Por
Eduardo Ramos Campagnolo
Una
brisa fresca comienza a barrer la inmundicia que dejara la desgracia y el barco
navega ahora hacia aguas transparentes. Lo empuja suavemente una brisa fresca
que preludia un otoño mejor, seguido por un invierno hermoso y un verano de
epifanía: fuerza y vida realidad última. La esperanza ha aparecido en el brillo
inusitado de los ojos antes opacos de los navegantes, ojos tristes que vieron reinar
a los impresentables con sus manos manchadas y su sonrisa burlona. La profecía
comienza en este amanecer a mostrarse en el horizonte.
Disimuladamente
los farsantes tratan de escabullirse del escarnio público entre las sombras de
su noche. De a uno van esfumándose del escenario de la chapucería -los bufones
serán seguramente los últimos- si no
logran zambullirse en el mar del anonimato arderán en la hoguera con su
capitanes detrás de los barrotes que todo barco reserva para los indeseables.
Hicieron alharaca por el bronce y grotescamente llenaron sus bolsillos de oro.
Gritaron su condición de libertadores y exhibieron torpemente su calaña de
saqueadores, quedaron desnudos en su impudicia. Creyéronse genios y nunca
descubrieron su pueril y primitiva ignorancia.
Aquellos
y aquellas que querían perpetuarse hoy
ruegan que un encanto mágico los volatilice cuando sus ojos desorbitados
comprenden que el timón está en otras manos. La brisa fresca del mar señala el
camino de la nave dejando atrás la pudrición. Ya no hay nubes de tormenta que
presagien desastres y calamidades, el cielo es diáfano y la nave se dirige a
puerto seguro.
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