Por Claudia Peiró
En "Crecer a la sombra del mito",
Martín Guevara cuenta su infancia en
Cuba, donde todos los niños prometían cada mañana ser como su tío, y donde
pronto descubrirá la impostura, al vivirla en carne propia.
Montando el Doradillo en la casa del campo de Portela, Argentina |
"Cada día escuchaba que esa sociedad era perfecta porque todos éramos iguales, y que en el país de donde yo provenía había que pagar la medicina, el colegio también, y todo menos el aire, por eso casi todos eran muy pobres, y andaban por las calles pidiendo comida y trabajo", escribe Martín, hijo del menor de los hermanos de Ernesto Guevara.
Exiliado con su
familia en la isla a los 10 años, se enteró allí de la existencia de ese mítico
tío, muerto cinco años antes en la selva boliviana, y que resultaba tener casi
tantas calidades y poderes como los héroes que poblaban sus libros infantiles,
un "Sandokán"
caído en el combate por los pobres de América Latina.
El
hombre al que todos los niños cubanos debían parecerse y él en especial, por
llevar su sangre y su apellido.
Pero la combinación
de un espíritu libre y rebelde –guevariano, justamente– y los sufrimientos que
le infligió la militancia de los adultos, entre partidas y separaciones, sirvió
tal vez de antídoto al adoctrinamiento, haciendo
de Martín una suerte de oveja negra en una familia tan ligada a la épica de la
Revolución. Así, a través de una mirada todavía infantil –de boca de los
niños sale la verdad, dice la sabiduría popular–, se va corriendo el velo del relato castrista dejando expuestas sus
contradicciones, las desigualdades y privilegios detrás de la prédica
igualitaria, y el verdadero trato del régimen a su familia, más allá de la
exaltación del mito. Pero esto último es parte de la trama –no inventada–
del libro, así que no será revelado en esta nota.
Por un lado, ese
chico de 10 años siente culpa por "extrañar
un país [Argentina] que era tan cruel con todos", en donde él
recordaba no haber sido "más que un
niño igual a los que vivían en las manzanas de alrededor".
"Pero
en Cuba –escribe Martín-, aún cuando
se empeñaban en decirme que éramos todos iguales, en cuanto ponía un pie fuera
de aquel Hotel Habana Libre [donde la familia
Guevara fue alojada inicialmente por el régimen], me daba cuenta de que unos éramos cualquier cosa menos iguales que
otros".
Desde la vestimenta,
hasta la comida, pasando por los elementos de aseo, lo más chocante era esa
triste uniformidad. Una "riña que
presentaba el sistema con la estética" y que "se extendía a lo
sabroso". "Era como si hubiese una Logia contra el sabor agradable
(...). Contra lo exquisito había una guerra abierta. El socialismo real no
toleraba la sofisticación. Lo distinguido, era relacionado con lo burgués y por
ende suprimido", recuerda.
Pero
no para todos: "Claro,
todos estos productos resultaban perniciosos, siempre y cuando no se
encontraran en las neveras de los más altos cargos, aquellos de carácter
demostrado, ya que es fácilmente comprensible que quienes hubiesen estado
luchando, en sierras y montañas, podían pasar por una tentación semejante sin
sucumbir al vicio, ni corromperse por la gula".
Todas estas
impresiones, Martín Guevara las ha
ido volcando a lo largo de estos años en su blog y en artículos –es columnista
habitual de Infobae desde 2011- pero ahora las ha reunido en este libro. A 30
años de aquellos episodios, un relato sin autocomplacencia, con frescura y
estilo ágil, pese a su apego a la frase larga –otra rebelión saludable en
tiempos twiteros- que transmite de modo claro el clima de aquella Cuba. Fue un
niño el que dijo que el rey estaba desnudo. Y este libro lleva a reflexionar sobre la ceguera de tantos adultos que
ha contribuido a una sorprendente persistencia de un relato que los hechos no
cesan de contradecir.
Sobre estos temas,
respondió Martín Guevara a las
preguntas de Infobae. A continuación, esa charla y, como cierre, un breve
extracto del libro que acaba de ser lanzado en castellano y en inglés
simultáneamente, en papel y como e-book.
¿Por
qué este libro ahora?
