Jueves 12 de mayo, 2016
Por: Eduardo Menem
Los derechos humanos reconocidos y proclamados
universalmente le corresponden al hombre por su sola condición de tal,
cualquiera sea su nacionalidad o raza, condición social o lugar donde se
encuentre. Porque son inherentes a la naturaleza y dignidad del hombre, hecho a
imagen y semejanza de Dios.
La República Argentina ha sido siempre un país de avanzada
en materia de reconocimiento y protección de los derechos humanos. Basta con
recordar que ya la Asamblea del año XIII había proclamado la libertad de
vientres y que la Constitución de 1853-1860 abolió la esclavitud, estableciendo
además que con sólo pisar el territorio argentino los esclavos quedaban libres.
A simple título comparativo, cabe señalar que en Estados Unidos, considerado
como un ejemplo de la democracia y cuya Constitución representó un importante
antecedente de la Constitución Argentina, recién abolió la esclavitud en 1865
(enmienda XIII).
Pero nuestra Constitución de 1853/1860 no sólo abolió la
esclavitud, sino que estableció un catálogo de derechos fundamentales de los
habitantes, en materias tales como igualdad ante la ley, exigencia del juicio
previo para imponer penas e inviolabilidad de la defensa en juicio y del
domicilio, derecho a trabajar, libertad de tránsito, de asociarse con fines
útiles, libertad de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa,
etcétera, constituyendo los denominados contenidos “pétreos” de nuestra ley
fundamental. La reforma constitucional de 1994, además de incorporar un
capítulo de nuevos derechos, de segunda y tercera generación, incluyó con
jerarquía constitucional el texto de los principales tratados internacionales
sobre derechos humanos, dejando abierta la posibilidad de incorporar otros,
permitiendo colocar a nuestra Constitución a la vanguardia de sus similares de
todo el mundo en cuanto al reconocimiento, protección y garantías de esos
derechos fundamentales inescindibles de la persona humana.
No obstante esos valiosos antecedentes, desde hace varios
años se viene produciendo en nuestro país la violación flagrante de una norma
que integra el extenso y variado repertorio de los derechos humanos, como es la
que se refiere al tratamiento de las personas privadas de su libertad y
sometidas al régimen carcelario.
Entre los contenidos pétreos de la Constitución de
1853-1860, se establece que: “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias,
para seguridad y no para castigo de los detenidos en ellas y toda medida que a
pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella
exija, hará responsable al juez que la autorice” (artículo 18 in fine).
Preceptos similares aparecen en los aludidos Tratados sobre Derechos Humanos
incorporados a nuestra Constitución. Así
la Convención Americana sobre Derechos Humanos dispone que: “Toda
persona privada de libertad será tratada con el respeto debido a la dignidad
inherente al ser humano” (artículo 5 inc. 2) agregando que: "Las penas
privativas de libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la
readaptación social de los condenados” (artículo 5 inc. 6). A su vez la
Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (Pacto de San José
de Costa Rica) determina que todo individuo privado de su libertad…“tiene
derecho también a un tratamiento humano durante la privación de su
libertad”. Por último el Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos dice: “Toda persona privada de su
libertad será tratada humanamente y con el respeto debido a la dignidad inherente
al ser humano” (artículo 10 inc. 1).
No es un secreto para nadie que estas normas de jerarquía
constitucional son violadas en las cárceles de nuestro país, por cuanto las
condiciones en que se cumplen las condenas y las prisiones preventivas están
más cerca de configurar un castigo y una mortificación que del cumplimiento de
las finalidades consagradas por las disposiciones citadas y por otros preceptos
de similar jerarquía.
Estas violaciones se hacen más evidentes con los privados de
libertad acusados o condenados por delitos de lesa humanidad, que son sometidos
a un trato discriminatorio inadmisible, a la luz de los preceptos arriba
enunciados. Basta con mencionar los siguientes casos y circunstancias:
- Los presos que murieron por falta de una atención médica
adecuada y los que seguirán ese camino por las mismas razones. Según algunas
fuentes ya han fallecido más de 350[1] personas en esas condiciones. Recién hace
pocos días, y luego de varios años, se eliminó la inhumana prohibición de que
pudieran ser atendidos en hospitales castrenses.
- La prolongación por años de las prisiones preventivas,
degradando la naturaleza de esa institución y violando la norma de que la
persona detenida tiene derecho a ser juzgada dentro de un plazo razonable o ser
puesta en libertad sin perjuicio de que continúe el proceso (Convención
Americana sobre Derechos Humanos, artículo 7 inc. 5).
- La prohibición de cursar estudios universitarios, a los
que sí pueden acceder los presos por delitos comunes, como lo señaló con
autoridad la señora Graciela Fernández Meijide, según lo consigna el editorial
del diario La Nación con fecha 6 de mayo del corriente año.
- La infundada negativa de conceder la prisión domiciliaria
a personas de más de 70 años de edad (en algunos casos tienen más de 80 años),
no obstante encontrarse muchas de ellas con serios problemas de salud e incapacidades de distinto tipo. Es cierto que las leyes que regulan la
ejecución de la pena privativa de libertad (24.660 y 26.472), dejan a criterio del juez
competente la concesión de la prisión domiciliaria, pero esa facultad tiene que
ser ejercida razonablemente y evitando que la privación de libertad se
convierta en un castigo o un acto de discriminación más cercano a la venganza
que a la justicia.
-El tratamiento humano de las personas privadas de libertad
que exigen las normas antes mencionadas no hace ningún tipo de distinción con
respecto a la naturaleza del delito que motivó esa situación, por lo que la
discriminación que se viene practicando en las cárceles argentinas resulta
violatoria de las mismas. Los poderes del Estado deben intervenir, dentro de
sus respectivas competencias, para poner fin a esta grosera injusticia, que en
definitiva significa un retroceso en la invocada defensa de los derechos
humanos.
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