Por Jorge Ossona[1]
Al
discurso kirchnerista que propone para su eventual regreso al poder un nuevo “orden”, reformas judiciales,
constitucionales y agrarias, se suma la valoración positiva de la lucha armada
En los últimos días se ha dado un paso
más en el proceso de radicalización discursiva velada de cara a un eventual
próximo gobierno kirchnerista. Las
promesas de reformas constitucionales, judiciales, agrarias y de “nuevos contratos” y “órdenes” políticos han sido
fundamentadas históricamente. Debe reconocérsele al profesor Horacio González el blanqueo de lo que,
en los hechos, se viene efectivizando en escuelas, universidades, museos y
medios desde hace al menos un cuarto de siglo, aunque con particular pertinacia
desde los 2000: la reivindicación de la
violencia insurreccional de los 70, que, según su opinión, requerirá nada menos
que el imperativo final de la “reescritura
de la historia”.
Horacio González |
Un
planteo para ser abordado desde la propia disciplina invocada a partir de un
interrogante central: ¿para qué ha servido
la historia? O ¿cuál ha sido su utilidad emblemática desde la Ilustración? El
planteo se asocia con la génesis de ese producto que no se remonta más allá de
la Revolución Francesa: la construcción de las nacionalidades. Conforme hubo
que ofrecerles una identidad dominante a las sociedades regidas por grandes
aparatos burocráticos, debió inventarse un “nosotros”
colectivo que apeló, en la mayoría de los casos, más a los sentimientos que al
valor cardinal de la modernidad: la razón.
Hubo distintas acepciones nacionales;
todas asociables a los romanticismos decimonónicos: “razas”, “espíritus”; “sangre”, “tierra”, y en términos menos radicales, la lengua. Construcciones míticas con sus respectivos
panteones de próceres que debieron revestir cierta verosimilitud con las
tradiciones culturales de las sociedades sobre las que se predicaba. No por
ello dejaron de ser mitos; o, dicho en términos más acordes con las discusiones
de los últimos tiempos, relatos. Hasta fines del siglo XIX, y pese a la
conformación de Estados burocráticos más o menos sólidos, las clases dirigentes
tuvieron dudas sobre los alcances de la socialización nacionalista. La guerra de 1914 demostró patéticamente su
éxito bajo la forma del sujeto correlativo a la nación: el pueblo.
Nuestra construcción nacional tuvo
especificidades propias. El pacto
nacional se formuló sobre una sociedad imaginada, pero inexistente. No por
nada el principal arquitecto institucional del país, Juan Bautista Alberdi, resumió magistralmente al ambicioso proyecto
mediante una ecuación sencilla: “Gobernar es poblar”. La
socialización debió dirigirse, en primer término, a las diversas minorías
locales. Y luego -la tarea más compleja- a los hijos de los contingentes
migratorios que arribaron masivamente entre 1880 y la Gran Depresión, en 1930.
Incubaba
varios riesgos: la falta de anclajes históricos
profundos -el Río de la Plata solo cobró relevancia en el sistema colonial
durante su ocaso- y de consensos unánimes debido a las inseguridades sobre la
consistencia de la obra nacionalizadora de las masas de origen extranjero. Pero la obra estatal, merced a una
educación patriótica de vanguardia, la tornó un éxito prodigioso solo eclipsado
por el miedo que suscitaron los primeros conflictos modernos en tiempos
internacionalmente volátiles como la Paz Armada y la primera posguerra.
Estos se articularon con vertientes ideológicas reaccionarias, también
procedentes de la Vieja Europa, en procura de una esencia anterior a la
inmigración. Los escasos anclajes se
tornaron objetos de discordia y eso motivó una nacionalidad traumatizada en la
que el enemigo se localizó primordialmente fronteras adentro. No es
necesario detenernos en las vicisitudes de esa ruptura entre los 30 y los 60.
Hacia
los 70 el carácter faccioso de la nacionalidad cobró una torsión fatídica
atizada por el contexto internacional de la Guerra Fría.
