Poco antes del 24 de
marzo de 1976, Fernando, hijo de un almirante que ocupaba un alto cargo en la
jerarquía militar, se acercó y me dijo:
- Jorge van a pasar
cosas muy graves.
Los dos sabíamos de
qué se trataba.
Por entonces yo era
un dirigente de la Federación Juvenil
Comunista y Fernando un compañero de la facultad con el que discutíamos de
filosofía, religión y de otras cosas que nos separaban.
No teníamos nada que
ver el uno con el otro.
Él era católico de
confesión semanal, los jueves un sacerdote almorzaba con toda la familia
reunida en su casa de Belgrano. Yo era
un militante full time, rentado por su organización para cumplir “tareas revolucionarias”, judío,
hijo de padres comunistas, sobrino de tíos comunistas, hermano de hermanos
comunistas. Todos mis amigos, salvo él, pensaban como yo.
Sin embargo, Fernando
y yo, sentíamos curiosidad el uno el otro. Y manteníamos esa extraña amistad “entre diferentes”. Hablábamos sin la
pretensión de convencernos. Supongo que nos pasaba algo parecido -nunca lo
hablé con él-: sentíamos cierta “curiosidad
antropológica” por el otro.
En esos tiempos de
divisiones tajantes, aquello funcionaba como un
pacto implícito de caballeros.
Esa mañana, la última
vez que nos vimos antes del golpe, Fernando agregó:
-
Jorge cuando eso grave ocurra, vos no
tenés por qué preocuparte, solo tenés que venirte a vivir a mi casa.
El 23 de marzo de
1976 yo me mudé a la casa clandestina
que me había asignado mi organización.
Y lo grave comenzó a
transcurrir.
Fenando y yo dejamos
de vernos.
Ya saben, no voy a
entrar en detalles.
La
violencia demencial, los muertos, las bombas nos pusieron entre paréntesis.
Me acordé mucho de
este insignificante episodio cuando vi El
Diálogo, y luego cuando leí el libro
de Graciela y Héctor.
¿Pueden
tolerarse los que piensan distinto? ¿Pueden entenderse los diferentes, los que
están en veredas distintas? ¿Puede uno ceder ante la razón del otro?
En
aquellos años pensábamos que eso era imposible. Entonces, la idea de la eliminación
flotaba en el aire. Ellos y nosotros. Amigos-enemigos. Patria o muerte. No era locura lo
nuestro, era una forma de entender la vida. Eso tenía, según donde se enrolara
cada uno, distintas, explicaciones. Pero todas conducían hacia la unicidad.
A Graciela Fernández Meijide la conocí
cuando era dirigente de la APDH. A Leis sólo a través de su pensamiento,
cuando leí Un testamento de los años 70.
Tengo por esta señora
sentada a mi izquierda un respeto casi reverencial.
Pero quiero que se
entienda bien lo que digo. No solo admiro su valentía por haber aguantado lo
inaguantable, la peor de las pruebas a las que se puede someter a un ser
humano: que le arrancaran un hijo de entre sus brazos. Admiro sobre todo su capacidad de reflexión. Más que eso: me desborda su inteligencia para
sobreponerse del pensamiento individual y pensar en que el otro que existe.
Graciela,
dice en el diálogo con Leis, que no
puede perdonar a los asesinos de su hijo porque ella no es la víctima. La
víctima es su hijo. Y ella no puede tomarse una atribución que no le
corresponde.
Es un concepto
enorme.
Graciela
habla por ella, pero no sustituye la voluntad de su hijo Pablo. Y actúa por su
propias convicciones, sin siquiera idealizar a su propio hijo, al que ama sin
juzgar.
Así actuó en estos
interminables años desde que una patota entró en su casa para terminar con una
vida y convertirla en otra.
Graciela
Fernández Meijide hizo de su drama personal un camino
para encontrase con otros. Se largó a la calle a por otros. Primero, en ese
lugar esencialmente político (con mayúsculas) que era la APDH. Luego, se volcó a la
política partidaria. Vivió batallas épicas. Y sufrió la frustración. Una y
mil veces. Y se puso de pie nuevamente.
