El llamado “caso Nisman” ha dado y sigue dando
lugar a numerosas declaraciones y comentarios que, en muchos casos, sólo
parecen contribuir a incrementar la confusión y el desconcierto reinantes. Se
extraña, sin embargo, que en muy pocas de estas expresiones se haya acentuado
lo que este asunto ha puesto a la intemperie: el estado de descomposición en que se encuentra la administración de
justicia en nuestro país, en especial el fuero federal penal.
En efecto, llevamos
semanas leyendo o escuchando hablar de funcionarios judiciales (incluido el
fallecido Nisman) designados a dedo por un ex presidente de la nación,
sometimiento de éstos a servicios de inteligencia nacionales y extranjeros,
jueces sin control sobre causas por hechos de extrema gravedad, la causa por el
atentado contra la Embajada de Israel paralizada por la Corte Suprema, el
Ministerio Público Fiscal convertido en
un comisariato político, la propuesta para el más alto cargo de la magistratura
de una persona sin idoneidad, el Poder Ejecutivo interviniendo descaradamente
en la función judicial. Y todo esto, que no agota el repertorio de males, se ve
enmarcado por un clima de corrupción pública que llega hasta la cima del
gobierno, cercado por denuncias que transitan los juzgados y las fiscalías con
una morosidad y desinterés que auguran prontas prescripciones.
En pocas palabras y
sin eufemismos: la administración de justicia en la Argentina se encuentra en
estado terminal. Y esto a nosotros no nos sorprende –aunque lo lamentemos–,
porque esta Asociación se constituyó precisamente por abogados que comprobamos
con alarma como, a partir del golpe de Estado contra la Corte Suprema dado por
el ex presidente Kirchner, se puso en marcha un proceso implacable de
destrucción del orden jurídico en sus principios más básicos, que tuvo el aval
de la Corte designada entre aclamaciones en reemplazo de la anterior. Dijimos
entonces que se había implementado un derecho de dos velocidades y que a todos
los argentinos se nos había puesto en libertad condicional. Y eso que tantos se
empeñaron en no ver ni reconocer, es lo que ahora se ha vuelto evidente.
Es que la justicia no
puede administrarse pretendiendo que la violación del orden jurídico en
perjuicio de una clase de personas, por reducida o insignificante que fuere,
pueda ocurrir sin consecuencias para los que no pertenecen a esa clase. El
prevaricato de los jueces, para colmo celebrado como política de Estado, por
acotado que haya querido ser, fue lo que permitió que se abriera la puerta para
la aparición de los horrores que estamos presenciando y ha deslegitimado por
completo la función judicial.
Las naciones pueden
sobrevivir a muchas catástrofes, pero sin justicia ello es imposible. Dios
permita que se reaccione a tiempo.
Mariano
Gradin Alberto Solanet
Secretario Presidente
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