Durante toda mi vida
la literatura ha venido a mí de diferentes soportes y maneras. Los libros, las
lapiceras, los lápices, los cuadernos de los primeros poemas, las servilletas
de los bares porteños en los cuales te podés quedar horas pero no como en París
mirando gente pasar sino charlando hasta agotar saliva o leyendo y escribiendo,
o bien me ha venido a modo de aventuras, de descontrol, de desacuerdos, de
rebeldías adolescentes tardías, a modo de historias, relaciones, observación,
experimentación, pero casi siempre con un inquilino permanente dentro, que es
la "angustia". Ese ha sido
siempre el motor de mi cercanía a la literatura en general, al acto de leer, de
construir historias, de crear personajes y vivirlos con un histrionismo
permanente, al acto de escribir desde las entrañas, o desde el humor de la
autocrítica, del aprendizaje de manos de los demás. Tuve grandes maestras y
maestros. Son muchos los libros que he pergeñado ya, que he construido, en
primera o en tercera persona: ahora toca ir escribiéndolos, volcándolos al papel,
compartiéndolos.
¿Cómo
es hoy tu vínculo con Cuba, tus primos, Fidel y otros?
Somos una familia muy
gregaria, entre la gente que más estimo en el mundo, hay muchos que son de mi
familia, primos, tíos. El cariño es el mismo de cuando éramos compinches, pero ha intervenido ese perturbador y
ficticio ingrediente introducido por los adoctrinamientos y los
aleccionamientos conductistas en los ámbitos totalitarios. El problema en
todo caso no es mío, desde pequeño toleré que las personas de mí alrededor usasen
un barniz único, monolítico, mientras yo andaba explorando otras posibilidades,
y ello nunca significó un obstáculo para tenernos gran afecto. Pienso que de a poco todos se acostumbrarán a que en
la vida tenemos diversas opiniones, sobre todo cuando vayan liberándose y
notando que sus verdaderas opiniones sofocadas por esas otras encorsetadas,
anuladas por todo ese andamiaje que nos impusieron y del cual no es nada fácil
escabullirse, son en realidad más acordes a mis criterios. Tengo primos que
han sido mis hermanos mayores, a los cuales les tengo un afecto indestructible,
independientemente de cuál sea el disfraz con que cada uno aparezca en este
baile. Las personas necesitamos creernos al menos un poquito el rol que
interpretamos, pero somos mucho más parecidos de lo que pretendemos. Con Fidel no tengo ninguna relación y con
el entorno tampoco, con esos sí, ¡¡espero ser todo lo diferente que creo ser!!!
¿Por
qué hay tan poca reacción contra este régimen, tanta negación de su carácter
dictatorial?
Ese es el quid de la
cuestión. La pregunta que me he hecho y se han hechos muchos estudiosos de los
sistemas que secuestraron la terminología bondadosa de masas en el siglo XX ¿por qué costó tanto y aún cuesta aceptar
que Stalin mató a millones de personas? ¿Por qué a los escritores disidentes del campo socialista siempre les
acompañó una sombra de sospecha incluso en los círculos intelectuales en los
cuales presumiblemente se los respetaba? ¿Por qué la propia gente de estos países antes que oponerse, preferían
muchas veces arriesgar sus vidas para atravesar los montes Urales, como mi gran
amigo fotógrafo Slava Fillippov, saltar el muro de Berlín arriesgándose a una
ráfaga, o salvar 90 millas de un mar repleto de tiburones en un neumático de
camión? El secuestro de esa terminología pro obrera, pro campesina, anti
abuso del poder, pro pobre, pro explotado, hizo que fuese muy difícil oponerse
a ello, es muy complicado sacar algo del hipotálamo una vez que se instala.
Pero sigo en la búsqueda.
¿Qué
reacciones has tenido hasta ahora por las posiciones que expresás en este
libro?
Diversas, la mayoría
de respeto. Otras de personas que creen descubrir el chocolate cuando me dicen
¡pero sí tú vivías muy bien en Cuba, te tomaste todo el ron, y ahora vas de
disidente! O: ¡Habla de España que allá la cosa no está nada bien! Esos son los
que se nota a la legua que no han leído nada de lo que escribo, que saltan como
un resorte ante la etiqueta, ya conozco de cerca dichos mecanismos, y a ese
tipo de elementos adiestrados.