Esa es su
inteligencia. Porque Graciela podría
haberse quedado en el rencor. Estaba en su derecho. Pero prefirió buscar
respuestas, entender. E intentar cambiar
las cosas.
Para comprender tuvo
que hacer un ejercicio que muy pocos hacen: ver al otro.
Hace un par de años
descubrí un pequeño libro. Se titula “Contra el fanatismo”. Su autor es
el escritor israelí Amos Oz.
Es un texto pequeño y
sencillo, pero de una enorme sabiduría. Precisamente, Oz -que conoció el fanatismo
en su juventud durante los enfrentamientos con Palestina- dice que, para superar esa condición, lo fundamental
es reconocer al otro. Aceptar al otro, tal y como es. Porque, explica, el
fanatismo consiste precisamente, en el deseo de obligar a los demás a cambiar.
Nace “al adoptar una actitud de
superioridad moral que impide llegar a un acuerdo”.
Graciela
Fernández Meijide comprendió esto. Tan simple. Tan
complejo.
El diálogo la puso en
contacto con alguien que bien podría haber sido destinatario de su rencor. Héctor Leis fue un dirigente de la
guerrilla. Podría haber sido, por tanto, uno de sus fantasmas, “uno
de aquellos hombres que llevaron a chicos y chicas muy jóvenes por el camino de
la guerra santa”.
Pero quiso la vida,
para nuestra suerte, que estos dos seres extraordinarios (en el sentido de poco
habituales), se encontraran en un momento en que ambos, por distintas razones, adquirieron la madurez necesaria para
anteponer su inteligencia a las pasiones mezquinas.
Leis
dice, en sus extensas conversaciones con Graciela, que él no se arrepiente de lo que hizo. Es un
concepto que se inspira en Baruj Spinoza.
El arrepentimiento es un sentimiento inútil, dice el filósofo, porque no se
puede volver las cosas para atrás. Lo que está hecho no tiene retorno.
Entonces, el ex montonero -que no puede contener sus lágrimas mientras recuerda
a un adolescente que muere durante un ataque inútil- explica que lo que queda
es la posibilidad de reparar algo de lo hecho: pedir perdón. Pide perdón, no en
un sentido religioso, sino en un sentido profundamente racional: quiere que no se repita la historia, mirar
para atrás para reparar hacia delante.
Entonces, trabajó, él
también, hasta su último aliento, para que nunca
más el fanatismo nuble la vista de los hombres y mujeres de su país. Quiere
Leis, y lo dice hasta convertir sus
palabras en un azote difícil de soportar, que los sobrevivientes de aquella tragedia se sienten a buscar la verdad.
Toda la verdad.
El diálogo es eso, un
enorme intento para construir una verdad sin maniqueísmos.
La
historia puede cerrase de muchas maneras. También construyendo una mentira.
Por ejemplo, en los
últimos años, de alguna manera se ha construido una verdad. Con demonios de un
lado y santos del otro. Y quizá haya mucha gente conforme con ese relato. Porque la verdad a medias, o la mentira a
medias, también pueden tranquilizar conciencias.
Pero
el autoengaño es una forma de la desnudez: tapa pero no
cubre. Tarde o temprano, nos pone nuevamente en las puertas del fanatismo. Y el
fanatismo conduce directamente a la eliminación del otro. Eso no significa
necesariamente el exterminio físico. También
se elimina al otro cuando no se lo escucha o se lo ignora. También se
desaparece al otro cuando se niega su existencia.
El diálogo es una
propuesta que marcha a contra pelo del sentido común. Socava los cimientos
imaginarios que el fanatismo construye como protección de verdades únicas. El diálogo destruye los templos de la
omnipotencia.
Me acordé mucho,
cuando leí el libro de Graciela y Héctor, de mi amigo Fernando. Aquel muchacho que, pensando tan distinto,
un día me ofreció la casa de un almirante como refugio.
Gracias, querida
amiga. Gracias, Héctor. Gracias Pablo Avelluto. El diálogo es una buena idea.
Publicado el
11/03/2015.
NOTA:
Las imágenes y destacados no corresponden a la nota original.
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