Política
27/05/2012 2:00 AM
Las hijas de Juan
Valenzuela, el guardia muerto en la fuga, cuentan su dolor por no tener
justicia.
Reflexiones. Mirta, a la izquierda, en una
charla llena de recuerdos y tristeza junto
con Mónica, su melliza.
Por Rolando Tobarez

Tienen el brillo del enojo en los ojos. Esperaban el
juicio por la Masacre de Trelew por
si alguien decía algo sobre la muerte de su papá. Pero nada. “Ellos dicen que hace 40 años que esperan
justicia, ¿y nuestra familia?”, se quejan. Juan Carlos, otro hermano, es el más dolido y prefirió no hablar.
El cuarto, Enrique, falleció, igual
que Ramona, su madre. “Cuando a mi papá lo mataron, ella murió con
él y no quiso saber más nada”, dicen.
Todos hablan de los 19 fusilados del 22 de agosto. El
caso Valenzuela es el costado
incómodo de la historia, mezclado con las banderas de los Derechos Humanos que
invaden Rawson desde que las
audiencias comenzaron. “Todo empezó en la
U-6 y a mi papá le costó la vida.
Pero de eso nadie dice nada”.
La tarde de ese 15, Valenzuela
hacía guardia en la puerta junto con Justino
Galarraga y un tercero, Montenegro.
Vieron venir a decenas de guerrilleros vestidos de penitenciarios. El penal ya
estaba tomado. Según sus hijas, su papá
tardó en reconocer que esos no eran sus compañeros. Dio la voz de alto pero le
pidieron que se entregue. Ni loco, pero se tocó la cartuchera y no tenía la
pistola. Cuando la buscó sobre la mesa fue tarde para defenderse: una ráfaga lo
acribilló. “Tenía el cinturón como un
colador”, aseguran sus hijas.
Su versión es que Ana
María Villarreal de Santucho ya se iba de la cárcel. Pero volvió sobre sus
pasos y lo remató en la cabeza. Fueron 13 disparos más el tiro de gracia. “Eso me contó Galarraga entre llantos. Lo fui a ver a Misiones –relata Mirta-. En la entrada mi papá los tenía
muy encima cuando se da cuenta de que ese tropel no eran sus compañeros. Cuando
grita ´¡Alto, ¿quién vive!” recibe
la ráfaga. Maldigo la hora en que no se entregó. Nunca pensaron que se iban a
encontrar con Valenzuela ni que los
iba a enfrentar”.
“Galarraga
no me reconoció hasta que le dijeron de quién era hija. Me miraba y no caía.
¡Cómo lloraba ese hombre! Le dije que si él podía, quería escuchar su versión”. Le relató esos minutos entre llantos. Que
aguantó la respiración y se hizo el muerto; que en el piso la mujer de Santucho le patea las costillas y la escucha decir “Este no respira, está muerto, vamos”.
El guardia salvó su vida en el hospital.

“Aunque papá tanto no contaba, mi mamá
decía que se sabía que algo raro pasaba porque de repente empezaron a dejar
entrar cosas que antes no se permitían y se dejaron de hacer requisas: un auto
sí, el otro no”. Al
fitito rojo del cura Nicola nadie
lo tocaba aunque cargaba armas.
“Les llevó 6 meses estudiar la vida de
todos los penitenciarios y concluyeron que uno de ellos, Carmelo Facio, era un jugador empedernido. Lo ´chuparon´ y fue quien entregó la Unidad”. Parece que hubo 5 mil pesos de la época
para que ese guardiacárcel ayudara a
los guerrilleros: primero 2.500 y el
resto si se concretaba. Otros dicen que fueron 10 millones. “La mujer de Facio trabajaba en la Unidad y
ese día se retira descompuesta porque sabía de la fuga”, dicen las mellizas.

"La Justicia Tuerta"
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