“Vamos bajando la cuesta
“que arriba en mi calle
“se acabó la fiesta”.
Joan Manuel Serrat
Para comenzar, dos avisos
parroquiales. El 10 de abril, a las 19:00, Carlos
Manuel Acuña y yo daremos una
charla en Quintana 161, Capital; si está en Buenos Aires entonces, lo
esperaremos. Y el 18 de abril, todos los
argentinos participaremos de una gigantesca concentración, que superará a la
que logramos el 8 de noviembre; nos reuniremos en los mismos lugares y en todo
el país.
Ahora, manos a la obra. Pese a
que me había propuesto no escribir sobre la coyuntura y privilegiar los planes
para el futuro, para no “comprar” la
agenda que impone el Gobierno, la realidad es más fuerte –“la única verdad”, ¿se acuerda?
– y la aceleración de los tiempos me obliga a contradecir mis intenciones.
La mala praxis, la torpeza y la
ideología han desatado una tormenta económico-financiera de consecuencias
impredecibles, ya que ha comenzado a hacer impacto sobre la base electoral más
firme del oficialismo, la “patria
subsidiada”. Los orígenes de este verdadero tsunami deben rastrearse
(¡cuándo no!) en la corrupción y en el populismo.
Los grandes males de nuestra
actualidad vienen de lejos. La insana e imbécil política ganadera, anunciada
como “proteger la mesa de los argentinos”,
que llevó a la pérdida de doce millones de cabezas y a ceder nuestro secular
papel como gran exportador a favor de Uruguay, Paraguay y, sobre todo, Brasil,
fue anticipada, con precisión quirúrgica, en una nota “Lo inexplicable”, de mayo
de 2006; cuando aún no sabíamos de la rapacidad del kirchnerismo, y pensando
que sólo se trataba de errores garrafales, otra nota “La crisis energética …” adelantó lo que
sucedería en el sector que, hoy, resulta uno de los responsables de la carencia
de dólares en el sistema.
Más tarde, el inenarrable horror
llegó de la mano del conocimiento público de la “compra” por la familia Eskenazi, entonces testaferros de don Néstor (q.e.p.d.), ya que nos
enteramos de cuánto tenía de buscada esa crisis, con el único propósito de
incorporar, a la ya inmensa fortuna de la familia imperial, el 25% de YPF. Si
este hecho hubiera sido gratuito, ya era muy malo pero si, como dice Alieto Guadgni, le costó al país el
equivalente a quinientos millones de cabezas, en reservas de gas y de petróleo,
se convirtió en criminal. El Gobierno, y nosotros, estamos pagando por ello con
importaciones crecientes de combustibles, aún en plena recesión, a precios cada
vez mayores, a costa de una sangría de dólares imparable.
Sin embargo, es el desenfrenado
gasto público –gran parte del cual continúa destinándose a subsidiar al sector
más pudiente de la Argentina, a través de congelamiento de precios al gas y a
la energía, de Aerolíneas Argentinas, del “dólar
turista” y del “dólar automóviles de
lujo”– que crecerá aún más en un año electoral en el cual el oficialismo se
jugará su supervivencia, hoy sostenido por una emisión de moneda que, el año
pasado, llegó al 40%, el principal responsable de la inflación, que no cede aún
en una economía paralizada.
Las reservas monetarias han caído
sensiblemente, y están constituidas, en gran medida, por papelitos de colores o
“pagadiós” que el Gobierno deja en el
Banco Central a cambio de los billetes verdes que no puede imprimir; la Reserva
Federal estadounidense se ha negado de plano a conceder a Ciccone una
franquicia al respecto, y doña Cristina
no consigue flotar sobre un mar de petróleo, como su idolatrado Chávez (q.e.p.d.). Mis amigos
economistas, en especial aquéllos que saben más de moneda, dicen que la paridad
real (circulante contra reservas) ha superado ya a los $ 10 por dólar.
Responder a estos males, en lugar
de enderezar el rumbo, con medidas policiales, forma parte del argumento de una
vieja película que los argentinos hemos visto infinidad de veces, y siempre
terminó dolorosamente antes de que apareciera la inexorable palabra “fin”. Lo malo es que siempre fueron los
espectadores comunes quienes llevaron la peor parte, sin haber logrado nunca
aparecer, siquiera, entre los actores de reparto.
La fiesta organizada por el
oficialismo desde sus orígenes, pero cuyo costo se ocultó desde que se
intervino el Indec, se ha terminado y, como dijo Serrat en su canción “vuelve
el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas”.
Ha llegado, una vez más, la hora de pagar la cuenta y no dejo de pensar que,
antes de irse, incendiarán Roma.
Le he preguntado, muchas veces,
si podemos vivir tres años más en este desmadre pero ahora, a pesar de saber
cuánto subirán los costos para la Argentina hasta 2015, prefiero que, al menos esta
vez, sean los responsables –públicos y privados– de este nuevo desastre quienes
tengan que soportar la explosión entre sus manos, y para ello hay que cerrar
cualquier puerta de escape, para evitar que se transformen en nuevas víctimas.
Cuando ese momento llegue quizás, sólo quizás, seamos capaces de entender, de
una vez y para siempre, que únicamente podremos sobrevivir como país si
terminamos con los populismos y los abusos del poder, si volvemos a la
República y a la Constitución y a la Ley y, sin encandilarnos con el
progresismo, nos ponemos a trabajar por el progreso.
Es cierto que será una ardua
tarea, y que habrá marchas y contramarchas. No es fácil, después de tantas
décadas, que aprendamos a no mirar al Estado como un padre dadivoso y severo y
comenzamos a verlo como lo que debiera ser: simplemente, un administrador de
los bienes públicos. No soy demasiado optimista, debo confesar. Hoy, el gran
parte de los argentinos cree que debemos tener una línea aérea de bandera, o “Fútbol para todos”, o una irracional y
absurda protección industrial, o una universidad con ingreso irrestricto y
totalmente gratuita, o que no debemos endeudarnos con el exterior, o que es
bueno estar en guerra permanente con el mundo.
Para salir de este marasmo,
deberán tomarse medidas muy duras y, para hacerlas posibles, se requerirá de un
masivo apoyo que sólo una profunda y terminal tragedia puede otorgar para quien
emerja de ella como nuevo líder. No estoy hablando de un dictador, sino de
alguien capaz de plantarse frente a la sociedad con un programa de gobierno,
creíble y sustentable, y que asuma el irrevocable compromiso de respetar las
instituciones y las libertades individuales.
A pesar de la declamada crisis
internacional -¡qué puntería tiene!; sólo nos afecta a nosotros, mientras que
todos nuestros vecinos crecen y deben enfrentar la cotidiana lluvia de dólares
que revaloriza sus monedas nacionales- la Argentina tiene una enorme
oportunidad de cara al futuro, pero es requisito indispensable que se
transforme en un país serio y considerado, que deje de ser el hazmerreír
global, que entierre de una vez el pasado, que respete sus contratos y que
cumpla sus obligaciones, que vuelva a tener una educación pública de
excelencia, y que sea un faro de libertad y cultura para el mundo.
Dios, con su infinita
generosidad, nos permitió, una vez más, demostrar de qué somos capaces los
argentinos como individuos. Es imperioso que, ahora, probemos que podemos
trabajar en equipo, que podemos jugar todos juntos, para ser, simplemente, un
país mejor.
Bs.As., 24 Mar 13
Enrique Guillermo Avogadro
Abogado
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