos subalternos.

El populismo kirchnerista ha utilizado todos los medios, incluyendo la historia, para dividir a los argentinos e imponer su falso relato con el solo objetivo de acumular poder para acaparar dinero.


Mientras la ex presidenta sostiene que El Calafate es su lugar en el mundo, que YPF debía ser estatizada, que el futuro está en Vaca Muerta y que las Malvinas son argentinas, sus seguidores parecen haber olvidado que El Calafate, YPF, Vaca Muerta y las Malvinas son todos íconos de la argentinidad gracias a que, en aquella fría mañana, el general Roca consolidó hacia el Sur las fronteras de la República, evitando que toda la Patagonia fuera chilena. Lo mismo vale para tantos otros lugares que se incorporaron al "ser nacional" en virtud de esa patriótica campaña: desde La Pampa hasta la Antártida, pasando por el cerro Catedral, el glaciar Perito Moreno, la ruta 40, los chocolates de Bariloche, las manzanas de Río Negro, las frambuesas de El Bolsón, las tortas galesas, las merluzas de Puerto Madryn, las ballenas de la península Valdés, el faro del fin del mundo y Ushuaia, la ciudad más austral del planeta.

Es perverso intentar una condena moral de quienes representaban en aquel momento la modernidad y el progreso, cuestionando el desplazamiento de otros pobladores, que tampoco estaban desde siempre. Y, mucho menos, para ocupar tierras, ejercer la violencia y demandar indemnizaciones.


En realidad, se trató de un conflicto de culturas, como ha ocurrido y continuará ocurriendo en toda la historia humana. Desde que los primeros habitantes cruzaron por el estrecho de Bering hace 20.000 años, durante la última glaciación, se han sucedido distintas civilizaciones en todo el continente, caracterizadas por guerras y conquistas, sojuzgamientos y matanzas. Igual que en Europa luego del Imperio Romano, cuando irrumpieron las tribus "bárbaras" que configuraron las distintas nacionalidades, que también nos anteceden.

Ningún pueblo es realmente originario de ningún lugar, pues la evolución humana incluye desplazamientos, dominaciones, extinciones, connubios e himeneos. En ese desarrollo siempre agónico, siempre incierto, ha existido un avance ético, aún tambaleante, al reconocerse ahora valores universales e inalienables de la persona humana. Ése es el mayor legado de la modernidad y el progreso, mal que le pese al relativismo cultural.


Cuando Pedro de Mendoza regresó a España luego de fundar la ciudad de Buenos Aires, había muy poca población indígena, como los querandíes, los guaraníes, los ranqueles o los tehuelches, toda gente de a pie, puesto que no había aún caballos para recorrer distancias. Tampoco había vacunos, ni cerdos, ni perros, ni aves de corral. Cuando los animales traídos de España se multiplicaron, irrumpieron jinetes del otro lado de la Cordillera que hablaban "mapudungun" (mapuche). Los españoles, que los veían llegar del Arauco, llamaron araucanos a estos visitantes que arriaban ganado cimarrón hasta Chile recorriendo las extensas "rastrilladas".

Cuando desapareció el ganado salvaje, el tráfico comercial transandino no desapareció, pues los araucanos lanzaron sus malones sobre los poblados, con sus terroríficos ataques, degüellos y raptos de cautivas con sus críos.

La primera gran araucanización ocurrió después de la derrota en Rancagua (1814) y luego de la victoria de Maipú (1818), cuando las tribus boroanas, que apoyaban a los patriotas chilenos en un caso y a los realistas en el otro, emigraron a nuestro suelo para afincarse en Carhué, Masallé, Guaminí y las Salinas Grandes.





El cacique Juan Calfucurá convocó en 1834 a unos mil caciques y capitanejos de las pampas, los embriagó y luego los mató a todos.

El imponente Juan Calfucurá llegó de Chile en 1834 y estrenó sus armas contra sus propios compadres en la "matanza de Masallé". De allí en adelante, lideró la confederación de las Salinas Grandes y dominó a casi todos los pueblos originarios durante 40 años hasta su muerte, en 1873, después de la batalla de San Carlos de Bolívar.

