por Ricardo Angoso
@ricardoangoso
En 1975 moría
Francisco Franco, jefe del Ejército español y quien había gobernado el país
durante casi cuarenta años (1936-1975), y se iniciaba el proceso de Transición
a la democracia que comandaban ese tándem formado por el Rey Juan Carlos y su
joven primer ministro, Adolfo Suárez. Desde un primer momento, tras una larga
dictadura militar, quedaría muy claro que la modernización, transformación e
integración de las Fuerzas Armadas en el sistema democrático sería una cuestión
fundamental.
También, después de
que la izquierda había estado fuera del juego político durante décadas, era
obvio que otro reto fundamental sería la reconciliación de la izquierda con
estas Fuerzas Armadas que habían sido el instrumento de dominación de una
dictadura que, con sus aspectos negativos y positivos, no supo liderar en su
momento el proceso de normalización democrática que comenzaría inmediatamente
después de la muerte de Franco.
En 1982, tras una
Transición muy difícil condicionada por la permanente agresión terrorista por
parte de ETA, que minaba la moral de los militares y los miembros de las
fuerzas de orden, y la búsqueda de un equilibrio político que concitase el
apoyo social de la mayoría del país a una nueva Constitución, el Partido
Socialista Obrero Español (PSOE) ganaba las elecciones generales y su máximo
líder, Felipe González, se convertía en el presidente de Gobierno. Después de
años purgando la travesía del desierto y haber sufrido la represión política,
la izquierda se hacía con el poder.
Los socialistas, en
estos años en que el terrorismo seguía en alza y la amenaza golpista acaba de
ser conjurada tras el fallido golpe de Estado de
1981[1],
aceptaron los pactos tácitos de la Transición, en el sentido de no exigir
responsabilidades a nadie por el pasado, incluidos los comunistas que habían
cometido una serie de atrocidades en la Guerra Civil, y conservaron casi la
misma estructura del Estado sin realizar depuraciones y desquites, de tal forma
que las Fuerzas Armadas, el cuerpo diplomático heredado de la dictadura y, en
general, la administración pública, preservaron su identidad en el nuevo Estado
democrático.
Se puede decir que en
esos años, a diferencia de lo que ocurre en América Latina, la izquierda superó
un pasado marcado por el espíritu de revancha y la polarización y supo mirar,
con amplitud de miras, hacia el futuro, integrando al país en la Unión Europea
(UE) y también en la OTAN. Los militares españoles comenzaron a participar en
misiones de paz junto con sus aliados occidentales, aprendieron inglés, se
integraron en las estructuras euro-atlánticas y fueron capaces de modernizar
sus vetusta organización en una más funcional, dinámica y abierta a la
sociedad.
LAS FUERZAS ARMADAS
SON UNA PARTE DE LA SOCIEDAD Y NO UN ENTE APARTE Y ALEJADO DE SUS PUEBLOS
Las Fuerzas Armadas
españolas, sin lugar a dudas, han sido una de las instituciones que más
esfuerzos han hecho por modernizarse e integrarse. Respondieron a los desafíos
internos y externos que la sociedad española les demandaba en estos años de
democracia (1977-2014). Pero este gran esfuerzo, esta profunda renovación y
apertura de miras, nunca se hubiera podido realizar si la izquierda
mayoritaria, en este caso los socialistas, no se hubiera reconciliado con la
cuestión militar y aceptado que las Fuerzas Armadas son una parte vital de la
sociedad española y no un ente aparte y ajeno que funciona sin ninguna relación
con el cuerpo social.
Los Ejércitos, en
todos los países occidentales y civilizados, tienen un papel bien claro y
definido: contribuir a la defensa nacional si fuera necesario y estar atentos a
las amenazas externas e internas que puedan debilitar o destruir a los Estados
a los que sirven. Si la izquierda en América Latina, desde Argentina hasta
México, no ha entendido todavía estas ideas básicas es que está en la Edad de
Piedra y le queda mucho camino por recorrer y andar.
Las miles de
detenciones de militares que se están dando en el continente, pero sobre todo
en Argentina, Chile y Colombia, muestran a las claras que la izquierda no se ha
reconciliado con sus Ejércitos y, más bien, muestra que pervive un cierto
espíritu de venganza. No se ve ni generosidad ni agradecimiento por los
servicios cumplidos, sino más bien el deseo de cierta izquierda subversiva en
su momento y ahora reciclada en algo más moderno por lograr por la vía política
lo que no consiguieron por las armas en tiempos pasados.
