Por
Mauricio Ortín
El
éxito y la versatilidad con que el fascismo se las arregla para permanecer
vigente induce a considerarlo como un fenómeno político profundamente enraizado
en la naturaleza humana.
La historia
política enseña que lo habitual en el mundo es el autoritarismo del Estado y
no, más bien, la libertad de los individuos. El abuso del poder del Estado en
beneficio de una clase, sector social, ideología o dogma es algo que ni
siquiera los políticos ponen en discusión. Se justifica de suyo que la política
consista, esencialmente, en la coerción y la coacción estatal a los privados
con el objeto de imponerles los tributos para “beneficiar” a los que menos tienen.
Alimentar
a ese ogro insaciable y supuestamente filantrópico que es el Estado constituye
el principal objetivo del sistema fascista. Para este propósito se patrocina e
instituye, a través de la propaganda oficial, el culto de adoración al Estado y
a su “héroe” conductor. Si bien, en
dichas circunstancias, la oposición política suele reaccionar resistiéndose al “héroe”, por lo general, no objeta la
divinización del Estado. Es que ellos son, también, el Estado y, aunque en
migajas, no renuncian así nomás al privilegio de sentirse venerados. Sin
embargo, el ejercicio de un cargo político no hace mejores a las personas ni,
mucho menos, los hace dioses. Por lo contrario y como con gran puntería
sostiene lord Acton: “El poder tiende a corromper y el poder
absoluto corrompe absolutamente”.
Los testimonios
registrados en este sentido, desde Tutankamón
hasta Hugo Chávez, confirman el
aserto. De allí que el control y la renovación periódica de los políticos sea una condición indispensable
para resguardarse de los fascistas. Ardua tarea, si la hay, dada la
extraordinaria capacidad evidenciada por el fascismo para reinventarse.
Prueba
de ello, y con diversos grados de avance, es el exitoso experimento llevado
adelante por el fascismo latinoamericano en la Argentina de los Kirchner, el Ecuador
de Rafael Correa, la Bolivia de Evo Morales,
la Nicaragua de Daniel Ortega y,
fundamentalmente, la Venezuela del
fallecido Chávez. Este último fue (y sigue siendo) el principal actor de la
reinvención del fascismo mundial. Su modelo “fascista-chavista”
no se distingue los fascismos anteriores por la demagogia clientelista, el
culto al caudillo providencial, el ataque a la prensa libre o el sometimiento
de todo poder al suyo. De hecho, no existe en el mundo actual un régimen más
parecido al de Benito Mussolini que
el que instauró Hugo Chávez y heredó
Nicolás Maduro.
Lo verdaderamente
novedoso y diferente del chavismo reside en el paradójico ardid que esgrime
para justificarse y eternizarse en el poder: “la lucha a muerte contra el fascismo”. ¡Un
fascismo “antifascista”! será un
absurdo, pero un absurdo que funciona políticamente.
Suena
muy loco pero es así. Venezuela es el “Mundo
del revés” donde los antifascistas (fascistas) acusan de fascistas a los
que quieren restablecer el Estado de Derecho que claman por los derechos más
elementales. Así, Diosdado Cabello,
actual presidente de la Asamblea
Nacional, en forma grosera y totalitaria, priva de la palabra arrebatándole
los micrófonos de las bancas a los diputados opositores. También, los ministros
hacen lo suyo. Por ejemplo, la fascista
ministra de prisiones, Iris Varela; quién comunicó al jefe de la oposición, Henrique Capriles, que está "preparando
una celda" para reeducarlo. “Vamos
a ver si ahí te quitamos ese pensamiento fascista y logramos rescatarte como
ser humano”. Este proceder “antifascista”
del nuevo fascismo lleva como distintivo la falsificación y tergiversación del
significado de las palabras.
La
confusión que genera el embrollo ocasionado en el lenguaje sumado al efecto
narcótico que produce, la diatriba contra los EEUU, la indigencia intelectual
del progresismo latinoamericano resulta más que suficiente para allanar el camino
al “héroe” fascista. La ley
kirchnerista de “democratización de la
justicia” es, por lo expuesto, un acto de impecable pureza fascista.
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