Por Mauricio Ortín
Entre los récords que puede exhibir Fidel Castro, sin duda se
destaca el haber presidido la dictadura
más prolongada del continente americano
(desde 1959 hasta 2011). Cincuenta y dos años de tiranía absoluta hasta que se
le dio la gana de transferir el poder a su hermano. Toda una hazaña y que,
dicho sea de paso, el Guinness todavía no lo ha registrado. Y no es que al comandante Castro le hayan
faltado competidores de primer nivel en este lado del mundo; pero los 35 años
de Stroessner, los 31 de Trujillo; los 17 de Pinochet o los 5 de Videla están
muy lejos de semejante marca. Tampoco le hacen mella los 12 años de Hitler; los
21 de Mussolini y los 30 de Stalin o los 27 de Mao. Hay que hacer un esfuerzo
remontarse al Antiguo Egipto o al Viejo Testamento para encontrar, por ahí,
algún faraón o patriarca que siquiera lo emparde. Fidel fue, lo que se dice “un fenómeno” de dictador; porque, más
allá de que los astros nos sean favorables, hay que tener vocación, tesón y
oficio para construir y, luego, mantener tiranía de semejante calibre (¡otra
que El Príncipe de Maquiavelo!) Toda esa
obra le fue reconocida cabalmente cuando en mayo del 2003 visitó la Argentina.
En dicha oportunidad, el jefe de Gobierno porteño, Aníbal Ibarra, le entregó
una medalla de reconocimiento de la ciudad de Buenos Aires tras elogiarlo como “uno de los hombres más respetados en el
mundo que tendrá siempre el reconocimiento de la Argentina”. Más tarde,
nada menos que en la Facultad de Derecho, el máximo violador de los derechos
humanos en Cuba se dirigió a los miles de argentinos que lo vivaban y aplaudían
enfervorizados. Allí se dieron cita todos y todas. Bonafini, Carlotto, Pérez
Esquivel, Aliverti, Víctor Hugo, Maradona, D’Elía, La Gata Flora, Conti,
Scioli, Zaffaroni, Sabatella y demás para solazarse con su frondosa verba
antiyanqui. Su discurso recibió el halago de casi toda la prensa.
Lo que es razonable, no todos los días se recibe la visita de un tipo
que en su país ha eliminado de libertad de expresión acabadamente. Cristina y
Néstor, nobleza obliga, lo homenajearon con el respeto, la admiración y hasta
la sana envidia propia del discípulo que reverencia al maestro. La visita fue
una fiesta y un acontecimiento histórico que bien podría incluirse en las
efemérides nacionales. Se lo merece, tanto mérito hicieron él y el “Che” para enviar a la muerte a tantos
jóvenes y que hoy son “héroes”. Eso
sí a nadie de sus fans argentinos (periodistas y políticos) se le ocurrió
pedirle cuentas por enviar guerrilleros cubanos a derrocar el gobierno de
Arturo Ilia o por devolver el dinero de los secuestros extorsivos que los
Montoneros le depositaban en Cuba.
Al que sí le exigirán se comporte como se debe es a ese descendiente de
esclavos que hizo presidente el “cochino”
capitalismo y su fraudulenta democracia. Ya Pérez Esquivel le advirtió que sólo
será bien recibido sí reconoce públicamente que los yanquis son la escoria del
planeta. Carlotto, bajo amenaza de ser escrachado in situ, le sugirió que no
visite la ESMA. Está claro que Barack Obama no es bienvenido en este país. Es
que no es Fidel, él sí que tiene carisma. Tanto que, en la isla donde bajo su
gobierno la iglesia católica ha sido perseguida sistemáticamente, en lugar de
un reproche le sacó una sonrisa al Papa.
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