Mienten de manera
aleve aquellos que dicen que en la Argentina no hay pena de muerte. Al día de
hoy han muerto en prisión trescientos ochenta y tres argentinos. No ha hecho
falta ni un pelotón de fusilamiento ni una soga con nudo corredizo; simplemente
fueron abandonados en manos de “jueces”
que creen que su tarea está incompleta si no se convierten en verdugos de
aquellos a los que han condenado bajo la imputación de lesa humanidad, infame
subterfugio con el que se quiere denigrar a quienes defendieron a la Patria.
No hablemos de
genocidio; trescientos ochenta y tres asesinados de manera vil no da para
calificar de genocidio a una matanza. Caer en la tentación de hacerlo sería
ponernos a la altura de los estafadores que durante años han repetido -pero que
incluso hoy, lo siguen repitiendo estúpidamente tal como lo hace el secretario
Avruj- la falacia de los 30.000 desaparecidos y que son incapaces de reconocer
que ese número solo fue un pretexto para que los forajidos que, enmascarados
detrás de presuntas “orgas” de
derechos humanos, cobraran una y otra vez indemnizaciones millonarias.
No es genocidio, no
exageremos. Exagerar no es de hombres veraces pero digamos de una vez por todas
y repitámoslo cuantas veces sea necesario que lo que hoy sucede en la República
-organizado por el gobierno anterior con el concurso de esa asociación ilícita
que algunos aún llaman justicia argentina y mantenido demagógicamente por el
actual- es simplemente la venganza más rastrera que pueda haberse imaginado
jamás y que, por su naturaleza, es variada en su vergüenza pues esperaron que
aquellos que los habían derrotados envejecieran, que quienes “administran” las instituciones que los
enviaron al combate se vendieran por miserables canonjías y que, finalmente,
para que el ultraje fuera mayor, amañaran la Constitución y las leyes para que,
fechoría jurídica mediante, le hicieran creer al pueblo, ese mismo pueblo
cobarde que en aquel entonces pedía cadalsos en la principales plazas del país
y hoy se come cualquier verdura podrida que le venden, que ellos, los
anteriores y los de ahora, sí se manejan con la “legalidad”.
A hoy -son las 02:26 horas del domingo 23 de
octubre de 2016- ya han sido ejecutados trescientos ochenta y tres de estos
condenados a muerte pero dentro de una hora, un día o unos pocos días más, solo
Dios lo sabe, esta cantidad sin duda alguna se seguirá incrementando por las
mismas causas de siempre: edad de los condenados agravadas por falta de
asistencia médica, excesiva distancia a los centro médicos de alta complejidad
y carencia de una contención psicológica para detenidos de esta edad y
condición.
Pero también se
seguirán repitiendo las condiciones en que mueren. Salvo los pocos que han
tenido la suerte de acceder a la prisión domiciliaria -tipo de prisión a la que
por ley todo argentino mayor de setenta años tiene derecho- la mayoría morirá
en la más absurda soledad, con medicamentos retaceados, con tratamientos mal
provistos o dispuestos cuando ya era tarde, privados de los alimentos que sus
enfermedades requerían o como producto de los accidentes- nunca atendidos- que
normalmente aquejan a los hombres mayores de edad.
Para mayor vergüenza
de la sociedad argentina, si es que esta considerara que avergonzarse ante la
iniquidad fuera una virtud, estos condenados a muerte tienen sus “sicarios designados”. Son los jueces de
ejecución, ¡nunca tan bien puesto este nombre!, que se comportan con ellos como
señores de horca y cuchillo; son los que dan las órdenes que restringen la
prisión domiciliaria, los desplazamientos a hospitales, los que por principio
dudan de las enfermedades de estos presos y los abandonan a su agonía hasta que
la evidencia de la muerte los pone en el brete de justificar lo injustificable.
Estos hombres, que
por definición de los carcamales de la Corte Suprema -con la única y digna
excepción del Dr. Fayt- son reos de una política de estado que se ha llevado
puesta Constitución y leyes, saben que morirán en los penales federales. Estos
son los Presos Políticos que avergüenzan a la Nación Argentina. Presos de una
revancha montada por logreros y cobardes, han desarrollado un especial orgullo
que sostiene sus vidas y les hace gritar ¡presente! cada vez que invocan a sus
camaradas caídos o que les hace cantar a voz en cuello el “Cristo Jesús”; orgullo que nadie les podrá quitar jamás porque
fueron ellos, y solo ellos, quienes derrotaron a la subversión marxista que
pretendía para la Argentina un destino cubano.
Buenos Aires, 23 de
octubre de 2016
Jose
Luis Milia
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