“Niño,
que eso no se dice”. La canción de Serrat recuerda el
artículo que María Elena Walsh publicó en 1981 sobre “el país Jardín de Infantes” y al célebre “de eso no se habla”. Los une el mismo espíritu libertario e
inconformista que nos inspiró durante los años de la dictadura y también -no a
todos, claro- durante los años del aplastante discurso kirchnerista. Creíamos
que decir lo indebido era un acto de libertad y también una contribución a la
construcción de una opinión libre y crítica.
Sorpresivamente, ha
reaparecido algo parecido al paternal “de
eso no se habla”. Unas declaraciones de Darío Lopérfido sobre el terrorismo
de Estado y sus víctimas suscitaron la inmediata reacción del kirchnerismo, que
acompañado por un conjunto internacional de “gente
correcta” pero poco informada, como el propio Serrat, impugna la discusión
del tema y hasta acusa a Macri de defender la dictadura. Lo sorprendente es
que, al ya familiar “¡ni te atrevas!”
de los Conti y los Kunkel, se agrega la admonición de quienes, tratando de
cuidar al gobierno, objetan que se abra el debate sobre temas conflictivos y
poco urgentes.
Todo se centra en las
30.000 víctimas. Es sabido que esa cifra se lanzó durante la lucha contra la
dictadura militar, como una metáfora de lo horrendo, para despertar conciencias
dentro y fuera del país. Cumplió su función, como una clave del relato de los
derechos humanos que fundó la transición democrática.
En 1984 la CONADEP
estableció una versión más ajustada y a la vez más terrible de lo ocurrido. Los
Juicios a las Juntas convirtieron su informe en verdad judicial y se declaró
que los derechos humanos, colocados más allá de la confrontación política, eran
el fundamento ético del Estado de Derecho.
Desde entonces, el
relato de lo ocurrido durante la dictadura transcurrió por caminos distintos.
Algunos entendimos que lo que era adecuado durante la lucha contra la dictadura
resultaba insuficiente y esquemático en democracia, y que para asegurar que el
drama no se repetiría se necesitaba una comprensión más amplia y más sólida. El
número exacto de víctimas era un punto importante pero menor en el conjunto de
cuestiones conflictivas, viejas y nuevas, que debían revisarse. Muchos las
debatimos intensamente cuando el kirchnerismo impuso su sesgada versión de los
derechos humanos. No sorprende entonces la reacción de ese sector; sus reflejos
funcionaron automáticamente para sostener el baluarte, un poco más firme que
otros del alicaído relato kirchnerista.
Con la democracia,
las organizaciones de derechos humanos se dividieron entre las que mantuvieron
los fines originales -la impugnación ética y la vigilancia civil- y quienes,
como Hebe de Bonafini, optaron por politizar la causa; ganaron éstas, y se
quedaron con la franquicia de los DH. El sector originario creció con la suma
de grupos provenientes de otras militancias, que identificaron los derechos
humanos con la reivindicación del “setentismo”.
Desde entonces, la
historia de la lucha por los derechos humanos se convirtió en un dogma y en un
mito: una narración poética y autosatisfactoria, a la medida de las fantasías
de jóvenes inexpertos y de mayores ansiosos por recuperar la ilusión juvenil,
que se acomodó perfectamente en el relato unanimista montado por el
kirchnerismo.
En nombre de los
derechos humanos, los franquiciados reivindicaron a los héroes de la lucha
armada, se convirtieron en jueces universales de conductas ajenas y hasta se
animaron a exculpar al general Milani. A la vez, la franquicia DH los autorizó
a sumarse al sistema de prebendas estatales y a asociarse a la corrupción, como
con los “Sueños compartidos” de
Sergio Schoklender[2].
La franquicia nuclea
también a un plantel de profesionales, que encontró en la causa de los derechos
humanos la posibilidad de una carrera rentada por el Estado. Hoy constituyen un
lobby, que defiende sus principios y también la subsistencia de una cantidad de
instituciones y programas financiados por el Estado, que claman por una
auditoría.
Todo esto pende de un
mito fundador. El mito es un relato compacto; cada parte es esencial para
sostenerlo, y una pequeña brecha puede derrumbar todo el edificio. Su peor
enemigo es la investigación crítica. Esto explica la importancia asignada a una
cuestión ya esclarecida en lo grueso. La cifra de 30.000 víctimas no tiene
ningún soporte empírico; al cabo de treinta años, la Secretaría de Derechos
Humanos no ha podido registrar más de ocho mil casos. Es una cifra horrenda y
cierta que, lejos del alegado negacionismo, le da consistencia a la tragedia.
Pero los defensores del mito saben que detrás de este cuestionamiento vienen
otros más importantes: quiénes están en la lista, quiénes deberían estar y
quiénes no. Transformar el mito en historia es riesgoso.
La cuestión del
número es un parte aguas entre una mirada del pasado rigurosa y comprensiva y
otra mítica e intolerante. No es solo una discusión de especialistas. El mito
sostiene la franquicia, alimenta el dogmatismo y bloquea la posibilidad de
reconstruir una cultura política plural.
La causa de los
derechos humanos, desprestigiada por quienes la han faccionalizado, merece
mejores defensores. Por eso es necesario mantener abierta la discusión. El
gobierno tiene derecho a elegir sus prioridades en los combates. Pero los
ciudadanos independientes son libres de opinar y aceptar el “de eso no se habla” significaría
aceptar la perduración del mito y de sus usufructuarios.
FUENTE:
http://www.clarin.com/opinion/Derechos_humanos-desaparecidos-CONADEP-kirchnerismo_0_1523847626.html
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