Los antiguos
terroristas, que se consideraban "jóvenes idealistas", utilizan los
falaces argumentos de los derechos humanos para abrir miles de causas y
procesos a aquellos que, en su día, tuvieron que hacer frente a la amenaza terrorista para evitar
que sus países se vieran sumidos en la barbarie totalitaria que ya padecía la
mitad de Europa y la isla-prisión de Cuba, "primer territorio libre de
América Latina", en palabras de ese gran paladín de la democracia que es
Fidel Castro.
¿JUSTICIA
O VENGANZA?
Se habla de Justicia
con mayúsculas, y se argumenta que la finalidad de los procesos penales es
establecer la verdad histórica de los hechos. Pero la verdad, en la mayoría de
los casos, es que estos procesos han faltado a ese imperativo moral y ético. El
problema es que esta izquierda busca más la revancha que la justicia. El
concepto de "justicia", creo modestamente, no ha sido entendido por
todos: justicia no es venganza. Mucha gente celebra con esta izquierda, jaleada
por algunos "jueces" al estilo del prevaricador Baltasar Garzón y
oscuros periodistas, que se condene a los militares por el simple hecho de
serlos, pero hace falta que haya una idea meridianamente clara acerca de lo qué
realmente hicieron para encontrar esa necesaria reconciliación a la que apelo
en este artículo. ¿Será posible que algún día
ocurra? ¿Será válido el modelo español?
NOTA
DEL EDITOR: En el particular caso de la República
Argentina se dá la paradoja que el principal responsable de los momentos
iniciales de la acción armada, era el ex dictador militar Juan Domingo Perón,
quién desde su exilio en Madrid –en Puerta de Hierro– alentaba a esa “juventud
maravillosa” que se alzó en armas contra las sucesivas dictaduras militares que
se sucedían con breves y ineficientes gobiernos democráticos. Finalmente a su
regreso Perón se encuentra con un país desquiciado por la violencia de las
organizaciones político-militares terroristas, hace renunciar a su ex delegado
personal y entonces presidente de la república, Héctor José Cámpora, gana en
elecciones libres su 3ra. presidencia de la Nación y se enfrenta con quienes
dejaron de ser “su juventud maravillosa” y los echa del movimiento
justicialista tildándolos de “estúpidos imberbes”. Esas organizaciones
terroristas pasan a la clandestinidad y producen acciones violentas cuyo blanco
principal eran las Fuerzas Armadas y de Seguridad y de la Nación.
Tras el ataque del
ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) Perón, que había asumido la presidencia
apenas tres meses antes, tomó el episodio como un desafío a su gobierno, como
un ataque a las Fuerzas Armadas y como una afrenta personal. Cargó las culpas
sobre el entonces gobernador de Buenos Aires, Oscar Bidegain -vinculado a
Montoneros- y lo obligó a renunciar.
Luego, en dos
mensajes, uno al pueblo y otro a los militares de Azul, Perón habló de
"aniquilar" y "exterminar uno a uno" a los guerrilleros a
quienes calificó de psicópatas. Por primera vez un presidente constitucional
usaba esos términos para definir el combate contra al flagelo guerrillero.
Perón muere antes de terminar su tarea de pacificar el país.
A partir de su muerte
se escala en la violencia que ya azotaba al país en todo su territorio y se
suceden las acciones de la guerrilla izquierdista y las represalias de la
derecha a través de la Triple A conducida por el Ministro de Bienestar Social,
el “brujo” José López Rega, pero la escalada llega a tal nivel que desde los
más altos cargos de la República se ordena intervenir a las Fuerzas Armadas y “aniquilar
el accionar de los elementos subversivos”.
Tras el estrepitoso
fracaso del gobierno de la viuda de Perón, María Isabel Martínez, las Fuerzas
Armadas –bajo clamor popular– asumen la conducción del estado y cumplen con su
principal objetivo de aniquilar rápidamente a las organizaciones político
militares terroristas. Ese período conocido como “Proceso de Reorganización
Nacional” constituye el último gobierno militar de facto y tras el fallido
intento de recuperar las Islas Malvinas se ven en la necesidad de entregar el
poder en elecciones libres en el año 1983.
