Hace 200 años,
cuando no había más que caminos de tierra entre montañas y montes, Manuel Belgrano
emprendía desde Tucumán el camino hacia su muerte. Enfermo y casi sin poder
pararse, partió acompañado por un médico amigo, un capellán y dos de sus
antiguos oficiales. No tenía más que algunos pesos prestados y unos caballos
que le facilitaron, porque le debían varios meses de su sueldo de General.
Salió en
febrero de 1820 y llegó a Buenos Aires en marzo. Tenían que bajarlo alzado del
caballo porque casi no podía caminar por lo hinchadas que tenía las piernas. Se
alojó en la casa de su hermano, porque no tenía otro lugar. La Junta de
Representantes ni siquiera se ocupó de tratar el pedido del gobernador Ramos Mejía,
para que se le pagara al enfermo General el dinero que se le debía. El 25 de
mayo Belgrano firmó su testamento, en el que nombraba heredero a su hermano Domingo,
encargándole que, al cobrar lo que le debían, pagara todas sus deudas. El 19 de
junio le dio al médico su reloj, porque no tenía otra manera de pagarle. Al día
siguiente, falleció. Eso pasó hace dos siglos.
Hace poco más
de dos días, un ex funcionario fue detenido cuando trataba de esconder casi 9
millones de dólares saltando sobre el portón de un monasterio en plena noche.
Para completar el cuadro, trasladaba un arma de alto poder.
A cotización
de ayer, ese dinero es casi 130 millones de pesos. Un cálculo sencillo para
comprender la magnitud de lo que iba en esos bolsos subrepticios: ese dinero
son 1.300.000 billetes de 100 pesos. Es como si pudiéramos gastar, durante 30
años, 118 billetes de 100 pesos por día. Casi 12.000 pesos por día durante tres
décadas, incluyendo sábados, domingos y feriados.
Es apenas un
caso. Pero hay muchos más en la Justicia.
¿Qué nos pasó
en estos 200 años? El mérito de Belgrano no es haber muerto pobre. Nadie es
mejor ni peor por ser pobre o ser rico. El mérito de Belgrano es haber sido
honesto. Ni siquiera en el Vía Crucis de su camino hacia la muerte se adueñó de
algo que no le correspondía. Hoy, el país nos abruma con la obscenidad de
dineros trasladados de madrugada o en paraísos fiscales, de máquinas contadoras
de billetes, de enriquecimientos turbios y de una Justicia lenta que apenas
actúa cuando los hechos le estallan en la cara.
Está claro que
a nadie se le pide la conmovedora grandeza de Belgrano. El mundo es otro y los
tiempos también. Pero el valor de la honestidad era el mismo, entonces y ahora.
De nada sirve recordar a Belgrano cada 20 de Junio, si cada día no nos ponemos
la meta, mínima y elemental, de exigir honestidad.
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