No hubo nunca intento
alguno de golpe de Estado. Ese fue el recurso de la propaganda del régimen a
fin de escamotear la verdad de lo que estaba ocurriendo.
Aldo Rico durante el desfile del pasado 9 de Julio, en la Avenida del Libertador |
Por María Lilia Genta
y Mario Caponnetto
La aparición de Aldo
Rico en el desfile militar del pasado 9 de julio y las posteriores
declaraciones del ministro Aguad, quien refiriéndose a las sublevaciones carapintadas
las calificó como “un episodio muy
chiquito”, han tenido la virtud de traer a la memoria aquellos hechos, ya
un tanto lejanos, a la par que han reavivado la histeria democrática de
políticos, comentaristas y periodistas varios. De pronto se nos vino el 87: la
Semana Santa, Alfonsín, las “Felices
pascuas, la casa está en orden”, el grupo de militares sublevados que lo
que menos pensaban era derrocar al gobierno ya que todo se limitaba a una
interna militar, esto es, los mandos medios contra la ineptitud y la defección
de los altos mandos.
“Dictadura o
Democracia”, tal el lema impuesto por el
establishment democrático en aquellos años y reflotado hoy. Pero se trata de
una enorme falacia. Los carapintadas jamás cuestionaron la democracia ni
tuvieron entre sus objetivos acabar con el gobierno de Alfonsín. Así lo
reconoció, por otra parte, expresamente en su sentencia el Tribunal que tuvo a
su cargo el juzgamiento de los responsables del levantamiento.
No hubo nunca intento
alguno de golpe de Estado. Ese fue el recurso de la propaganda del régimen a
fin de escamotear la verdad de lo que estaba ocurriendo. En efecto, era más
redituable a los fines del Gobierno y de la entera partidocracia montar un
escenario de golpismo militar (con todo lo que ello implicaba), convocar a la
ciudadanía a “defender la democracia”
aún al precio de llevar civiles armados a Campo de Mayo exponiendo
irresponsablemente a muchos de ellos a una masacre (cosa que gracias a Dios y
al buen tino de los sublevados no ocurrió), era, repetimos, más redituable
alimentar esa farsa que reconocer la verdadera naturaleza del movimiento
militar y la gravísima responsabilidad que le cabía tanto al Gobierno como a la
cúpula castrense en el desencadenamiento de los episodios en curso.
LAS
VERDADERAS REAZONES DEL CARAPINTADISMO
Los carapintadas
fueron el fruto de una inédita crisis de autoridad militar y política. Para
entender lo que pasó es necesario decir algo que casi nadie dice pese a ser el
hecho más relevante de la historia contemporánea de la Argentina. Tal hecho es
que la Democracia impuesta a palos a partir de 1983 fue hija de la derrota de
Malvinas. Fue, salvando las distancias y mutatis mutandis, nuestro Versalles.
La derrota de Puerto Argentino tuvo (y sigue teniendo) pesadísimas
consecuencias: fuimos desarmados, se nos impuso -como a la Alemania de 1918- la
humillación y la indefensión. Nuestras Fuerzas Armadas tenían que ser
destruidas, desmovilizadas material y moralmente, reducidas a la nada como tributo
de nuestra derrota. Y así se hizo. El Gobierno de Alfonsín tuvo a su cargo
llevar a cabo ese siniestro objetivo; lo cumplió acabadamente y continuaron y
continúan cumpliéndolo los gobiernos que le sucedieron hasta el día de hoy.
Prueba de lo que
decimos es que este fenómeno de desarme total sólo se dio en nuestro país.
Nuestros vecinos, que pasaron también por similares procesos de transición de
gobiernos militares a gobiernos democráticos, no experimentaron nada semejante.
Hubo sí, juicios y prisiones para los militares (aunque en escala
incomparablemente menor) pero las Fuerzas Armadas no sufrieron merma alguna en
su capacidad operativa. Basten los ejemplos de Brasil, Chile y Uruguay. El
instrumento principal (pero no único) al que se echó mano para consumar la
voluntad de los vencedores fue la llamada “política
de derechos humanos”, la que en Argentina se aplicó con extremo rigor y
singular virulencia. Y aquí se inserta, como veremos, el fenómeno carapintada.