La irrupción de forasteros en nuestro territorio también ocurrió en el norte de la Argentina. Allí se expandió el imperio incaico, con su capital en Cuzco, que alcanzó los dos millones de kilómetros cuadrados y 14 millones de habitantes, extendiéndose por Chile hasta el río Bio Bio y también por la región andina de nuestro país. La expansión inca no fue pacífica, sino fruto del sometimiento de múltiples pueblos originarios, como los huancas y taramas, los cajamarcas y cañaris, los collas, chachapollas y lupacas.

La historia es irreversible, lo ocurrido no tiene marcha atrás y, como dice Borges: "Todo era fácil nos parece ahora, en el plástico ayer irrevocable?".

El análisis contrafáctico no es muy científico, pero cabe preguntarse: ¿cómo sería el país que imaginan quienes condenan la llamada Conquista del Desierto? ¿Nunca se debió avanzar más allá del río Salado, respetando la línea que el virrey Loreto pactó con los pampas? ¿O quizá ni Juan de Garay ni Pedro de Mendoza debieron llegar al Río de la Plata? ¿A qué nación del mundo pertenecerían hoy nuestros territorios patagónicos, sus bellezas naturales, sus yacimientos de hidrocarburos, sus recursos pesqueros, su proyección antártica?

El populismo kirchnerista ha llevado a su máximo nivel ciertas concepciones del revisionismo histórico, trasladando sus hipótesis y consignas desde el mundo de la academia al mundo del activismo político.

Sería jerarquizar a sus escribas atribuirles raíces en la prosa romántica de Johann von Herder o en el relativismo cultural de Claude Lévi-Strauss. El populismo resucita a los "pueblos originarios" para combatir a la "civilización" representada por la Generación del Ochenta y su proyecto liberal, cosmopolita y modernizador. Y, por elevación, al Occidente contemporáneo y anglohablante, con democracias vibrantes que comparten valores esenciales y que fundan su prosperidad en economías abiertas e integradas al mundo.

Sin duda, esos valores esenciales y nuestras instituciones republicanas son contrarias a los proyectos de los demagogos y dictadores, como se aplican en Cuba, Venezuela, Irán o Rusia.

Los populismos latinoamericanos prefieren adoptar las banderas de la revolución, sobre la educación; de la liberación, sobre la Constitución; de la reclusión, sobre la integración. Para expandir en forma totalitaria su poder interno, invocan gestas emancipadoras y luchas revolucionarias para sus falsas batallas contra enemigos internos y externos.

Eligen a Che Guevara sobre Domingo Sarmiento, a Juana Azurduy sobre Cristóbal Colón o a Juan Manuel de Rosas sobre Julio Argentino Roca. Ocultando, en este caso, que la campaña del primero contra el indio, en 1833, provocó más víctimas que la de 1879 y soslayando que don Juan Manuel buscaba proteger sus estancias, mientras que al ministro de Guerra de Avellaneda lo animaba un sentido nacional.

Todos somos pueblos originarios y, como tales, debemos estar orgullosos de nuestro pasado y de compartir un destino común. Todos tenemos apellidos que reflejan migraciones, rupturas y exclusiones. Las pocas comunidades locales que aún conservan intactos sus linajes merecen amor y cuidado, como parte del pueblo argentino. Sus culturas deben ser integradas y respetadas. Pero nunca utilizadas por activistas, politicastros y picapleitos para juntar votos o engrosar sus billeteras.

Quienes expandieron la cultura occidental por el territorio de la patria, aun mediante conflictos, sembraron las semillas de un valor esencial que no existía en América y que difícilmente hubiera florecido si aquella misa matutina, frente al río Negro, no hubiera tenido lugar: el respeto por la dignidad individual, heredado de Atenas, consolidado en el Renacimiento y, finalmente, plasmado en la concepción moderna de los derechos humanos.



NOTA: Las imágenes no corresponden a la nota original. 

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