Domingo 18 de agosto
de 2013 | Publicado en edición impresa
Editorial I
La vara para medir conductas pasadas no puede violentar el
principio de igualdad ante la ley ni estar atada a conveniencias políticas o
ideológicas
Lleva años construir una república, pero bastan pocos actos
de depredación para destruirla. Hay dos pilares republicanos que las sociedades
maduras preservan a toda costa: el
Estado de Derecho y la igualdad ante la ley. No hay república organizada
que pueda sobrevivir cuando los gobernantes atentan contra las instituciones y
degradan la Justicia. Estos desvíos suelen ser acompañados por la demonización
de determinados sectores de la ciudadanía a quienes se les adjudica la culpa de
todos los males. Los populismos autoritarios han hecho gala, cada vez que se
han instalado en el poder, de una habilidad casi única para esos menesteres,
tal vez por carencia de escrúpulos que los frenen. La Argentina está viviendo esta situación.
El gobierno nacional se ha empeñado -y en parte lo ha
logrado- en convencer a una parte considerable de la ciudadanía de que las
postergaciones sociales, la inseguridad, la falta de adecuada infraestructura
en servicios esenciales o los desbarajustes económicos no se deben a fallas del
propio gobierno, que lleva ya diez años en el poder, sino a una conspiración de
entelequias apátridas. Todos los días actúa una maquinaria propagandística
destinada a fabular responsabilidades sobre las corporaciones dominantes, el
capital concentrado, los "medios
monopólicos", los imperialismos o cuanta abstracción se encuentre útil
para deslindar culpas sobre la inocultable degradación del país.
Para hacer factible ese esquema simplificador, que pone
sobre hombros ajenos la carga de los propios fracasos, la domesticación del
Poder Judicial se convierte en un elemento de acción indispensable. Es que sólo jueces realmente independientes
podrían tener el coraje de anteponer el imperio del derecho a los designios
oficiales autocomplacientes, y sólo aquéllos son la última garantía de que el
preciado paradigma de la igualdad ante la ley no se convierta en una expresión
vacía de contenido.
Durante la década del setenta nuestro país atravesó por una
situación de violencia y crimen. Muchos argentinos encontraron justificado
matar tanto a los que suponían enemigos internos como a ciudadanos inocentes.
La represión de aquel desbordado terrorismo dio lugar a procedimientos
clandestinos y a otros crímenes en una verdadera guerra interna. El retorno a la democracia dio paso al
juzgamiento y a las leyes de obediencia debida y punto final que encauzaron el
sentido y alcance de las condenas. Los indultos a los condenados de ambos
lados de aquella violencia intentaron dejar atrás una etapa dolorosa y crítica
de nuestra historia.
Sin embargo, aquel
proceso de pacificación fue interrumpido y un gobierno que hizo de los extremos
ideológicos y de la confrontación un instrumento de creación de poder revirtió
aquellas medidas. Para lograrlo debió pasar por encima de principios
básicos de la Justicia y del Estado de Derecho. Se anularon leyes sancionadas
constitucionalmente por el Congreso, se violentaron los principios de cosa
juzgada, irretroactividad de la ley penal y aplicación de la ley más benigna.
Adicionalmente, todo esto, se hizo asimétricamente, contra sólo una de las
partes, aduciendo la imprescriptibilidad de las causas por su carácter de
crímenes de lesa humanidad sin aplicar esta misma calificación -como lo dicta la jurisprudencia
internacional- a los crímenes realizados por fuerzas terroristas apoyadas
además por otros Estados. Tanto el
Estado de Derecho como la igualdad ante la ley fueron superados.
Una condición más caracteriza a las sociedades sanas: la virtud del arrepentimiento ante los
errores cometidos y la asunción de culpas cuando una determinada línea de
conducta ha probado ser lesiva para el pacto de convivencia en que se apoya
nuestra Constitución. Y es aquí donde lo sucedido durante los trágicos años
setenta ha dejado su sello más perturbador. Después de tantos años, muy pocos
parecen estar arrepentidos de los atropellos cometidos en nombre de slogans
dignos de mejores causas, como "la
revolución" o la "reconstrucción
nacional". Después de tantos años, tampoco se oyen de boca de la
mayoría de quienes actuaron a sangre y fuego, testimonios de genuina
reconsideración respecto de cuánto contribuyó cada uno para que en el país
campeara un clima de total desprecio por el derecho y la dignidad del prójimo. Las secuelas de todo esto aún nos persiguen
y atormentan.
Preso Político encadenado a la cama en un hospital |
Los derechos humanos
deben ser una conquista que las sociedades civilizadas enarbolen con orgullo.
Su vigencia plena en la Argentina reclama justamente esas notas de
arrepentimiento por los graves errores cometidos, y la absoluta sujeción al
supremo principio de igualdad ante la ley. La vara para medir conductas pasadas
no puede quedar anudada a conveniencias políticas o ideológicas o a alianzas
circunstanciales. Tal el caso de lo ocurrido con el general César Milani quien, en mérito a su adhesión política al Gobierno,
accedió a la jefatura del Ejército exculpado de actos que llevaron a la cárcel
por mucho menos -cuando no se trató de
causas armadas sin fundamento que también las ha habido- a muchos otros
jefes y oficiales. Lo acontecido en esta tan cuestionable situación queda en
las antípodas del injusto trato de "apropiadora
de hijos de desaparecidos" dispensado a Ernestina Herrera de Noble, directora
de Clarín. Este caso permanece arbitrariamente abierto cuando, en un
auténtico Estado de Derecho, ya debiera haberse dictado sentencia definitiva
para cerrarlo. Estos ejemplos, que se
suman a muchos otros, evidencian el grosero, hipócrita y cínico uso político
que el gobierno nacional continúa sistemáticamente haciendo de los derechos
humanos.
NOTA: Las
imágenes y negritas no corresponden a la nota original.
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