Una de las primeras
decisiones políticas del gobierno del presidente de la Nación, Dr. Raúl
Alfonsín, es disminuir drásticamente el poder político residual de las Fuerzas
Armadas. Objetivo logrado a través de la propaganda, ajuste presupuestario y
juicio a las Juntas Militares que gobernaron el país durante el PRN,
paralelamente también enjuicia a los dirigentes terroristas. Tras las condenas
a militares y terroristas y bajo la presión del grupo militar conocido como
“carapintadas” conducidos por el ex Tte. Cnel. Aldo Rico, el Congreso Nacional
sanciona las leyes de “obediencia debida” y “punto final”… normas legales que
lograr apaciguar los ánimos de los militares de menor jerarquía y que estaban
amenazados por acciones judiciales.
Los jerarcas
militares y guerrilleros cumplen sus condenas impuestas por la justicia, hasta
que se conocen una serie de diez decretos sancionados el 7 de octubre de 1989 y
el 30 de diciembre de 1990 por el entonces presidente de la Argentina Carlos
Menem, indultando civiles y militares que cometieron delitos durante el denominado
Proceso de Reorganización Nacional incluyendo a los miembros de las juntas
condenados en el Juicio a las Juntas de 1985, al procesado ministro de Economía
José Alfredo Martínez de Hoz y los líderes de las organizaciones guerrilleras.
Mediante estos decretos fueron indultadas más de 1.200 personas.
Con esas herramientas
legales de Alfonsín y Menem se consideraba que el país había alcanzado la tan
ansiada pacificación y las heridas de la guerra revolucionaria de los años ’70,
empezaban a cicatrizar.
Finalmente y tras el
desastre económico de los breves gobiernos que los precedieron, acceden al
poder el matrimonio de los Kirchner, quienes reabren las heridas y hurgan en el
pasado por sus necesidades políticas de acumular poder. A instancias del poder
de los Kirchner el Congreso Nacional anula las leyes de “obediencia debida”,
“punto final” y “los indultos de Menem”… pero esos efectos solo alcanzan a los
soldados de la Patria, los ex guerrilleros continúan gozando de total impunidad
y libertad, en algunos casos hasta ocupando altas funciones en la conducción
del estado.
Empieza un período de
venganza impiadosa con el escarnio de las Fuerzas Armadas, de Seguridad,
Policiales y hasta de civiles que habían participado del gobierno del PRN. Esa
venganza busca quebrar la moral de las fuerzas, desmantelarlas bajo un severo
ajuste presupuestario y busca el “quiebre institucional y generacional” entre
el personal en actividad y en situación de retiro. Se recurre al “diseño de un
derecho a medida” de las necesidades de esa venganza, comienza la “casa de
brujas” y son detenidos juzgados y algunos condenados miles de militares,
gendarmes, policías, penitenciarios y civiles.
Se inician los
procesos judiciales por “crímenes de lesa humanidad” violando derechos
jurídicos y humanos mediante verdaderas “aberraciones jurídicas”, que continúan
hoy y durante el cual ya han fallecido casi 300 personas, detenidos como
“Presos Políticos” y violando todo tipo de normas ajustadas a derecho. Una vez
más la sociedad argentina se encuentra dividida, crispada, desconcertada y ante
un gobierno en retirada cuyos actos desesperados solo activan a una “bomba de
tiempo política, económica y social” que explotará en cualquier momento.
Este desquicio institucional -que aún continúa- no se parece en nada a la transición española y sus Fuerzas Armadas, cuyo objetivos de paz y desarrollo se cumplieron bajo el manto protector del Pacto de la Moncloa y la sensatez de sus líderes políticos.
[1] El golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 en España,
también conocido como 23F o 23-F, fue un intento fallido de golpe de Estado
perpetrado fundamentalmente por algunos mandos militares, cuyos episodios
centrales fueron el asalto al Palacio de las Cortes por un numeroso grupo de
guardias civiles a cuyo mando se encontraba el teniente coronel Antonio Tejero,
durante la sesión de votación para la investidura del candidato a la
Presidencia del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo, de la Unión de Centro Democrático,
y la ocupación militar de la ciudad de Valencia en virtud del estado de guerra
proclamado por el capitán general de la III Región Militar Jaime Milans del
Bosch.
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