Sábado 31 de enero de
2015
Por Joaquín Morales
Solá | LA NACION
Divertida y burlona
por momentos, con su notable narcisismo político expuesto abiertamente en
otros, Cristina Kirchner usó ayer 62 minutos de la cadena nacional para no
decir nada. No parecía la presidenta de un país estremecido por una muerte tan
escandalosa como simbólica. Ni siquiera
nombró una sola vez al fiscal Alberto Nisman ni a sus familiares. Otra vez se
olvidó de dar el pésame y, otra vez también, prefirió tapar esa muerte
enorme con anuncios que se parecieron a los saldos de verano de una tienda.
Hablemos de otra cosa, se propuso. Y lo hizo.
Llama la atención la
frialdad y la frivolidad con que Cristina Kirchner abordó desde el principio el
conflicto desatado por la denuncia y la muerte de Nisman. En el fondo de su alma, Nisman se había convertido en su enemigo, y lo
sigue siendo cuando ya no está en este mundo. Su nuevo enemigo íntimo es
ahora el informático Diego Lagomarsino, al que nombra o alude cada vez que
habla. Ayer se acordó de él, sin nombrarlo, por un viejo tuit de hace dos años,
que sus servicios de inteligencia rebuscaron mientras hurgaban en su vida
personal hasta encontrar algo. Su
problema es Nisman, no Lagomarsino.
La muerte del fiscal
es un caso más grave aún, incluso, que el crimen del fotógrafo José Luis
Cabezas, que conmovió el final del menemismo desde 1997. El insoportable crimen
de Cabezas expresó, es cierto, los límites que enfrentaba la libertad de prensa
frente a poderes mafiosos. Pero él sólo había mostrado una foto de un
empresario de la peor calaña, Alfredo Yabrán, con fuertes vínculos con el
oficialismo de entonces.
Otra cosa es la
muerte del fiscal del atentado más importante que sufrió el país y el más
importante que padeció la comunidad judía desde la Shoá. Nisman murió extrañamente cuatro días después de que denunciara a la
propia presidenta por encubrimiento de terroristas. Ésa es la realidad que
enfrenta la Presidenta, aunque ayer quedó demostrado, más que nunca, que su
realidad es el relato y que no importa si éste está respaldado o no por datos
objetivos.
Aprovechó para
anunciar un aumento en los haberes jubilatorios, que dispone la ley de manera
automática luego de una vieja acordada de la Corte Suprema de Justicia.
Inauguró formaciones de trenes, pero no dijo que el kirchnerismo se ocupó del
conflicto ferroviario (que consistía en trasladar personas en trenes inhumanos)
diez años después de llegar al poder, luego de la tragedia de Once que dejó 52
muertos. Firmó un acuerdo de desendeudamiento con 17 provincias en medio de un
discurso sobre el valor de las provincias, que sonó hipócrita en boca del
gobierno más unitario de la historia en la distribución de los recursos
federales.
Y, por último,
suscribió una concesión de obras en el aeropuerto de Trelew, una noticia de una
magnitud insignificante.
Hizo,
de paso, un balance desordenado y parcial de su gestión y no se olvidó del
maravilloso veraneo de muchos argentinos (no de todos, ni
siquiera de la mayoría), convertido en el único termómetro válido del
cristinismo para repintar la grisura económica por la que atraviesa.
Repitió hasta el
cansancio que hacía anuncios que eran los “más
importantes de la historia” o que hacía, en oportunidades modestas, el
anuncio “más importante de los últimos 50
años”. El narcisismo que interpreta
a la política como una perpetua autorreferencia.
En fin, decidió
cambiar de estrategia una vez más. No dio en el blanco desde la muerte de
Nisman. Casi todo lo que dijo sobre esa
muerte resultó falso. Casi todas sus deducciones terminaron siendo equivocadas.
Se resistió a hablar
por cadena nacional, hasta que terminó aceptando que no podía dilatar más ese
momento. Pero habló por cadena nacional
para referirse a ella, no a Nisman.
