Miércoles
11 de septiembre de 2013 | Publicado en edición impresa
Nuevos tiempos
A 40 años del golpe de Estado contra Salvador Allende, la
dirigencia política chilena parece dispuestaa enfrentarse con las verdades
incómodas del pasado, un camino difícil que a la Argentina no le es ajeno
Por Jorge Sigal |
Para LA NACION
El 18 de diciembre de 1973, tras un acuerdo secreto entre
Estados Unidos y Suiza, Luis Corvalán, secretario general del Partido Comunista
de Chile, detenido desde el 28 de septiembre en un campo de concentración en la
isla de Dawson, en el extremo sur del país, fue canjeado en el aeropuerto de
Zurich por el disidente soviético Vladimir Bukovsky. Acompañado por su esposa,
el senador destituido por el golpe militar de Augusto Pinochet Ugarte, partió
inmediatamente hacia un lugar desconocido en la URSS. Mientras estaba en
prisión, Corvalán había sido distinguido por Moscú con el Premio Lenin de la
Paz.
La escena, que podría haber nacido de la cabeza poco
creativa de un guionista de series en blanco y negro durante los años de la
Guerra Fría, surge sin embargo de una rigurosa crónica de esos tiempos.
Podríamos elegir otras. Miles de imágenes narran aquellos dramáticos días en
los que se jugó en Chile el destino de la puja entre los dos grandes sistemas
que gobernaban la Tierra. El río Mapocho cargado de cadáveres flotando a la
deriva, el Estadio Nacional de Santiago convertido en oprobiosa prisión, el
toque de queda, los fusilamientos sin juicio previo, el presidente Salvador
Allende descerrajándose un tiro con un arma soviética mientras La Moneda, sede
de una de las pocas democracias estables de América latina, era convertida en
escombros por la aviación militar de las fuerzas sublevadas.
La historia de estos cuarenta años desde el golpe de Estado
del 11 de septiembre de 1973 no puede circunscribirse sólo a Chile. Porque
Chile, como lo fue a mediados de los años 30 la Guerra Civil Española,
constituye una marca de época. Lo que allí sucedió nos sucedió a todos. Fue
parte fundamental del reguero de violencia que sacudió al planeta, y en
especial a nuestro continente. Y, a pesar de que aquel mundo bipolar ha
desaparecido, las cicatrices de la catástrofe continúan abiertas. Porque los
muertos y el resentimiento siguen teniendo voz. Sabemos bien los argentinos de
qué hablamos cuando hablamos de odios y rencores: hemos tenido nuestro propio
baño de sangre y aún está pendiente la tarea de una sabia reconstrucción de la
memoria que incluya, de una vez, todos los fragmentos de la verdad. La
historia, como la vida, no es un borrador que se pueda pasar en limpio. De lo
que se trata es de abordarla, de apropiarse de ella como presente para hacerla
futuro.
Los líderes políticos de Chile, que han sabido reconstruir
una democracia sobre el terreno arcilloso que dejó una dictadura a la que
ningún poder democrático pudo sentar ante la Justicia para responder por sus
crímenes, hoy parecen, sin embargo, dispuestos a empezar a enfrentarse con el
pasado, con todas las dificultades que eso implica. El 26 de agosto, como parte
de los recordatorios del golpe militar, se presentó en el Parlamento Las voces
de la reconciliación, un libro que, aunque despertó polémicas y
cuestionamientos, reúne las opiniones de los principales referentes de la
política y la vida social de Chile. Entre ellas, nada menos que las de cuatro
presidentes: el actual mandatario Sebastián Piñera, los demócrata-cristianos
Patricio Aylwin Azócar y Eduardo Frei Ruiz y el socialista Ricardo Lagos
Escobar. La obra fue editada por el senador de la derechista Unión Demócrata
Independiente, Hernán Larraín, junto al ex prisionero de Pinochet y ex senador
socialista Ricardo Núñez. "¿Por qué no dar un paso personal en lugar de
esperar que otros hagan lo que uno quiere oír? Algo simple y transparente como:
«Yo pido perdón por lo que haya hecho o por omitir lo que debí hacer. Pido perdón
por no haber colaborado de modo suficiente a la reconciliación en mi trabajo. Y
también pido perdón por no haber sabido perdonar a quienes me han ofendido y se
han acercado en señal de reencuentro. Desde ya, hoy lo hago en mi nombre: pido
perdón", declaró Larraín en el acto.