Aunque
tu libro termina con una nota esperanzadora, las cosas de las que fuiste
testigo –como los escraches, la cobardía colectiva– ¿no minan totalmente la
idea de la condición humana? ¿Es posible volver a creer?
Claro que sí. Desde
tiempos remotos, desde que un mono vio que el de al lado era más boludo que él
y le quitó todo el morfi con el cuento de las tormentas y la ira del cielo en
caso contrario, las organizaciones más trascendentes, más duraderas, lo son entre
otras cosas porque descubrieron que lograr someter a alguien está bien, pero
lograr que se someta por motu propio y sin mediar aparente coacción es algo
maravilloso, ¡infalible! Llenaron las
cabezas de prejuicios, falsas certezas, y sobre todo hitos filosóficos, que
incomprensiblemente no han sido cuestionados lo suficiente como para romper los
círculos viciosos. Como el de la simple saturación del modelo social de la
convivencia y el consenso, y el necesario y catártico arribo de la
conflictividad, del antagonismo, del mismo modo que para dar a vida a un bebé
la madre debe padecer dolor, y que hace falta la noche para el día. ¿Pero qué
nos cuentan? Claro que algo de eso hay, pero si todos esos otros ciclos los
hemos conseguido romper desde hace mucho en nuestro "beneficio", ¿cómo no podríamos canalizar los deshechos
de los períodos de bonanza, de los períodos de concordia y vehicular las
frustraciones de la sociedad hastiada, saturada de un modelo de paz y armonía?
¡Por favor! ¡Claro que creo! Pero debemos ponernos cada uno en nuestro entorno
a cambiar las cosas, empezando por nuestros propios atavismos, nuestras
limitaciones, y sobre todo superar nuestros miedos. Una cosa que me gusta mucho
de Jorge Bergoglio es que tiene esa impronta del verdadero cristiano, que yo
no lo soy, pero si todos fuesen así con muchísimo gusto me convertiría.
DE ESCRACHES,
PRIVILEGIOS Y "DIPLONIÑAS" [Extractos de Crecer a la sombra del mito,
de Martín Guevara]
Una tarde (...), se
acercó una comitiva formada por vecinos de los edificios de al lado. Acudían al
nuestro a informarle al presidente del CDR que los del cuarto piso, una familia
de cuatro personas, tenían pedida la salida para Estados Unidos y que de un
momento a otro llegarían, así tenían tiempo de prepararles el recibimiento.
A las dos horas llegó
un patrullero conduciendo a los cuatro vecinos. Él era marinero, la esposa ama
de casa, el niño y la niña eran pioneros, como todos los críos. Ni bien cerró
la puerta el coche de la policía y empezaron a caminar por el pasillo hasta su
escalera, salió un grupo de militantes que los estaban esperando detrás de una
escalera, y comenzaron a gritarles a voz en cuello, todo tipo de insultos, como
escoria, homosexuales, prostitutas, y gusanos, se gritaba más que nunca: ¡Pim
Pom Fuera, Abajo la gusanera! alternándolo con: ¡Fidel, seguro, al gusano dale
duro! (...) ...pude ver la cara de miedo en los rostros de nuestros vecinos, de
los niños que hasta el día anterior jugaban allí mismo protegidos por ese mismo
CDR. (...) ...cuando ya estaban cerca la muchedumbre comenzó a asestarles
golpes, los primeros con las manos abiertas, a modo de bofetadas, sobre la
cara, la nuca, la espalda, y entonces el bravo revolucionario policía que vivía
en nuestro edificio, le dio en la cabeza con una porra de goma al hombre, (...)
le agarré la mano a la niña y no dejé de mirarla diciéndole que no pasaba nada,
que se calmase, y en eso Jesús, uno de los muchachos mayores, (que) había
estado en todo tipo de reformatorios, (se) acercó a la multitud acalorada y
violenta, y les dijo con voz tranquila y profunda, pero determinada: ¡Caballero
dejen el abuso, esa gente tienen niños! Y de un hábil salto se interpuso entre
el teniente de policía, y el matrimonio, momento que los cuatro aprovecharon
para subir raudos las escaleras (...). Sólo entonces solté la mano de la niña
que aún estaba ataviada con el uniforme de pionera, con el que cada mañana
debía jurar por el comunismo, que sería como mi tío.
