Por Carlos Mira
El tema de los
derechos humanos cobró nueva vigencia por la decisión del Presidente de recibir
a la presidente de las Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto.
Como se sabe, desde
la llegada del kirchnerismo al poder el concepto de los derechos humanos tal
como se lo conoce en el mundo fue completamente desvirtuado.
En primer lugar se
produjo una apropiación de la idea, como si semejante bandera sólo pudiera ser
levantada, usada y enarbolada por las organizaciones de izquierda vinculadas a
las organizaciones terroristas que asolaron al país en la década del ’70, que
propusieron una guerra contra el Estado (como ellas mismas lo propagaban en sus
diferentes partes, justamente, de “guerra”) y que contribuyeron en una medida enorme al advenimiento de la dictadura
militar de 1976.
Ese gobierno de facto
decidió enfrentar a aquellas organizaciones con sus mismos métodos, originando
una matanza indiscriminada que terminó con la vida de muchos inocentes -en
muchos casos- simplemente porque sus nombres tuvieron la mala fortuna de
figurar en una agenda telefónica.
Desde la llegada de
la democracia, el gobierno del doctor Raúl Alfonsín trató de
manejar la cuestión con algún nivel de equivalencia, aun cuando, claro, el
enjuiciamiento a las Juntas Militares se llevaron el protagonismo de la época y
el consabido respeto de todos.
Los juicios de
Alfonsín fueron complementados con trabajos de las fuerzas vivas de la
sociedad, lideradas por personas intachables, como Ernesto Sábato y Magdalena
Ruiz Guiñazú, que produjeron un documento de investigación denominado “Nunca
Más” que logró identificar cerca de 9000 víctimas de la dictadura.
A partir de allí
surgió el segundo elemento de manipulación, que hasta hoy perdura, que
consistió en insistir que la cifra de muertos era de 30000. Treinta mil se convirtió en un número
mágico, en un hechizo. Nadie, a
partir de allí, fue autorizado a pronunciar un número menor a ése. Quien lo
hacía, por el sólo hecho de hacerlo, era considerado un aliado de los
dictadores.
El tiempo transcurrió
y obviamente fueron muchos los que se fueron animando a poner en tela de juicio
esa cifra. La mismísima Graciela Fernández Meijide que sufrió la desaparición
de su hijo Pablo, de 17 años, produjo una obra completa (“Historia íntima de
los derechos humanos en Argentina”) en donde
afirma que hubo 7954 desaparecidos en el país.
Recientemente, Luis
Labraña, un ex montonero, relató al diario Perfil la historia de las primeras
llegadas de las madres a Europa para solicitar apoyo de las organizaciones de derechos
humanos sobre la base de que lo que había ocurrido en la Argentina era un
“genocidio”. Frente al número que se manejaba en aquel entonces -mucho antes
del Nunca Más- que no llegaba a 5000 personas, se produjeron varias reuniones
para decidir los pasos a seguir. En una de ellas Labraña propuso presentarse
ante aquellos organismos denunciando la desaparición de 30000 personas.
Como dato de color
cabe acotar que aquellos viajes para conseguir dinero se hacían a países como
Holanda y Francia, es decir lugares muy
distantes de los modelos sociales que las organizaciones terroristas buscaban
imponer en la Argentina con su lucha armada.
Desde
ese entonces el número de 30000 pasó a ser un dogma, un mantra,
que se repitió y se repitió hasta que finalmente la gente lo absorbió con una
verdad que no necesitaba demostración, una verdad revelada.
Pero lo que resulta
francamente increíble es que la causa de
los derechos humanos, que es la causa de la evolución del Derecho y la
razón vital del nacimiento de la libertad de manos de los movimientos
libertarios de los siglos XVII y XVIII, haya quedado reducida, en la
Argentina, a la discusión de un número.
Sin embargo, a poco
que se analiza la cuestión, es completamente coherente que, para las llamadas
organizaciones de derechos humanos, semejante cuestión tenga antes que nada un
componente cuantitativo. Más allá de que la justificación del uso de ese número
tenía que ver con el objetivo de conseguir dinero, es completamente lógico que organizaciones que descreen de las
libertades civiles, de los derechos individuales y de las garantías de la
Constitución (salvo, claro está, cuando esas garantían son reclamadas para su
propio beneficio) hayan simplificado el concepto “derechos humanos” a una
bandería y a una cifra.
Es más, el mismísimo nombre “derechos humanos”
conlleva una carga político-ideológica que lo aleja de la ecuménica idea de los
derechos civiles y de las libertades individuales. En efecto, estas fueron
concebidas, por definición, para el goce de todos los habitantes (así lo dice
la Constitución que no limita su goce a los “ciudadanos”) y no como patrimonio
de un conjunto de privilegiados por el hecho de adherir a un credo o de
pertenecer a tal o cual bandería.
Ese sectarismo -ajeno
completamente a la idea de los derechos civiles- quedó en evidencia
cuando, muy suelta de cuerpo, Estela de
Carlotto, en ocasión de la visita del Presidente Macri a la ESMA, dijo que ese
hecho “había herido su susceptibilidad”.
¿Qué quiere decir
Carlotto?, ¿que la ESMA les pertenece a ellos?, ¿desde cuándo el Presidente de
la República no puede visitar un museo público porque “hiere la
susceptibilidad” de alguien?, ¿qué insinúa la titular de Abuelas, que Macri
comulga con la idea de desaparecer personas?
De lo que no debe
caber dudas es que el concepto de derechos individuales (como nunca debieron
dejar de llamarse) es un concepto universal, aplicable a todos los habitantes
de la Tierra y que sucintamente consiste en tener derecho a vivir libremente y
a decidir de manera individual el plan de vida de cada uno, incluyendo en ello
las ideas que se quiera profesar, la manera que se elija vivir y el diseño que
cada uno le dé a su felicidad. Nadie puede ser molestado, ni mucho menos
muerto, claro está, por cómo piensa o cómo vive.
¿Aceptan las Abuelas,
la señora de Carlotto y otras organizaciones similares la simpleza de esta
idea? ¿O su objetivo es la politización sectaria del concepto?
En las respuestas a
esas preguntas se hallan las claves para discernir la sinceridad y la franqueza
de los que se defiende. No habrá
verdadera libertad ni paz en la Argentina mientras un grupo, cualquiera sea, se
considere el propietario de un concepto que la Constitución reservó para el
goce igualitario de todos.
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