A estas voces se fueron sumando otras, como la de la ex
mandataria y nuevamente candidata presidencial, Michelle Bachelet, quien al
valorar la iniciativa destacó que es fundamental comprender que un país se
integra con todos sus sectores, que "nadie sobra" y que es éste
"el momento para un gran compromiso". Ahora, a las opiniones
individuales se les agregan pronunciamientos de organizaciones de fuerte
gravitación en la vida pública del país que tendrán, seguramente, consecuencias
jurídicas concretas. Por ejemplo, la Asociación Nacional de Magistrados del
Poder Judicial de Chile, que ha hecho una contundente declaración pública.
"Sin ambigüedades ni equívocos -dijeron los jueces-, estimamos que ha
llegado la hora de pedir perdón a las víctimas, a sus deudos y a la sociedad
chilena por no haber sido capaces en ese trance crucial de la historia de
orientar, interpelar y motivar a nuestra institución gremial y a sus miembros
en orden a no desistir de la ejecución de sus deberes más elementales e
inexcusables, a saber, el cumplimiento de la función cautelar que en sí misma
justifica y explica la existencia de la jurisdicción."
Son los nuevos tiempos que corren y que, seguramente, se
extenderán a otras latitudes. Porque, si bien cada nación elabora sus propias
estrategias para cerrar las llagas que el pasado ha dejado en su piel, una
falsa reconstrucción de lo ocurrido consolida la cadena de mentiras que, a la
larga, compromete la posibilidad de que esas sociedades puedan poner su mirada
definitivamente en el porvenir. No por casualidad en nuestro país, al ritmo de
la creciente pérdida de credibilidad del dogma oficial, empiezan a surgir
también análisis disonantes, no conformistas, que se resisten a la tentación de
mirar hacia atrás por el ojo de la cerradura. Esas miradas, la de Héctor Leis,
Graciela Fernández Meijide, Ceferino Reato, Daniel Muchnik o Claudia Hilb, que
se suman a otras más solitarias que abrieron cauce hace años, como la de Oscar
del Barco en su "No matarás", tienen por el momento carácter
individual. Pero hay decenas de nuevas expresiones, sobre todo entre jóvenes
investigadores en ciencias sociales, que intentan profundizar, sin
complicidades con el pasado, las otras partes de la verdad. Que se resisten a
banalizar la historia, reducida muchas veces a una pulseada entre buenos y
malos, en algunos casos por simple especulación política. Y que no se conforman
con clausurar, de manera superficial y frívola, el debate todavía pendiente
acerca de la acción de los grupos armados que se alzaron contra el orden
constitucional durante la trágica noche de los años 70.
Ha habido en esta última década hechos ruidosos que, aunque
tuvieron una potente carga simbólica, y posiblemente hayan resultado
reparadores para un sector de las víctimas de la represión, se hicieron con
carácter deliberadamente parcial. No se han hecho con el afán de cicatrizar
heridas, buscar justicia y construir futuro, sino para tapar el sol con las
manos. Dos de esos actos, la recuperación de la ESMA como espacio para la
memoria y la orden de Néstor Kirchner de retirar los retratos de los dictadores
del Colegio Militar, estuvieron teñidos por esa banalización. En el primer
caso, con la deliberada omisión de Raúl Alfonsín (apenas reparada luego con un
tardío pedido de disculpas), de destacados intelectuales, del ex fiscal Julio
César Strassera y de tantas otras figuras que hicieron un enorme aporte al
esclarecimiento de los tremendos hechos de violencia que caracterizaron nuestro
pasado reciente. En el segundo, al convertir una reparación histórica en un
gesto especulativo, de carácter individual, ajeno a la construcción de
imprescindibles consensos.
Aunque las recetas no se pueden replicar porque, como se ha
señalado, cada país tiene sus peculiaridades, Chile está mostrando un camino de
coincidencias republicanas para superar una etapa que todavía duele y lastima.
Es cierto también que para llegar a la verdad se requiere de la voluntad de las
partes. Y, como ha señalado Leis en este mismo espacio la semana pasada, en
nuestro país la principal ausencia es la de militares dispuestos a contribuir
en el esclarecimiento de los crímenes cometidos al amparo de las sombras y
violando los más elementales derechos humanos. Pero otro tanto podría decirse
de los principales responsables de las organizaciones armadas, particularmente
de Montoneros, que no sólo se han resistido a una verdadera autocrítica sino
que parecieran esperar, sin pudor, que la sociedad les agradezca los servicios
prestados.
En la Argentina faltan voces dispuestas a acompañar el
camino de la Justicia. Para que la historia siga su curso con todos los que
somos. Porque, como dijo la presidenta Bachelet, "nadie sobra".
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