Todos y cada uno de los llamados "nietos
recuperados" demuestran la inexistencia de genocidio en el transcurso de
los años de plomo: es un hecho comprobado que los nazis no se preocupaban por
salvar de la muerte a los bebés judíos, ni los turcos a los hijos de los
armenios, ni los hutus a los niños tutsis.
En esta Argentina de la cobardía intelectual
generada por el progresismo pero acentuada y consolidada por el kirchnerismo,
pensar sin acotarse a los estrechos márgenes del relato está muy mal visto, por
eso mismo es necesario desafiar esos falsos límites y plantear que, antes que
ser un crimen aberrante, la apropiación de esas criaturas fue un rasgo
humanitario por parte de la represión. Una vez que se dispuso responder a la agresión
terrorista desde la ilegalidad, donde la desaparición de personas era parte de
la técnica de combate empleada para mantener la incertidumbre en las filas
enemigas, tomar la decisión de no matar a los bebés imponía la supresión de las
identidades como medida de protección desde que entregarlos a familiares estaba
descartado.
Lo enrevesado del asunto puede parecer grotesco
analizado a la distancia, pero totalmente congruente con la realidad de aquel
momento. Más aún, en el contexto de terroristas de un lado, capaces de hacer
que una chica cambie de colegio para fingirse amiga de otra ganando su
confianza hasta ser invitada a la casa de ella para poner una bomba bajo la
cama de sus padres, y de terroristas del otro, capaces de arrojar prisioneros con
vida desde un avión, en medio de tanta criminalidad delirante para mal de
todos, hacerse cargo de la vida de los hijos del enemigo resulta meritorio,
casi heroico. El capítulo necesario y más importante del amor venciendo al
odio.
Matar resultaba entonces la opción más sencilla,
en especial porque no les importaban a los guerrilleros los hijos de los demás.
Sobra evidencia para afirmar que los guerrilleros, esbirros de la dictadura
castrista, actuaban desde el odio generando odio. Por caso los balazos del ERP
asesinando al Capitán Humberto Viola e impactando en sus dos hijas matando
también a María Cristina de tres años e hiriendo a María Fernanda de cinco años
(1975), igual que los disparos de Montoneros sobre el hijo del operario
metalúrgico Clotildo Barrios, Juan Eduardo de tres años (1977), muerto al ser
alcanzado por una ráfaga de ametralladora disparada por los asesinos del
policía Herculiano Ojeda.
Ellos tenían derecho a vivir |
Esas muertes, como la de Paula Lambuschini de 15
años (1978), demuestran que el desprecio por la vida del otro no era patrimonio
exclusivo de los militares, como pretende el relato K, sino la compartida
convicción de todos los grupos combatientes de la guerra sucia, guerra
revolucionaria, guerra antisubversiva, o como quiera llamarse; pero guerra al fin.
Además, los guerrilleros que no tenían pruritos a la hora de matar los hijos de
otros, también usaban como escudos o camuflaje a sus propios hijos: cuando Paco
Urondo es enviado por Montoneros a Mendoza, fue neutralizado por las fuerzas
argentinas en el momento que acudía a una cita operativa llevando a su mujer y
su hija en el interior de su auto.
En estos días asiste el país a la comprensible
alegría de Estela de Carlotto, más allá de su accionar político una abuela que
tardíamente conoce a su nieto. Y ese es, sin duda, otro capítulo del amor
venciendo al odio. Si fuera honesta debería agradecer que alguien tuvo el
valor, en medio de una época criminal, de plantear y lograr que los hijos de
los terroristas llegaran a nacer.
Pudo ganarse tiempo eligiendo la verdad antes que
la revancha, como hizo Sudáfrica sobre un pasado todavía peor, pero se optó
aquí por una persecución judicial que, basada en el criterio de la memoria
selectiva, arroja toda la culpa sobre unos pretendiendo eximir a otros, el
resultado es que la verdad se ha demorado en algunos casos, se demorará más en
otros y posiblemente no aflore nunca en los demás.
Ariel
Corbat, La Pluma de la Derecha
Estado Libre Asociado de Vicente López
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