Por
Rogelio Alaniz[1]
Nunca
una denuncia fue tan oportuna y precisa. El gobierno empezaba a festejar su
victoria política, cuando la jueza Sandra Arroyo Salgado le arruinó la fiesta.
No sé si lo hizo por amor o por espanto, pero lo hizo. Seis palabras alcanzaron
para derribar el castillo de injurias e infamias construido por el kirchnerismo
contra el fiscal que se atrevió a probar que el atentado contra la Amia fue
perpetrado por la teocracia terrorista de Irán.
“Nisman
no se suicidó, lo mataron”. Lo dijo su ex esposa, la madre de sus
hijas, pero también lo dijo una jueza que con sus actos intentó defender el
honor del padre de sus hijas y, de alguna manera, el honor de todos los
argentinos. Al momento de decidirse a hablar, la impunidad del crimen ya estaba
prácticamente garantizada. No sé si Rafecas fue o no cómplice, pero su fallo fue
interpretado por el gobierno como un rechazo a la presentación de Nisman y un
aval a la teoría del suicidio. Dicho con otras palabras: después de Rafecas, ya
no era necesario investigar las tenebrosidades del Memorando y la muerte de
Nisman.
Como
para que no quedaran dudas al respecto, en la semana lanzó una ofensiva contra
la memoria del muerto, ofensiva de una ruindad pocas veces vista en la política
argentina y que, más que poner en evidencia los supuestos defectos del fiscal,
dejó a la vista la calaña moral de sus enemigos. Según esta miserable letanía,
Nisman no sólo era maricón y tonto, sino además borracho, mujeriego y algo
chiflado. Repito: no estoy en condiciones de opinar sobre el fallo de Rafecas,
pero sin ese fallo la Señora no se hubiera animado a ladrar como lo hizo en la
jornada del domingo, ante una multitud que en buena parte llegó arreada con los
cebos de los contratos clientelares, los planes sociales, el choripán, el
transporte gratuito y, en los más desamparados, la ilusión de conocer sin costo
alguno la ciudad de Buenos Aires. A esa mascarada, a esa desvergonzada
manipulación de la pobre gente, el populismo la llama fiesta popular.
Sandra
Arroyo Salgado se les cruzó en el camino y se terminó la jarana. ¿Quién mató a Nisman? Es la pregunta
que se niegan a responder. Si su presentación judicial era tan endeble, si sus
argumentos eran tan frágiles, si en definitiva Nisman era un pobre tipo, ¿por qué lo mataron?
El
acierto de Arroyo Salgado, la decisión gracias a la cual la impunidad no sentó
sus reales, fue haber dicho las cosas por su nombre y haberlas dicho con el
respaldo de su autoridad como madre y profesional, pero también mediante el
respeto de los preceptos legales y las exigencias científicas. En definitiva,
las palabras de Arroyo Salgado fueron trascendentes porque en una realidad
viciada por la desvergüenza y la infamia, esas palabras instalaban los fueros
de la sobriedad y la decencia en la busca de la verdad.
Ignoro
cómo seguirán los acontecimientos de aquí en adelante. El gobierno, entre tanto, se comporta como culpable y cada vez parece
identificarse más con ese rol. Sólo así se explica la saga de obscenidades
e injurias lanzadas contra la memoria del hombre muerto. No sé quiénes mataron
a Nisman, pero presumo que no fueron sus amigos los que hicieron esa faena,
como pretende hacernos creer la Señora. Por el contrario, como supone con
estricto sentido común la gente sensata, fueron sus enemigos. ¿Y quiénes son
esos enemigos? La teocracia terrorista de Irán denunciada como autora
intelectual y material del atentado contra la Amia. ¿Es así? Claro que es así.
Y al respecto importa ser claros de una buena vez: sobre la Amia no hay nada más que investigar, porque la investigación
está hecha y los nombres de los culpables son conocidos. Lo que hay que hacer
es meterlos presos y nada más, rehuyendo las maniobras confusionistas de
quienes invocan la supuesta pista siria
o la conexión local.
También en
esto hay que ser claros: en 1994, las pistas siria e iraní eran la misma
cosa. Y respecto de la conexión local, está claro que fue el Estado nacional y
no el comisario Ribelli o algún fascista despistado. La conexión local, para
ser más preciso, fue necesaria para garantizar la impunidad del crimen. Así
funcionó con Menem y así funcionó luego con los Kirchner. En ambos casos, Menem
y Kirchner, se preocuparon al principio en dar con los culpables y dieron
instrucciones en esa dirección, pero también en ambos casos, hubo un momento en que les susurraron al oído que, por
diferentes motivos, no convenía seguir investigando a Irán. Guido Di Tella
y Cavallo hicieron ese trabajo con Menem; y De Vido y Timerman cumplieron la
misma labor con la Señora.
