Por Federico
Sturzenegger | Para LA NACION
El miércoles 18 tuve
el honor de asistir a una audiencia bicameral en defensa del fiscal José María Campagnoli,
abruptamente apartado de su cargo por el Tribunal
de Enjuiciamiento de Fiscales por la única razón de haber llegado a la
médula de una investigación que cercaba al empresario
Lázaro Báez y que podía tener vaya uno a saber qué ramificaciones.
El pedido de apartar
a Campagnoli no había prosperado en
dos instancias judiciales. La defensa de Báez,
además, lo había denunciado ante la procuradora
general de la Nación, Alejandra Gils Carbó, su jefa, quien inició una
investigación interna. Tras un dictamen de un comité asesor, Gils Carbó solicitó la suspensión del
fiscal, al que acusó de abusar de su poder por ahondar en una investigación
contra Báez cuando no tenía
competencia para hacerlo. Finalmente, la Cámara
del Crimen confirmó la investigación de Campagnoli, rechazó los pedidos de
nulidad de la defensa de Báez sobre
la investigación del fiscal, pero entendió que no tenía competencia y remitió
la causa al juez federal Sebastián
Cassanello, quien ya investigaba al empresario por lavado de dinero.
Cuando escuchaba al
fiscal en la audiencia, no podía dejar de hacer un paralelismo entre este caso,
surgido de la investigación periodística
de Jorge Lanata, con aquel famoso caso
de Watergate, también surgido de una investigación de dos periodistas del Washington Post y que terminó con la dimisión
del presidente norteamericano Richard
Nixon.
En mayo de 1973, con
el escándalo Watergate en plena
efervescencia, el presidente Nixon
nominó a Elliot Richardson para el
cargo de fiscal general después de
que el anterior, Richard Kleindienst,
renunciara junto con otros asesores presidenciales -John Dean, H.R. Haldeman
y John Erlichman- cuya situación se
había vuelto insostenible.
La prensa interpretó
el nombramiento de Richardson como
un intento del presidente por controlar
las investigaciones del escándalo. Pero la primera decisión de Richardson al frente del Departamento
de Justicia ya le hizo comprender a Nixon
que no habría piedad. Esa decisión fue
el nombramiento del demócrata
Archibald Cox como fiscal especial para el caso. Cox ocuparía en el célebre caso norteamericano el lugar de Campagnoli en el nuestro.
Richardson
le pidió a Cox que examinara "todas las pruebas documentales"
que obtuviera, cualquiera fuera su procedencia, a las que tendría "acceso sin restricción alguna".
Cuando se supo que durante muchos años se habían grabado en secreto las
conversaciones del presidente Nixon
en el despacho oval, el fiscal especial
solicitó una audición de nueve de esas cintas decisivas. Nixon lo rechazó con el argumento de la inmunidad presidencial y
sólo ofreció un resumen del material. Cox
se mantuvo firme, por lo que, el 20 de octubre de 1973, el presidente Nixon ordenó al fiscal general Elliot Richardson que
destituyera a Cox y clausurara la fiscalía especial del caso. Obviamente, la figura de Nixon se corresponde con
el poder político que en nuestro
caso buscó la destitución de Campagnoli.
Pero Richardson se negó a despedir a Cox y prefirió presentar su dimisión.
Inmediatamente fue convocado a la Casa Blanca el segundo de Richardson, William Ruckelhaus, al que también se le exigió que procediera
contra el fiscal especial, pero
también éste se negó a hacerlo.
Minutos después, Nixon nombró fiscal general interino a Robert Bork y repitió su orden por
tercera vez, finalmente con éxito. En nuestra historia, la procuradora Gils Carbó resulta ser Bork.
El desplazamiento de Cox produjo conmoción en el ámbito del
derecho estadounidense y en la prensa, y sólo a partir de la actividad del juez
de la causa, John Sirica se
desarrolló un proceso que terminó en la
renuncia del presidente el 8 de agosto de 1974. En nuestro caso, el papel de
Sirica le correspondería al juez Cassanello.
En el caso Watergate, las idas y venidas sobre si
el presidente debía entregar las
cintas llegó finalmente a la Corte
Suprema. El
día que la Corte decidió por 8 votos a 0 que el presidente de los Estados
Unidos de América carecía de inmunidad ante la ley, a Nixon no le quedó otra
alternativa que renunciar.
Como se ve, hay un
claro paralelismo en ambas situaciones: una investigación periodística y un fiscal incisivo arremeten contra el
poder político. En ambos casos, el
poder político reacciona y logra apartar al fiscal.
En el caso de los
Estados Unidos, lo que siguió fue una historia inspiradora. La Justicia
tomó riendas en el asunto y transformó el momento institucional más delicado en
la historia norteamericana en su momento más triunfal.
En la Argentina,
afortunadamente, aún falta escribir la parte más importante. Todavía puede
declararse la nulidad de la suspensión del fiscal para que la causa siga
adelante. O quizá Cassanello se
despierte de su letargo y, como una suerte de Sirica argentino, sorprenda a la sociedad con la misma entrega a
las instituciones que mostró su par norteamericano. También podría ser tratado
el tema por la Corte Suprema de Justicia
de la Nación, luego de que se agoten todas las instancias procesales o si
es concedido el per saltum que eventualmente pudiera pedir alguna de las
partes.
Cualquiera de estas salidas también podría transformar este
momento de debilidad institucional en el mejor momento de la democracia
argentina: el momento en que sentimos orgullo de vivir en un Estado de Derecho
donde todos somos iguales ante la ley.
NOTA:
Las imágenes y negritas no corresponden a la nota original
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
No dejar comentarios anónimos. Gracias!