Si bien la política funciona de
acuerdo a su propia matriz, cuando se acerca la campaña todo se exacerba y,
entonces, la necesidad de utilizar ciertos términos con mayor cuidado se vuelve
vital para sus propios intereses.
En el territorio de lo electoral
parece que la sinceridad no genera gigantescos dividendos y el embuste es mucho
más apreciado. Eso se deriva de las evidencias cotidianas y explica porque los
dirigentes prefieren utilizar frases ambiguas, vocablos que no dicen casi nada
y hasta inventan un nuevo vocabulario con tal de no llamar a las cosas por su
nombre.
Existe, en esto, una enorme
responsabilidad de una ciudadanía pusilánime que prefiere un lenguaje oscuro a
la franqueza como virtud. Tal vez sea saludable que la sociedad revise su
demasiado habitual doble estándar.
En su retórica cotidiana, la que
utiliza en su vida privada, en familia, con amigos o en el trabajo, repite
hasta el cansancio que su prioridad es la verdad ante cualquier circunstancia,
por dolorosa que ella sea.
Lo cierto es que frente a la mala
noticia, se ofende con facilidad por la falta de valentía de su interlocutor de
turno, que no le anuncio oportunamente los hechos, como corresponde, sin
rodeos. Pero lo que más lo incomoda es que la novedad le impone una acción que
no quiere emprender. Aceptarla, implica atravesar una situación difícil que
detesta, y es allí cuando convierte la verdad en una lista interminable de
sentimientos negativos.
Cuando esas verdades fluyen de un
modo claro e inequívoco, con energía, y hasta con la crueldad con la que resulta imprescindible que sean explicitadas,
entonces opta, enfurecido, por no premiar las correctas actitudes, estimulando,
sin pudor, a los eternos mercaderes de la mentira.
Los políticos engañan, ya no por
convicción, sino por conveniencia. Ellos entienden que eso se traduce
indudablemente en resultados. El dirigente que explica lo que está pasando, que
muestra lo que sucede y que plantea los niveles de responsabilidad que tiene la
sociedad frente a la realidad, no será debidamente reconocido y será expulsado
del juego electoral.
Las adversidades nunca son
bienvenidas. Jamás se desea escuchar sobre la responsabilidad de la gente sobre
ellas. Eso obligaría a asumir cierta culpa sobre lo que ocurre. Es la misma
razón por la que muchos ciudadanos ni siquiera pueden reconocer que en el
pasado votaron al gobernante actual, o al anterior. Eso implicaría hacerse
cargo del presente. En realidad, la sociedad no está dispuesta a aceptarlo de
un modo tan contundente.
Pronto comenzará esa dinámica en
la que los políticos hablarán de lo que viene y de lo que piensan hacer. Otra
vez recurrirán, con mucha sutileza, a las evasivas, a la terminología difusa,
apelando a la confusión y, a veces también, a la ignorancia sobre el
significado de cada palabra.
Es el momento del proselitismo, y
por lo tanto, una renovada ocasión de mentir descaradamente. Ellos saben que
tendrán que tomar decisiones importantes, pero no lo admitirán ahora. Esperarán
que la gente exprese su voluntad y después recién definirán lo que pueden
realmente hacer.
No desconocen lo que resulta preciso
hacer. Suponerlo sería demasiado ingenuo. Lo saben, pero también tienen
conciencia de que importa más no pagar elevados costos políticos, ni perder
poder de un modo efímero.
Su talento no tiene que ver con
saber resolver problemas, mucho menos aun con ser los adalides de la defensa de
la gente. En todo caso, su mayor atributo pasa por comprender como funciona el
poder, como se lo obtiene y, fundamentalmente, como se lo retiene en forma
indefinida.
En estos últimos años ese trágico
esquema de mentiras encubiertas, de planteos borrosos, se ha perfeccionado en
muchos ámbitos. No solo la política cayó en esa trampa sino también una
ciudadanía cómplice.
La sociedad llama robustos a los
gordos, privados de la libertad a los presos y se refiere al aborto como
interrupción del embarazo. La política también hace lo suyo creando su propio
léxico. Así fue que el reacomodamiento de precios reemplazó a la inflación, la
inseguridad al exceso de criminales y la expansión monetaria a la emisión
descontrolada e irresponsable de billetes.
En este contexto de elecciones,
todos los dirigentes saben que la coyuntura no será fácil. Oficialistas y
opositores entienden que heredarán una "bomba
de tiempo", pero como consideran que es políticamente incorrecto
decirlo, han decidido transitar el sinuoso y cínico camino de reconocer los
aciertos del gobierno y solo hablar de asignaturas pendientes o de la necesidad
de seguir en el camino de la profundización de los logros, según sea el caso.
El que triunfe en los comicios
tendrá la dura tarea de conducir la transición. Deberán adoptar determinaciones
drásticas haciendo importantes ajustes a la economía. Tendrán que reducir
abruptamente el gasto estatal, bajar la emisión monetaria hasta neutralizarla,
adecuar las tarifas de los servicios públicos a niveles de mercado, recomponer
rápidamente las reservas monetarias, atraer inversiones, recortar los
impuestos, disminuir aranceles, desregular el comercio exterior, integrarse al
mundo, entre otras cosas.
Nada de eso será fácil, ni gratis.
Claro que se deberán pagar los "platos
rotos", como siempre que se intenta superar un problema en el que se
tiene plena responsabilidad en su gestación. El "médico" tiene claro lo que debe hacer, pero también sabe
que tendrá que mentirle a su "paciente".
Es que las reglas políticas que ha impuesto esta sociedad cobarde, alientan a
la mentira, invitan a la trampa, aplauden la creación de una jerga que suavice
las verdades y hasta logre ocultarlas. Es importante saber que se inicia un
recorrido sin retorno hacia esa patética etapa de los eufemismos.
Alberto Medina Méndez
NOTA: Las imágenes no corresponden a la nota original.
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