Contrariamente a lo
sucedido, tras el inicuo Tratado de Versalles, en Alemania, cuyos jefes
militares supieron sobreponerse con admirable espíritu a las duras imposiciones
de los vencedores manteniendo viva y bien alta la moral de combate, en
Argentina nuestras cúpulas militares tuvieron, en general, una actitud de
vergonzoso derrotismo, de conformismo deshonroso y de abandono de sus
subalternos. Cuando comenzaron a llegar las citaciones de los tribunales y la
amenaza cierta de cárcel para quienes sólo habían cumplido órdenes, estalló la
crisis. El mando se quebró y así, ante la falencia palmaria de los superiores,
cobraron necesariamente protagonismo los mandos intermedios.
Este fue el origen
del llamado movimiento carapintada; y esa fue, casi, su única razón de ser:
frenar la marea de juicios y de cárcel ante la ofensiva ideológica del Gobierno
civil y la abdicación del Mando militar. Algunos de sus líderes vieron un poco
más allá y avanzaron hacia reivindicaciones que tenían que ver con el pavoroso
proceso de indefensión que se cumplía sin pausa. Esta fue la innegable cuota de
dignidad y de nobleza que debe serle reconocida. Hasta los mismos jueces que
condenaron a esos líderes admitieron que habían actuado movidos por altos
ideales de dignidad y honor.
GRACIAS
Y DESGRACIAS DEL MOVIMIENTO CARAPINTADA
No obstante, y esto
también deber ser dicho, la evolución posterior del movimiento carapintada deja
un saldo de luces y sombras. El carapintadismo, en efecto, tuvo ciertos logros.
El más significativo, sin duda, las Leyes de Punto Final y Obediencia Debida.
Estas leyes conseguidas por los “héroes
de Malvinas” (como los llamó Alfonsín en aquel discurso de Pascua a su
regreso de Campo de Mayo) fueron beneficiosas en orden a la pacificación
nacional y lograron que muchos subalternos, en su mayoría en actividad por
entonces, citados a juicio por los tribunales de la venganza, pudieran
permanecer en libertad durante casi veinte años al cuidado de sus hijos y sus
familias. No fue poco, sin duda.
Sin embargo, no pudo
frenar el proceso de sostenido desmantelamiento del aparato militar que nos ha
llevado a esta situación de indefensión inédita en toda nuestra historia. La
fractura de la cadena de mandos en el Ejército trajo aparejadas consecuencias
graves en orden a la disciplina que no pueden obviarse en un análisis objetivo.
En este sentido, el segundo episodio, el de Monte Caseros, careció por completo
de razones objetivamente válidas y obedeció más a cuestiones de
reivindicaciones personales.
Por aquella época,
Rico desoyó los prudentes consejos de algunos camaradas de su misma graduación
y de algunos amigos civiles y los sustituyó por una suerte de “Estado Mayor” constituido por
capitanes. Esto nos consta de manera directa ya que por circunstancias que no
viene al caso detallar fuimos testigos de ciertos hechos que así lo confirman.
A nadie escapa que en
una institución eminentemente jerárquica como el Ejército, semejante situación
tenía que terminar produciendo caos, desconcierto y dispersión ad intra del
mismo sector carapintada. Por eso nos contamos entre los muchos que le pedimos
al Coronel Seineldín su regreso al país a fin de que con su enorme prestigio
-un prestigio que trascendía los sectores entonces enfrentados- pudiera de
algún modo recomponer el mando, la unidad y la disciplina. También estuvimos entre
los muchos que le aconsejamos al Coronel que desistiera del levantamiento del 3
de diciembre de 1990 (el último de la “serie”
carapintada) por considerarlo inoportuno e inviable.
Por último, la
posterior incursión de algunos líderes carapintadas en la política y su
inserción en el sistema de los partidos dio paso a otra historia que también
está pendiente de una adecuada evaluación.