[..........]
Lo
que no puede negar todo el que vivió esos años, es que todo el tiempo, en todos
los barrios, con la aquiescencia de las autoridades, esas golpizas,
humillaciones y abusos, eran tan generalizados que parecían una catarsis
colectiva, como si castigaran al que se atrevió a hacer lo que colectivamente
en el inconsciente, deseaban casi todos: pirarse al norte.
[..........]
A los Estados Unidos
ya habían emigrado desde Cuba a partir del 1959 más de 740.000 personas, que en
un gran conjunto, pertenecían a clases sociales más o menos instruidas y
adineradas, generalmente blancos descendientes de españoles. El grueso del
contingente que recibió La Florida con el fenómeno del Mariel [1980], estaba
compuesto por una gran mezcla de razas mestizas, y eran socialmente diferentes
a las colonias hasta entonces allí establecidas.
(...) Es cierto que
viajaron delincuentes, incluso presidiarios, las autoridades norteamericanas
tuvieron que encarcelar ni bien entraron a su país a más de 2.500 personas con
prontuarios generosos, pero la inmensa mayoría, estaba compuesta por el pueblo
trabajador. He aquí la novedad, era un gran contingente de desencantados de la
Revolución que habían nacido y militado en ella, personas que alguna vez habían
sido comunistas o afines, acaso por miedo, por conveniencia o por convicción,
que habían alfabetizado, participado de la zafra de los 70, milicianos, aunque
no internacionalistas, ya que estos tenían vedada esa posibilidad, al igual que
cualquier miembro de las FAR.
Muchos de ellos
habían ostentado un carnet de militante, varios de ellos habían sido enemigos
dialécticos y algo más incluso, de los que entonces los recibían en Miami, de
los que entonces les enviaban los yates al rescate. Del lado cubano, la
consecuencia inmediata fue que repentinamente quedó claro que algo no había
funcionado según lo previsto, a juzgar por la ingente cantidad de personas de
toda procedencia que deseaban emigrar.
Fue un durísimo
correctivo, un inesperado baño de realidad.
[............]
Estaban los técnicos
extranjeros, cuadros medios de los países socialistas del Este de Europa, y en
su mayoría de la Unión Soviética, que tenían derecho a comprar en tiendas
especiales, en moneda nacional.
En esas tiendas había
productos alimenticios de notoria mejor calidad que los de la población
nacional (...). Además de que (éstos), que de técnicos tenían aún menos que de
socialistas, podían comprar en algunas tiendas de divisas, sobre ellos no se
ejercía control por parte de agentes nacionales, porque contaban en sus barrios
con un responsable del partido de sus países de origen. Vivían en barrios donde
sólo habitaban ellos.
Estaban los segundos
más privilegiados, el cuerpo diplomático. Estos tenían un tren de vida de
bastante poco sacrificio. Tanto por el dinero que ganaban como por la impunidad
que les otorgaba la inmunidad diplomática. En las tiendas habilitadas para su
consumo, se podía notar esa diferencia. Estaban dotadas de lo mejor que llegaba
a Cuba. Eran las tristemente famosas diplotiendas (...). Tal era la distinción
que le otorgaba a una tienda, a una peluquería o a una panadería, el prefijo "diplo", que durante un tiempo
cuando una chica se distinguía por su belleza se la denominaba una "diploniña".
Y por último, la
crema de los privilegiados. Había empezado a desembarcar un nuevo tipo de
extranjero, que se convertirían en los menos queridos pero los más deseados,
los empresarios a los que el Gobierno daría el visto bueno. Españoles,
franceses, canadienses, que soñaban como todos, con beneficios económicos, pero
por alguna razón arbitraria, aleatoria, anárquica o fortuita, más que racional,
fueron asimilados por el sistema como capitalistas con un toque revolucionario.
Dueños de cadenas de hoteles, empresas de comunicación, astilleros, petroleras,
etc., simplemente millonarios que establecían sus sucursales en Cuba, contando
con la cómoda inexistencia de sindicatos y sin el siempre molestísimo derecho
de huelga. Estos compraban en las tiendas que se les antojara y no eran
importunados por agentes, ni ley alguna, eran los siempre bienvenidos.
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