La ética es una parte de la
filosofía. Fundamental, puesto que trata de las obligaciones del hombre, de su
conducta, acorde a la razón y con el
objeto de convivir en una sociedad armónica, en la que todos puedan cumplir con
sus deberes naturales.
Hablamos de filosofía y
comprendemos que nos adentramos en un terreno difícil, ámbito de la razón; de
hecho, hay filósofos, grandes filósofos, de magnífica sabiduría y profundidad,
que disienten entre sí, que no se ponen de acuerdo, un campo en el que unos
niegan el andamiaje argumental construido por otros. ¿Puede pensarse, entonces,
que la ética es inútil, ya que los filósofos no llegan a resultados rotundos,
apodícticos, innegables, como los de las ciencias físicas y matemáticas? No es
así, porque las discrepancias se refieren, por lo general, a aspectos de menor
incidencia en la práctica, y todos los filósofos -todos los de la civilización
occidental y cristiana- coinciden en lo fundamental sin dejar dudas en cuanto a
las aplicaciones.
La moral, en cambio, no es
ciencia sino su ejercicio, el empleo de las buenas costumbres, de las prácticas
de quienes son considerados virtuosos en una sociedad. Un ejemplo: la ética
señala la virtud de la monogamia. El presidente Clinton se ha apartado de esa
virtud al tener relaciones que él llama impropias; correspondería llamarles
inmorales, ya que transgreden los principios sustentados por la sociedad a la
que pertenece. Lo mismo que hace Clinton, en otra sociedad, por ejemplo entre
musulmanes que aceptan varios matrimonios simultáneos, hubiera sido bien visto,
se hubiera considerado moral, de haberse realizado a la vista, sin
ocultaciones. La moral musulmana lo hubiera aprobado (si no lo hacía a
escondidas); la ética lo rechaza. Los principios de la ética son obligatorios
para todos y en todas las circunstancias.
Sí, es cierto que la ética
condena el robo, y que el robo se justifica en determinadas circunstancias de
hambre, de necesidad imperiosa; no se debe matar, aunque se pueda hacerlo en
defensa propia, de la madre, de la mujer, del hijo, de la patria. Es muy malo
mentir, y sin embargo el médico con toda tranquilidad le miente a un enfermo
desahuciado para sostenerle el ánimo. Aunque, en general, las obligaciones sean
para todos y en todas las circunstancias, los casos que justifican el abandono,
la suspensión de la norma, han sido muy bien estudiados y puntillosamente
expuestos por la teología moral. Sin embargo hay quienes, en razón de su
oficio, están más comprometidos que los demás a cumplir las normas. Es el caso
de los políticos, obligados a ser veraces, honestos, fieles cumplidores. Si
pueden hacerse distingos entre las obligaciones morales de un político y las de
un ciudadano común, es que el político está mucho más obligado que otros. El
simple ciudadano tiene que atender sus problemas personales, en cambio el
político atiende los asuntos de toda la sociedad; si uno cualquiera echa una
mentirilla habrá, quizás, algunos pocos perjudicados; cuando el político miente
es toda una comunidad la afectada; si un individuo roba, coimea, defrauda, se
queda con un vuelto, aplica medidas en su propio provecho, dañará a sus
patrones, sus subordinados, sus socios, en cambio los políticos pueden, con las
artimañas que idean para quedarse con dineros ajenos, perjudicar el comercio,
el desarrollo, el trabajo, el intercambio internacional de una comunidad
entera. (Por supuesto que no voy a dar datos de los grandes daños sufridos por
la nación a causa de las estafas de los políticos, porque no tengo pruebas,
pero todos sabemos a qué me refiero). Por eso el político debe ser juzgado con
muchísima mayor severidad que los que se dedican a otras actividades.
Está en boca de todo el concepto
de que nadie es culpable mientras el juez no lo condene. Está bien, así debe ser, pero sólo en materia criminal,
cuando se acusa de delitos. Las inmoralidades, como la mentira, el engaño, el
aprovechar la ignorancia, la buena fe o el descuido de los demás, no son
delitos tipificados por el código, por lo tanto nunca un juez va a condenar
esas faltas. Sostener que alguien es inocente porque la justicia no lo condene
conduce a un error que desgraciadamente se generaliza: los inmorales, los que
transgreden las normas de corrección, son culpables, muy culpables, nada más
que la sociedad ha establecido penas para los que cometen delitos y no para los
inmorales, ni menos para quienes apliquen preceptos de una ética ajena a la
sana doctrina. Hay una razón más fuerte que los obliga con mayor rigor que a
los demás prójimos, y es que la vida pública se suele tomar como ejemplo, como
modelo de las conductas privadas. El que se siente inclinado a largarse por un
mal camino puede razonar: ¿por qué no voy a hacer esto yo, si legisladores,
gobernadores, presidentes, ministros, hacen cosas peores?
Y más aún: si la moral se funda
en las conductas que son bien vistas, aceptadas, valoradas por un medio social,
¿ese medio no se expone a que su moral decline, se corrompa, se pervierta, por
culpa de los malos ejemplos que desde arriba dan los políticos indecorosos? El
individuo de cualquier oficio que no siga los dictados de la ética, corre el
riesgo de que a su alma se la lleve el diablo. El político que tenga una
conducta igualmente mala, además de ser llevado por el diablo bien se merece la
condena, la reprobación, el vituperio, la censura de toda la sociedad, porque
sus faltas contra la ética afectan a la moral de su medio.
El pueblo desea una sociedad
austera, decente, limpia, honesta. Por los delitos, si los hubiere, sí, que
intervengan los jueces y que actúen como sea su deber; pero por las
inmoralidades, sobre las que la justicia no tiene jurisdicción, debe ser el
pueblo, la opinión pública, la que se pronuncie cada vez que haga falta y con
todo el rigor correspondiente.
Dr. JORGE B. LOBO
ARAGÓN
NOTA: Las imágenes y destacados no corresponden a la nota
original.
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