Luego del Cordobazo, en 1969, fraguó una nueva identificación del “pueblo” y de sus enemigos: la
oligarquía, la dictadura militar de Onganía y Lanusse, la burocracia sindical,
el establishment empresarial y el imperialismo. Una vertiente de quienes invocaron su representación fueron las
organizaciones clandestinas armadas plasmadas en una guerrilla urbana que hasta
el retorno de Perón, en 1973, contó con matices de apoyo social. Tampoco
nos detendremos en las vicisitudes de la guerra de aparatos de aquellos años ni
en su dramático desenlace en 1976 cuando las
Fuerzas Armadas, nuevamente desde el poder, se dispusieron a la aniquilación de
la “subversión apátrida” en nombre de
la Nación[2].
En el amanecer democrático hubo un
consenso breve de condena mayoritaria a los protagonistas de aquel curso
extraviado. Sus máximos responsables
fueron juzgados y condenados; y luego, incluso indultados. Parecía, por
fin, darse una vuelta de página respecto de aquel recuerdo macabro. Pero algunos núcleos marginales seguían
reivindicándolo desde distintos ámbitos culturales. Asociaron
ingeniosamente su derrota militar con el saldo traumático de la
convertibilidad, a fines de 2001. Luego,
desde 2003, Kirchner halló en la tibia popularidad de ese enlace una oportuna
fuente de legitimidad compensatoria de su debilidad de origen. Tras el
conflicto con el campo, en 2008, el relato oficial les sumó a los militares y
menemistas la vieja oligarquía, los nuevos “grupos
hegemónicos” y las “corporaciones
mediáticas”. Pero el relato era solo
verosímil con las luchas de los 70 en una radicalidad discursiva que, por
fortuna, no traspasó las fronteras de la cultura[3].
Retornemos entonces a la nueva versión
explícita del relato kirchnerista. La
tarea de “reescribir la historia”
denota una disposición muy propia de las religiones laicas de las democracias
de masas totalitarias en que, en muchos casos, derivó el nacionalismo romántico
del siglo XIX. Pero mucha agua ha corrido bajo el puente desde los avatares
de nuestra génesis nacional. Y desde los
60 y los 70 también arribó a estas playas una historia científica superadora
del bronce patriótico. Los historiadores profesionales discrepan en las
interpretaciones y hasta en los juicios en tanto estos no revistan
connotaciones morales, aunque jamás en los hechos.
Las especificidades obvias de nuestra
disciplina suponen, entonces, tantas historias como voces e interpelaciones al
pasado; y nadie puede imponer, al menos con seriedad académica, una versión
definitiva. Es uno de los aspectos más fascinantes de un oficio enriquecido por
otras disciplinas hermanas. Pero eso no excluye que haya intelectuales que
procuren la reedición de relatos coronadores de la “victoria cultural” del “pueblo”
contra sus enemigos. No es fortuito que
el profesor González haya descalificado la historia científica como “especie de neoliberalismo inspirado en las
academias norteamericanas de estudios culturales”.
De
vuelta en los 70, las gestas que ahora se pretende reivindicar tuvieron el
signo de la intolerancia aspirando a “la
revolución” y a un régimen totalitario “popular”
encarnado en una elite de iluminados.
Sus pretendidos sucedáneos contemporáneos, de modo no fortuito, son los mismos
que invocan “victorias populares”
definitivas corroboradas por nuevos contratos y nuevos órdenes. Por ahora -solo
por ahora- siguen preservando las formas de una apelación retórica de aquellos
fantasmas. Pero algo quedó de aquella violencia en la capilaridad cotidiana de “la calle”, a la que sugestivamente
González apela como fuente de legitimidad política. Conviene no olvidar ese hilo conductor y tomar conciencia de los
peligros que estos discursos incuban para una convivencia democrática
civilizada.
Por: Jorge Ossona
NOTA:
Las imágenes, referencias, enlaces y destacados no corresponden a la nota
original.
