Vaya la paradoja “Oh
mentira que das la verdad de la cárcel y la muerte”, la mayoría de la sociedad sabe
que el número de 30.000 es imaginario y mentira, sin embargo sirvió para acusar
de genocidio a las FFAA y FFSS, siendo encarcelados, investigados, denigrados,
juzgados y condenados más de 2000 de sus miembros. ¿Hasta cuando hipócritamente
se mantendrá esa mentira? Este tema no es una política de estado, es el
andamiaje de la venganza terrorista llevada adelante por una justicia prevaricadora.
El secretario de
Derechos Humanos, Claudio Avruj no
debería manejarse por símbolos, él está obligado a decir la verdad a todo el pueblo
argentino. Caso contrario es cómplice de una mentira urdida con fines
dantescos.
El debate por los
derechos humanos no es propiedad de ningún sector político; pretenderlo es
desconocer, precisamente, los derechos de todos a saber la verdad
El debate sobre el
verdadero número de desaparecidos durante la última dictadura militar, sin duda
el más trágico desencuentro en la historia de los argentinos, amenaza no sólo
con aferrarse al presente, sino también con extender esa dolorosa controversia a
las próximas generaciones. La evidencia más reciente de este conflicto no
resuelto tuvo como protagonista al secretario de Derechos Humanos de la Nación,
Claudio Avruj, quien al ser consultado en La Pampa durante una charla sobre "Discriminación y acoso a los alumnos
de la escuela normal", reiteró que "los
30.000 desaparecidos son un símbolo emblemático que la sociedad abrazó".
Avruj planteó la necesidad de hablar sin ideologías sobre el tema y de que el
debate no esté nunca viciado por la política. Recordó, además, que "el kirchnerismo no es dueño de los
derechos humanos en el país ni de los juicios por los delitos de lesa
humanidad, que, debemos reconocer, se llevaron adelante con el ex presidente
Raúl Alfonsín".
La polémica sobre el
número de desaparecidos, que los gobiernos del matrimonio Kirchner elevaron en
forma oficial al número de 30.000, sin mayores explicaciones, remite a las
advertencias que primero Maquiavello y más tarde Joseph Goebbel expresaron con
aquello de "miente, miente y miente
que algo siempre quedará". El riesgo con esta estrategia, en política
sobre todo, es que cuando se trata de instalar en la opinión pública una
mentira, nadie sabe, en verdad, el riesgo que asume, porque estará obligado a
inventar veinte mentiras más para sostener la certeza de la primera.
Graciela Fernández
Meijide -miembro de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas
(Conadep)-; madre de Pablo, a quien, con 17 años, los militares arrancaron para
siempre de sus manos, y autora de Historia íntima de los derechos humanos en la
Argentina hizo algo mucho más efectivo y honesto que entrar en la confrontación
de los números oficiales. Averiguó de dónde salió y a quién se le ocurrió la
decisión de poner sobre la mesa una cifra que fue homologada desde lo más alto
del poder sin mediar ninguna precisión. En su libro, ella describe que los
exiliados en España habían formado la Comisión Argentina de Derechos Humanos,
pero sabiendo que por entonces no existía la figura de la desaparición forzada.
Fue Eduardo Luis Duhalde quien le confirmó que pusieron ese número, el de
30.000, con el propósito de poder apelar a la figura del genocidio y denunciar
lo que estaba ocurriendo en la Argentina. Posteriormente, Duhalde fue nombrado
secretario de Derechos Humanos en el gobierno kirchnerista y convirtió la
ficción en versión oficial al colocar la cifra de 30.000 en un nuevo prólogo
del Nunca Más que escribió para colocar por delante del original, el de Ernesto
Sabato.
Los 7954 casos
documentados por la Conadep, argumenta Meijide, son un número que deja sin
respuestas dos grandes preguntas. ¿Dónde están los nombres de esos veinte mil
más? ¿Dónde sus familias y las correspondientes denuncias? Esa y no otra es la
explicación por las que había tantas placas vacías cuando los presidentes
Barack Obama y Mauricio Macri visitaron este año el Parque de la Memoria. El
monumento fue concebido como un homenaje no sólo a las víctimas de la
dictadura, sino también a 1053 personas que murieron antes del golpe de Estado,
en democracia, muchos de ellas mientras atacaban cuarteles, comisarías,
atentaban con explosivos o fueron fusiladas por sus propios compañeros,
acusadas de traidoras o delatoras.
El periodista
Ceferino Reato, en su libro Operación Primicia, nombre con el que Montoneros
denominó el primer ataque de la guerrilla peronista a un cuartel del Ejército
-el Regimiento 29 de Infantería de Monte, en Formosa-, rescata un ejemplo que
ilustra hasta límites extremos la volatilidad y la incoherencia con las que un
hombre puede ser presentado al derecho o al revés ante la historia. Es el caso
de Roberto Mayol, un soldado de 21 años, de clase media, formado con los
jesuitas santafecinos, que un domingo, a la hora de la siesta, atacó el
pabellón de la guardia, traicionó a sus camaradas y facilitó el ingreso de seis
vehículos para que un grupo armado convirtiera el cuartel en un baño de sangre.
Hubo 28 muertos, Mayol entre ellos. Pasó el tiempo y, en agosto de 2006, el
nombre de Roberto Mayol fue grabado, junto al de otros compañeros, en una placa
de bronce: es el recordatorio con el que la Facultad de Derecho de la
Universidad del Litoral rinde homenaje "a
las víctimas del terrorismo de Estado". No es sencillo decodificar el
mensaje. ¿Qué impulso autista puede hermanar a las víctimas con los victimarios?
¿Cómo equiparar a los que entregan a sus compañeros a la muerte con aquellos
que defienden el Estado de Derecho?
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