El ejercicio del
poder, bajo cualquiera de sus formas, tiene algunas semejanzas con el consumo
de alcohol, drogas o tabaco, y no se aleja demasiado de lo que ocurre con el
juego o cualquier otra adicción.
Los individuos que se
han acostumbrado a ciertas situaciones parecen tener serias dificultades para
abandonarlas y se someten a una atracción ilimitada por las sensaciones que les
produce seguir haciéndolo. Luego de un lapso considerable, cuando ese
comportamiento se transforma en rutina, no pueden dejar todo de la noche a la
mañana, no al menos sin sufrir dramáticamente, las inevitables consecuencias
que ello ocasiona.
Esta comparación
puede resultar algo audaz desde lo conceptual, pero la abstinencia que se
produce al dejar de ejercer un cargo, permite trazar este paralelo e intentar
recorrer imaginariamente esta analogía que ayuda a comprender el trágico
proceso por el que atraviesan los poderosos.
La diferencia más
destacable respecto de esas otras adicciones, es que de la mayoría de ellas es
posible salir cuando previamente se decide hacerlo. No es que sea simple
lograrlo, porque ello implica un difícil trance de profunda autocrítica y
revisión interna. A veces se da como resultado de la saturación y los excesos,
pero generalmente es gracias al explicito reconocimiento de que lo vivido ha
sido una experiencia altamente destructiva.
El poder, por el
contrario, no se abandona por una determinación individual, sino por la
existencia de factores externos, ajenos a la voluntad y, casi siempre, por
imperio de las circunstancias. Los que lo ostentan se nutren a diario de esos
paradigmas hasta convertirlos en los ejes centrales de sus vidas. Si dependiera
exclusivamente de ellos, se quedarían para siempre.
La mayoría de las
veces, son las instituciones las que establecen los límites a esa tentadora
eternización que tanto cautiva, y en otros casos son solo las vicisitudes de la
política las que disponen el irreversible fin de un ciclo.
Lo interesante y
distinto es que el mandamás de turno, sufre los primeros síntomas de este
síndrome muchos meses antes de su efectiva abstinencia. Tiene plena conciencia
de que su futuro no será una extensión del presente, que lo que conoce y le
brinda seguridad, está próximo a culminar y que no podrá extender su sueño en
forma indefinida como lo anhela.
Con bastante
antelación sus actitudes y decisiones empezarán a tomar un giro inusitado. Todo
a su alrededor se modificará de un modo lento pero en un sentido bien definido.
Será un proceso duro pero también inexorable. Se ofuscará con facilidad,
perderá la paciencia muchas veces, mostrará su impotencia en cuestiones
menores.
El poderoso no tolera
la idea de ser ignorado, de que las determinaciones en el futuro no pasen por
sus manos y que el coqueteo típico de los aduladores de siempre, busque cierta
cercanía con el nuevo líder, ese que potencialmente tomará el mando y lo
heredará en la siguiente fase.
Este personaje no
soporta siquiera imaginar ese momento en el que pasará a ser solo uno más. Sabe
que la impunidad propia de quien tiene una dosis de poder, desaparece
mágicamente para dar lugar a una ola interminable de revanchas absolutamente
imaginables.
No solo serán
cuestiones jurídicas, sino el resultado de esa sumatoria de conductas
impropias, reiteradas hasta el infinito, que durante esa etapa, alimentaron
todo tipo de rencores y odios, siempre asociadas a la soberbia y a la necedad
como matriz. Así se construyeron esas enemistades, esas que se acumulan y que
en algún momento intentarán saldar la cuenta de las heridas que han dejado los
abusos tan habituales en esa actividad.
Si el sujeto en
cuestión entendiera que la posición a ocupar es solo por un breve tiempo, que
no ha llegado allí para quedarse eternamente, y que el cargo que tiene que
asumir es solo en representación de otros y no de su propiedad personal, otra
sería realmente la historia.
Por mucho que lo
reciten, por políticamente correctos que intenten ser, el relato diseñado
termina siendo solo una carnada para los desprevenidos. Ellos están convencidos
de que el puesto obtenido es parte de su patrimonio personal y que tienen
derecho a usufructuarlo con todo lo que eso significa. Tal es la confusión que
por instantes creen que el cargo que ostentan y ellos, son lo mismo, solo dos
partes de un todo.
Claro que algunas
debilidades psicológicas propias de cualquier ser humano hacen también su
trabajo. Las inseguridades personales, las frustraciones que arrastran y las
historias individuales nunca exentas de carencias afectivas, influyen demasiado
en la impronta que le imprimen a su tarea.
Es imprescindible
entender la realidad para luego internalizarla. Es vital comprender que la
posición que ha sido deseada, solo sirve para cumplir una misión y luego pasar
la posta a los que vienen. Como en la vida misma, la tarea consiste en dejar un
legado, en marcar una huella, no más que eso.
De eso se trata el
liderazgo, de hacer historia, de tener grandeza, de transitar un camino que
valga la pena ser recorrido, y seducir a los demás para que sean ellos mismos
quienes sientan la necesidad de continuar por ese sendero, aunque para eso
deban recurrir a nuevos protagonistas. Trascender es lo importante. Lo otro, el
enfermizo ejercicio del poder, solo trae consigo secuelas negativas para todos,
pero especialmente para quien sufrirá irremediablemente de su ausencia.
El poder enferma. Eso
no es una novedad. Su carencia también puede dañar y mucho. Eso tampoco es
noticia. Es bueno saber que no existe un antídoto garantizado para ese
padecimiento. En todo caso, la presencia de una alta dosis de integridad moral
puede atenuar su impacto y minimizar sus efectos. Transitar por el poder de un
modo digno es posible, pero lamentablemente no es moneda corriente. Como en
tantas otras facetas de la vida humana, también existe un síndrome de
abstinencia de poder.
Alberto Medina Méndez
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