[2]
Aquí tenemos una diferencia de conceptos con el autor:
Juan Domingo Perón, que había asumido la Presidencia apenas tres meses antes, tomó el ataque a la Guarnición Militar de Azul (19/01/1974) como un desafío a su gobierno, como un ataque a las Fuerzas Armadas y como una afrenta personal. Cargó las culpas sobre el entonces gobernador de Buenos Aires, Oscar Bidegain -vinculado a Montoneros- y lo obligó a renunciar. La Provincia pasó a manos de Victorio Calabró, de la UOM. Luego, en dos mensajes, uno al pueblo y otro a los militares de Azul, Perón habló de “aniquilar” y “exterminar uno a uno” a los guerrilleros a quienes calificó de psicópatas. Por primera vez un presidente constitucional usaba esos términos para definir el combate contra al flagelo guerrillero. Un aspecto, siempre escondido por el peronismo, es que el propio creador del movimiento fue quien ordenó la eliminación de los llamados subversivos y en el seno de la derecha del partido justicialista nació la tristemente famosa Triple A, organización para-policial-sindical dirigida por el ministro José López Rega (a) el Brujo.
Juan Domingo Perón, que había asumido la Presidencia apenas tres meses antes, tomó el ataque a la Guarnición Militar de Azul (19/01/1974) como un desafío a su gobierno, como un ataque a las Fuerzas Armadas y como una afrenta personal. Cargó las culpas sobre el entonces gobernador de Buenos Aires, Oscar Bidegain -vinculado a Montoneros- y lo obligó a renunciar. La Provincia pasó a manos de Victorio Calabró, de la UOM. Luego, en dos mensajes, uno al pueblo y otro a los militares de Azul, Perón habló de “aniquilar” y “exterminar uno a uno” a los guerrilleros a quienes calificó de psicópatas. Por primera vez un presidente constitucional usaba esos términos para definir el combate contra al flagelo guerrillero. Un aspecto, siempre escondido por el peronismo, es que el propio creador del movimiento fue quien ordenó la eliminación de los llamados subversivos y en el seno de la derecha del partido justicialista nació la tristemente famosa Triple A, organización para-policial-sindical dirigida por el ministro José López Rega (a) el Brujo.
La
expresión «decretos de aniquilamiento» suele ser utilizada para referirse
a los cuatro decretos dictados por el Poder Ejecutivo Nacional de la República
Argentina, durante el año 1975,
redactados durante el gobierno
constitucional peronista con el fin de «neutralizar
y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos». El último
gobierno cívico-militar de facto, que a pedido de la mayoría de la población
argentina, debió tomar el poder de la
Nación, el 24 de marzo de 1976, ante
la ineficiencia del poder político en su conducción. El país era un caos y
en decadencia. Los militares continuaron con las órdenes impartidas por el
poder democrático precedente (ver libro
de sesiones del Congreso Nacional de la época) y en solo 2 años terminaron
la guerra revolucionaria declarada unilateralmente por las organizaciones
político-militares-terrorista que asolaban todo el territorio del país
sembrando terror y sangre.
No coincidimos que la supuesta política nacional de
derechos humanos, pergeñada por Néstor Kirchner, no traspasó la frontera de la
cultura… lejos de ser una fortuna, fue una desgracia para el país. Los ex
terroristas, vencidos por las armas, se vengaron de las Fuerzas Legales del
estado que los derrotaron en la guerra revolucionaria y a través de un relato -muy
bien elborado- lograron que algunos jueces y funcionarios prevaricadores la
llevaran a cabo mediante los mal llamados “juicios de lesa humanidad”. Esos juicios
están plagados de “irregularidades jurídicas” que se llevaron por delante
nuestra Constitución Nacional -especialmente el Art. 18- y los procedimientos
legales del derecho nacional e internacional. El estado no cumplió y aún no
cumple su obligación de garantizar el debido proceso… por ello hemos solicitado
que se
disponga una auditoria jurídica global de todo lo actuado y se acate el
dictámen de los peritos nombrados por las partes.
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