Con Menem, el negocio salió redondo. Telleldín aceptó la coima, Galeano se prestó a jugar el juego sucio y los terroristas iraníes desaparecieron de la lista de sospechosos. Cuando llegó Kirchner al poder, se propuso poner las cosas en su lugar. Se cayó la fantochada montada por Galeano y Anzorreguy, y Nisman quedó al frente de la investigación, con luz verde para ir a fondo.
Todo
funcionó de maravillas hasta el momento en que el gobierno nacional decidió
cambiar de estrategia. ¿Los convenció
Chávez, los asustaron los sicarios de Hezbolá, decidieron que el lugar de la
Argentina estaba al lado de Putin y los ayatolás? Todo es posible, pero lo
cierto es que había llegado la hora de hacerse amigo de Irán. Y el gobierno
dispone de recursos para hacerlo. Como dicen los leguleyos oficiales, nadie le
puede impedir a un gobierno legítimo redefinir su política exterior. Si en el
camino se encubre un crimen de lesa humanidad, mala suerte. El consenso acerca
de que esos delitos nunca se pueden probar es muy alto, y distinguir entre
encubrimiento y tentativa de encubrimiento es una sutileza que al poder le
resbala.
El
problema es que Nisman decidió no acatar las nuevas instrucciones. Después de
más de diez años de trabajo, después de dedicar a la investigación de la Amia
las mejores horas de su vida, el hombre no estaba dispuesto a tirar todo por la
borda, simplemente porque a los espadachines de la causa nacional y popular se
les había ocurrido arreglar con Irán.
Conclusión: Nisman
molestaba, y mucho. Había que matarlo, y eso fue lo que se hizo. El operativo
se preparó minuciosamente. No fue el producto de una inspiración momentánea,
sino la consecuencia de un plan deliberado que aseguró una zona libre en Puerto
Madero y la consumación de un crimen que -como ya se hizo en otras ocasiones-
debía presentarse como suicidio.
¿Los
iraníes actuaron solos? No lo sé. ¿Contaron con algún apoyo interno?
Seguramente, porque estos operativos no se hacen sin complicidad local. Pero lo
seguro es que a Nisman lo mataron por lo que sabía y por lo que había hecho. El
hombre no fue un santo, y para lo que había que hacer tampoco necesitaba serlo.
Fue simplemente un hombre que en un mundo imperfecto se propuso hacer su
trabajo de la mejor manera.
¿Intentó
volar demasiado alto? Es probable. Tal vez como Ícaro -el personaje de la
mitología que se propuso acercase al sol y terminó con sus alas derretidas por
el calor-, Nisman se acercó demasiado a esa zona del poder donde no hay nombres
ni rostros, pero sí resultados y consecuencias. ¿Debería haberse quedado
callado y obedecido las órdenes de los que le decían que se olvidara de todo lo
que había investigado? Si lo hubiera hecho seguramente estaría vivo; indigno,
pero vivo. Optó por ser leal con su conciencia. Supuso que sus enemigos no se
iban a animar a matarlo o que el gobierno nacional lo protegería. Se equivocó
en toda la línea y pagó con su vida el error de cálculo.
Ahora, el
desafío para todos es decidir si el crimen queda o no impune. La denuncia
de Arroyo Salgado fue crucial a la hora de impedir que todo se archive.
Corresponde a continuación saber los nombres y apellidos de los autores del
magnicidio institucional.
En
situaciones normales, el gobierno nacional debería colaborar en la
investigación, pero ya sabemos que, por un motivo u otro, en este tema el
gobierno ha decidido colocarse en la vereda de enfrente. No sé si la verdad alguna vez saldrá a la luz, pero si así no
ocurriera, a la hora del balance histórico, el fantasma de Nisman, su sangre
derramada, acompañará a la gestión K como una pesadilla, como una muda pero
elocuente imputación.
NOTA: Las imágenes
y destacados no corresponden a la nota original.
[1] Rogelio Alaniz nació en Maciá (Entre
Ríos) en 1950, pero ha vivido toda su vida en Santa Fe. Es profesor de
historia, periodista y escritor. Se ha desempeñado como editorialista del
diario El Litoral y docente de la UNL. Desde hace quince años, conduce el
programa Hoy y mañana de LT10, radio UNL. Ha publicado las siguientes obras: La
década menemista, Aquellos fueron los días, Sabor a Colmena, Hombres y mujeres
en tiempos de revolución, Hombres y mujeres en tiempo de orden y Hombres y
mujeres en tiempos de progreso.
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