El hijo del recordado
escritor no se conmueve con la tristeza de un millonario futbolista. Lo
sensibiliza los malabares que hace una maestra para llegar a fin de mes.
El llanto de Messi conmovió a la mayoría de los argentinos pero no a todos |
Escribe Mario Sábato
Quiero felicitar al
alumno Marito porque no le ha robado los útiles a su compañero de banco. Jamás
ninguna de mis maestras de mi escuela en Santos Lugares me dijo algo así. No me
enseñaron a ser honesto. Lo predicaron con su ejemplo y dedicación. No era un
mérito, sino una obligación.
Este país, mi país, devastado
por los corruptos que, como los nuevos ricos, son torpes y ridículos, y que
perdona a los elegantes corruptores de siempre, se me hace como los parques de
diversiones, con sus espejos deformantes que causaban gracia a los visitantes.
Se veían grotescos, alargados y empequeñecidos. Y eso provocaba sus carcajadas.
Lo mismo, creo, nos
pasa ahora. Solo que los espejos no son deformantes, nos reflejan cómo somos,
cómicos para los demás, patéticos para nosotros.
Si fuimos grandes,
alguna vez, fue por la excelencia de nuestra educación pública. Todos éramos
iguales, pobres y ricos, y los guardapolvos blancos nos indicaban, sin
necesidad de discursos, que teníamos los mismos derechos.
Recuerdo que la
directora vivía enfrente de la escuela, y su casa era una de las más
importantes del barrio. No era una gran cosa, pero tampoco era menos que la del
médico, en mi modesto lugar en el mundo.
Crecí de esa manera,
sabiendo algo que hoy parece olvidado. Que una maestra es tan importante como
un médico. Más todavía, porque a la maestra la necesitábamos todos los días, y
al médico solo nos llevaban cuando teníamos fiebre.
Nos pasó lo que nos
pasó, y no nos damos cuenta de que la peor enfermedad, la de la ignorancia, es
crónica y nos persigue todos los días.
Creo que me estoy
quedando solo, como tantas veces me ha pasado. No me conmueve la tristeza de un
jugador de fútbol, aunque sea argentino y el mejor del mundo.
Me gusta verlo jugar,
y hasta me simpatiza. Pero no le agradezco su esfuerzo ni su pasión, ni me enternecen
sus lágrimas, aunque sean sinceras. Este muchacho cobra 27 millones de pesos
por mes por patear una pelota.
Y una maestra, como
la que me enseñó a leer y escribir y, mucho más que eso, a centenares de chicos
de mi barrio nos hizo saber que es bueno ser una buena persona, debe sobrevivir
con algo así como 8.000 pesos mensuales. Eso sí que me hace lagrimear, y estar
seguro de que vuelva Messi a la selección es mucho menos trascendente a que
retorne la dignidad para los maestros que nos hicieron mejores.
Me parece infame que
discutamos el valor del “Fútbol para
todos” si no entendemos que es infinitamente más importante una buena
educación para todos.
Sé que voy a
contramano. Pero no me habitúo a los espejos que nos deforman, que nos hacen
creer que lo que vale es tener el río más ancho del mundo, la avenida más larga
del planeta, o un equipo de fútbol que gana una copa de no sé dónde.
Sé también que es una
obviedad lo que voy a escribir: no es un seleccionado de fútbol el que nos va a
salvar del país de los espejos deformantes.
Es la educación. Será
una obviedad, pero pocas cosas son tan peligrosas como olvidar lo que debería
ser obvio.
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