OTRAS VOCES
08/05/2014 00:22 Por Daniel
Zolezzi
El Poder Judicial no está
actuando con ecuanimidad en el juzgamiento de los hechos violentos de los años
setenta. No se mide con la misma vara a los guerrilleros que a militares y
policías. Hay más de mil presos de este último lado y ninguno del otro. Antes
de que les llegue cualquier sentencia judicial, pesa sobre los uniformados una
condena a priori, de tipo “histórico”, que reitera permanentemente el “relato”
del poder político.
Por eso, nos parece de interés
recordar dos casos emblemáticos del pasado, en los que hubo jueces e
intelectuales que supieron preservar a la Justicia del caldeado ambiente del
momento. Uno tuvo lugar en nuestro país, poco después de la caída de Rosas. El
otro, en la Francia de la última posguerra. Veamos.
El nuestro fue el caso de
Antonino Reyes, jefe del campamento militar de Santos Lugares en época de
Rosas. Dada la amnistía dictada por Urquiza, no se lo persiguió después de
Caseros. Más aún, ascendió a teniente coronel. Sin embargo, alejado ya Urquiza,
Reyes fue procesado. La orden de juzgarlo, curiosamente, emanó del entonces
Ministro de Gobierno, Lorenzo Torres, de pasado bien rosista.
La nota de Torres al juez penal
pone en evidencia el interés del poder político: “El gobierno ordena a V.S. se
esmere en desplegar toda la actividad y energía que la vindicta pública y esta
sociedad reclaman para formar y esclarecer la causa…”. Pues bien, el juez se
hizo eco del reclamo. Pese a la pobreza de las pruebas reunidas, Reyes fue
condenado a muerte. Entre otras cosas, se lo culpaba por la ejecución de Camila
O´Gorman y del cura Gutiérrez, con quien ella se fugara. No se consideró
atenuante el hecho de que Reyes –quien no creía que pudiera fusilarse a Camila
hallándose embarazada- se hiciera repetir la orden por Rosas (¿en esos días,
cuántos se animaban a pedirle al Restaurador que les repitiera una orden?).
Recurrida la sentencia, la
causa pasó a la Cámara de Apelaciones, en la cual el panorama para el acusado
no era el mejor. Tanto el fiscal, Miguel Valencia, como algunos de sus jueces
–Valentín Alsina, Alejo Villegas– habían emigrado durante el gobierno de Rosas.
Además, otro juez, Cernadas, había cesanteado por éste en 1835.
No obstante, todos actuaron con
total independencia de criterio. El fiscal señaló la “ligereza e
impremeditación en la formación de esta causa y en la condenación del acusado”.
Y agregó: “Amnistiados los servidores de la dictadura por el general libertador,
no debió volverse sobre lo pasado.” Además: “Reyes no era autoridad
independiente, ni juez o magistrado encargado de juzgar a esta mujer. No era
más que el órgano del dictador para las ejecuciones y, en tal caso, no es
aplicable la ley citada sino al mandante que es reo de estos homicidios como
que fueron perpetrados de su orden”.
En el mismo orden de ideas, la
Cámara sostuvo que las funciones de Reyes “se reducían a recibir órdenes de
aquél (Rosas), transmitirlas a las autoridades subalternas y servir de intermediario
para su ejecución y cumplimiento”. Asimismo, que las ejecuciones “se hacían
todas por expresas órdenes de Rosas”, razón por la cual “no se le puede imputar
delito, porque la comisión de éste siempre supone dolo y no puede haberlo en
dar cumplimiento a órdenes de una autoridad públicamente reconocida por todos y
a la que obedeció en calidad de empleado público de ella”.
Consecuentemente –y con
ejemplar imparcialidad– absolvió al acusado.
Cambiemos de tiempo y lugar,
que el tema sigue siendo el mismo. En la Francia de posguerra, ciertos juicios
a “colaboracionistas” tuvieron más de revancha que de justicia. Por supuesto
que, como siempre, no todos los revanchistas tenían un pasado irreprochable. En
cambio, François Mauriac, quien sí lo lucía, enfrentó esa desviación de la
Justicia (Mauriac, miembro de la Academia Francesa, perteneció durante la
ocupación al clandestino Comité Nacional de Escritores).
François Mauriac |
Condenó que en esos procesos
todo fuera “azar y arbitrariedad”. Se topó entonces con la réplica de Albert
Camus, quien sostuvo que –pese a los defectos de tales juicios- el castigo era
necesario. Sin embargo, al poco tiempo, el noble e independiente Camus se
rectificó, diciendo que se había guiado por “la fiebre de esos años” y por “el
difícil recuerdo de dos o tres amigos asesinados. “Llegué a reconocer dentro de
mí mismo –dijo - y aquí lo hago públicamente, que, en el fondo, y precisamente
sobre el punto preciso de nuestra controversia, François Mauriac tenía razón”
(Moral y política, Ed. Losada, 1978).
Albert Camus |
Valgan los ejemplos que traemos
a colación, porque hoy y aquí se está juzgando muy parcialmente un pasado que
parecía, hasta no hace mucho, superado. Para dejarlo atrás, en época de
Alfonsín se dictaron las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida. Luego
Menem –quien había estado preso durante el gobierno militar- dictó los
indultos, dando vuelta la página.
Fueron las presidencias de
Néstor y de Cristina Kirchner las que desenterraron la historia para
reescribirla tendenciosamente. Tejieron una versión “oficial” que puso, de un
lado, solo dictaduras y, del otro, a combatientes “idealistas”. No se recuerda
que, durante la presidencia de Perón, tales “idealistas” atacaron cuarteles
asesinando soldados a mansalva, ni su aleve crimen de Rucci, gremialista honrado
que –a diferencia de los que hoy aceptan el “relato”- siempre vivió
modestamente.
Conclusión: en este país hubo
juristas que volvieron del exilio sin revancha en sus alforjas. En Francia, dos
premios Nobel se negaron a vivir de “exresistentes”, cuando hubieran podido
hacerlo con sobrados pergaminos. Hoy, entre nosotros, las heridas del pasado no
van a cerrar hasta que se haga justicia. Y hay que cerrarlas, porque el
presente tiene problemas demasiado graves que atender.
Daniel Zolezzi
Abogado
Abogado
NOTA: Las
imágenes no corresponden a la nota original.
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