¿FUE
CHIQUITO?
A la vuelta del
tiempo, ¿fue el movimiento carapintada un acontecimiento “muy chiquito” como sostuvo el Ministro Aguad? Sí y no. Fue “chiquito” si se intenta hacer de él una
epopeya democrática, una suerte de gesta que salvó a la democracia naciente y
aún débil como insiste en presentarlo la historia oficial. Nada de eso. Es uno
de los tantos relatos mentirosos a los que nos tiene acostumbrados esta
democracia nacida de la derrota de Malvinas. Por otra parte, Alfonsín pudo
decir “la casa está en orden” sólo
porque había aceptado en alguna medida las razones o presiones de los jefes
carapintadas en Campo de Mayo. En este sentido, Aguad tiene razón y, quizás sin
proponérselo, tuvo un rapto de sinceridad.
Pero no fue nada “chiquito” para quienes hicieron lo que
pudieron por defender a nuestras Fuerzas Armadas y lo perdieron todo. Nos tocó
acompañar el sufrimiento de tantas familias militares, el fin de tantas
carreras prometedoras y aún brillantes tronchadas, los duros años de presidio.
Al término de los cuatro episodios que jalonaron la historia del
carapintadismo, la derrota fue total por lo que hubo cada vez más familias que
acompañar y auxiliar, muchísimos más oficiales y suboficiales seriamente comprometidos
en procesos judiciales que requirieron defensores ante los tribunales militares
(entonces funcionaba todavía la justicia militar como funciona en casi todos
los países del mundo a pesar de que ya el alfonsinismo le había dado un golpe
de muerte al sujetarla a la revisión de los tribunales civiles).
AL
FINAL, TENIAN RAZON
Insistimos en que
cuanto llevamos dicho nos consta por directo conocimiento y creemos oportuno
traer, precisamente ahora cuando el tema ha sido reflotado, nuestro modesto
testimonio. El carapintadismo fue la eclosión dolorosa, inorgánica y aún
desesperada ante una grave situación que quienes debieron verla y actuar en
consecuencia no la vieron. Lo que un Teniente Coronel, primero, y un Coronel,
después, encabezaron arrastrando tras de ellos a no pocos que se contaban entre
los mejores, no puede reducirse al simplismo de considerarlo el último residuo
del golpismo militar.
No son ellos, los que
protagonizaron aquellos hechos, los que deben ser juzgados sino más bien el
juicio histórico ha de recaer sobre quienes tuvieron en esos momentos la
responsabilidad de conducir las instituciones militares y el poder civil que
fue el agente de la sistemática indefensión de la Nación. Las cúpulas militares
son particularmente responsables pues asistieron irresolutas e impávidas ante
esa obra demoledora de indefensión acompañada de una persecución judicial que
afectaba a sus subalternos.
En cambio, y en
contraste con lo anterior, recordamos algunos alegatos judiciales que han
quedado como testimonio de la verdadera historia. Para muestra mencionaremos
solamente tres. Primero, el del Coronel Seineldín que fue una rigurosa
exposición militar, acompañada de todos los recursos didácticos de la época,
sobre el estado de la situación de nuestras Fuerzas Armadas y la Defensa
Nacional. Nos consta que al término de esta exposición algunos miembros del
Tribunal se acercaron a agradecerle al Coronel por haberlos ilustrado. El
segundo, el sobrio, exacto alegato del Mayor Romero Mundani que conmovió
enormemente al auditorio pensando sobre todo en el suicidio de su hermano
Coronel. El tercero, el del Capitán Breide Obeid que fue un apasionado alegato
político y doctrinal que, con entraña y estilo, sacudió la frialdad del
ambiente jurídico.
Recordando aquellos
alegatos podemos decir que, después de todo, pasó lo que los carapintadas
supieron ver con anticipación: al final la demolición de nuestra defensa se
consumó y hoy, gracias a la mentida “lesa
humanidad”, comparten la cárcel antiguos carapintadas y sus otrora adversarios
caralavadas.
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