Alguien (o ella
misma) creyó que la exhibición impúdica de la silla de ruedas crearía
solidaridad entre los argentinos. Resultó al revés: ¿qué comparación podía soportar una silla de ruedas temporal con una
muerte irreversible? Ayer decidió terminar con sus inferencias en Facebook
y con el nombre de Nisman. Siguió hablando de ella, pero en el contexto del
autoelogio global de su gestión. Que la criticaran por sus afirmaciones sobre
la economía, no por el caso Nisman. A veces, el estrépito del silencio es peor
que el error explícito.
El espectáculo
presidencial no careció de bromas, de sobreentendidos y de diálogos con
funcionarios que estaban con ella. Por momentos, se pareció más a Susana
Giménez conduciendo su programa de televisión. Ése es el trabajo de Susana
Giménez. El trabajo de la Presidenta es otro.
La estrategia de
enterrar definitivamente a Nisman sucedió, para peor, el mismo día en que el filósofo Santiago Kovadloff se convirtió en la
referencia moral de la Argentina dolida.
Ocurrió cuando el
periodista Marcelo Longobardi le hizo la pregunta más simple del mundo (¿cómo
estás?) después de que Kovadloff fuera uno de los pocos oradores en el sepelio
de Nisman. Kovadloff dijo que se sentía mal, recordó la mirada de una hija de
Nisman mientras él hablaba en el cementerio y, por último, señaló que la tarea
de intelectuales y periodistas es “insistir, insistir, insistir para que no
convierta la palabra en basura”. En ese momento, él, un orfebre de las
palabras, se quebró. Un llanto suave, casi inferido, expresó más al país que
nos toca que la posterior alegría de la Presidenta ante su eterna barra de
excitados aplaudidores. Era la realidad y el relato de la realidad sucediendo
el mismo día, con pocas horas de diferencia.
Cristina hizo sólo
dos alusiones periféricas al caso Nisman. Una fue cuando se ofuscó con un
directivo de la Asociación de Fiscales, que le reclamó moderación en sus
palabras en los momentos en que se refiere a una causa judicial en curso.
Cristina defendió su derecho a la libertad de expresión y evocó la Constitución
para decir que todos los argentinos son iguales. Todos los argentinos son iguales, es cierto, pero no todos pueden decir
lo que quieren en el momento que quieren. Sobre todo, si se trata de la jefa
del Estado. Lo que aquel fiscal le reclamó era que, como presidenta de la
Nación, no interfiriera con sus palabras en una investigación judicial en
marcha. El sentido común más básico. Pero Cristina es Cristina: ni siquiera fue capaz de aceptar que se
equivocó con la mayoría de los datos que suministró sobre la muerte de Nisman.
La otra referencia
fue muy genérica. Les pidió a los argentinos que no permitieran que se
trasladara al país la “mugre
internacional”, en una clara alusión al conflicto de Medio Oriente. ¿La muerte de Nisman ya no es un suicidio
ni un homicidio simple, acaso, sino una gran confabulación de intereses
geopolíticos con centro en la disputa israelí-palestina? ¿Eso quiso decir?
Hace más de 20 años
que ese conflicto se incrustó criminalmente en el país; fue cuando volaron la
AMIA, con 85 muertos, y cuando redujeron a cenizas la embajada de Israel en
Buenos Aires. En el caso de la AMIA, la justicia argentina concluyó que fue el
gobierno de Irán el que ordenó y financió el devastador crimen.
La propia Cristina
Kirchner, y su esposo, pidieron varias veces en las Naciones Unidas que Irán
permitiera la declaración indagatoria de los dirigentes iraníes acusados por el
atentado.
El conflicto no está
llegando a la Argentina. Ya estaba en el país. La conclusión fue, precisamente,
el resultado del trabajo de Nisman, que el directorio de Interpol, integrado
por todos los países del mundo, aprobó cuando aceptó la persecución
internacional de cinco altos dirigentes del régimen de Teherán. Un trabajo que
acercó a Nisman, por un camino u otro, al final prematuro de su vida.
NOTA:
Las imágenes y destacados no corresponden a la nota original.
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